Es la primera vez en mucho tiempo que Mi-reia devuelve una sonrisa.
El Pórtico de la Gloria, esto sí que es una obra abierta. Todo el mundo tiene un lugar en ella. Una vez, cuenta Bastían, llegó un peregrino muy del norte, del país de los vikingos. Larga barba y curtido como cuero de buey por el duro camino. Se sentó allí en la base y ya no se movió. Un mendigo de piedra. Hasta que un día apareció un muchacho a caballo y con otro corcel de la brida. Fue junto a él y únicamente le dijo: ¡Ya puedes volver, papá! Y sin más la estatua se puso en pie y echó a andar tras su hijo.
Mirea y Bastían están sentados en un banco del mirador de la Ferradura. El crepúsculo, la caída del sol al oeste, tras el monte Pedroso, pinta la vieja Compostela de pan de oro y óleos carnales.
¿Ves ahora la rosa de piedra, la rosa que nace de la nada?
Pues no, ríe Mireia.
Deberías esperar. Hay que darle tiempo al tiempo, ese mago.
Ella le coge la mano y la entrelaza con sus dedos.
¡Ah, por fin, un braille de cariño!, exclama Bastían.
Ya estamos a punto de acabar, dice Mireia. La última sesión será en los acantilados de Fisterra.
¡ La Costa da Morte!, dice Bastían. Allí iban los peregrinos a recoger vieiras.
Inma está obsesionada con eso del Fin de la Tierra. Creo que no le van bien las cosas.
Te quiero pedir algo, dice de repente Bastían, muy serio. Llevadme con vosotras.
Y añade parpadeando: No seré un estorbo. ¡Me gustaría tanto ver el mar!
En el coche, mientras los demás charlan o cantan, Inma trata inútilmente de hablar por teléfono móvil.
¡Para ahí!, le pide Inma a Mireia, que conduce.
Hay una cabina a la orilla de una playa desierta. Quien la puso allí debió de pensar en las botellas arrojadas al mar con un mensaje.
¡Hola! ¿Eres tú? No, no me dieron el recado. No, no me pasa nada, es que estoy en una cabina y se está tragando las monedas. Junto al mar, una cabina en el mar. Te quería decir. Sí que somos dos idiotas. Pero tú eres mucho más idiota que yo. Me queda una moneda. La meto por un beso.
Mireia retrata a Kiss en los acantilados, junto a las cruces de piedra del cabo Roncudo, que recuerdan a los pescadores muertos.
De reojo, entre foto y foto, Mireia observa a Bastían. Parece hechizado por el mar. El viento lo peina. Aparta la nariz.
Mireia se concentra en las fotos. Cuando de nuevo vuelve la mirada hacia Bastían, éste bordea el acantilado y se pierde de vista.
La fotógrafa grita su nombre, y brinca por las rocas seguida de Kiss e Inma. Llegan a una gruta en la que el mar se agita y brama con furia. Pero no encuentran ni rastro del ciego.
Van al pueblo más próximo en busca de ayuda. En el muelle, Mireia cuenta con angustia lo ocurrido. Los pescadores primero la escuchan con atención pero luego se miran entre ellos e intercambian gestos de cómplice incredulidad.
¿Y dice usted que era ciego?
Sí, sí, ciego. Vende vieiras en Santiago.
Un viejo pescador murmura con ironía: ¡Todos los años el mismo cuento!
Y aquí se acaba la película.
La actriz que hacía de Mireia y el actor que hacía de Bastían se sientan ante el mar. Como en una función de despedida, la puesta de sol se esfuerza en no defraudar.
Si yo fuese fotógrafa, dice ella, nunca fotografiaría una puesta de sol.
Y entonces él, imitando el gesto de ojos de cuando era Bastían, le dice: ¿Por qué los que la podéis ver no aceptáis la belleza?
Y la actriz, que vuelve a ser Mireia: ¿Sabes por qué? Porque desconfían de la belleza. Porque conocen la terrible belleza que produce el odio.
El loro de La Guaira
Los domingos sí que comíamos bien. Había un paisano que tenía un restaurante en Caracas y nos contrató de clientes. Nos vestíamos de corbata y nos sentábamos en el lugar más visible del ventanal, como de escaparate, comiendo con entusiasmo. Es una ley de la hostelería. La gente no entra en un local vacío, y menos a comer. Hay negocios que nacen con gafe. Por muy bien montados que estén, la gente no entra y no entra. No me preguntéis el porqué, pero es así. Nosotros trabajábamos de reclamos. Y lo hacíamos muy bien.
Luego íbamos a una plaza que hay allí en Caracas, con una estatua de Simón Bolívar montado en un caballo enormísimo. Un país con una escultura así de grande, con un caballo tan bien hecho, debería marchar bien, pero en fin… Nos sentábamos en aquella plaza y era como estar en casa e ir al cine a un tiempo. Acudían los emigrantes recién llegados y siempre había algún conocido con noticias frescas de la tierra. Y había mucho movimiento. Mucho. Os voy a contar cómo conocí a Cristóbal Colón.
Estaban sentados en un banco, frente a nosotros, dos hombres con pinta de vagabundos. Bebían a morro de una botella. A mí aquella situación me hacía gracia. Mi compadre y yo estábamos allí, de corbata, con la tripa llena pero algo melancólicos porque el domingo por la tarde era cuando más echaba uno en falta lo mejor que había dejado atrás. Y de buena gana me tomaría yo un trago de aquella botella que tanto les hacía reír. Fue entonces cuando uno de aquellos pobres borrachos señaló hacia un lateral de la plaza y exclamó con alegría: «¡Mira, chamo, aquí llega Cristóbal Colón!».
Nos dimos la vuelta, sorprendidos, hacia aquella dirección, y vimos que se acercaba un mulato enormísimo, también vestido de harapos y con una nube de moscas a su alrededor. Los tres vagabundos se abrazaron jubilosos y celebraron el encuentro bebiendo a morro de la botella de ron.
«¡Colón, pendejo!»
Por aquel entonces yo ya ahorraba algo. Intentabas no gastar un patacón y ahorrabas. Pero lo peor fue al llegar. Estuve a punto de morirme. De hecho, me vi en el otro mundo. Había desembarcado en La Guaira, y allí mismo encontré trabajo en la construcción. El primer día que subí a un andamio hacía un calor de mil demonios, pero yo tenía mucho afán, me quería comer el mundo, cosas de la juventud, que no tienes cabeza. Cuando me di cuenta del mareo, ya me había frito en sudor. Abajo, un peón negro al que llamábamos Blan-quito, me dijo: «¡Qué barbaridá, gallego, hueles a llanta quemada!». [11]
Y eso es lo que yo era, una rueda quemada. No se me ocurrió otra cosa que irme para el muelle con un cubo y pedir un bloque de hielo. Y me puse a lamer y a beber el agua que soltaba el bloque. Al día siguiente ya no me pude levantar. Estaba febril, veía todo borroso y amarillo. Dormíamos tres compañeros en la misma habitación de alquiler, con el sitio justo para los camastros. Por la noche me traían algo de comer, pero yo echaba las tripas por la boca. La suerte fue que hubiese una ventana que daba al patio. Y que en aquel patio hubiese un loro.
Aquel loro no paraba de gritar durante el día. Lo único que decía era: «¡Merceditas!». Llamaba constantemente por Merceditas. Y de vez en cuando una voz de muchacha respondía: «¡Ya voy, bonito, ya voy!».
En Galicia, en la aldea de la que yo soy, teníamos una vecinita que se llamaba Mercedes. A mí me gustaba aquella niña, quiero decir que me ponía nervioso y por eso le hacía mil diabluras. Le metía miedo cuando al anochecer pasaba por el camino del cementerio, y cosas así. Escondido entra las lápidas, me burlaba mucho de ella. ¡Mercediiiiiiiiiitas!
Así que aquel loro llamaba por Merceditas y eso me mantenía vivo, atento, en un mundo de nieblas y sombras, como si espiase por un agujero del cementerio. Y mucho me tardaba aquella voz de cascabel que decía: «¡Ya voy, bonito, ya voy!».
Pasaron por lo menos ocho días hasta que mi cuerpo encontró su lugar. La habitación dejó de correr como un vagón por un túnel. Y volví a comer. Y a trabajar. Y después me apareció aquel contrato de cliente-comedor los domingos en el restaurante de Evaristo. Un triunfo si lo comparamos con Cristóbal Colón.