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Lástima que nunca conocí a Merceditas. A aquélla, la del loro, jamás conseguí verla, pues el día pertenecía al trabajo y la noche al sueño. Y aquella otra, la niña de mi aldea, recién se había marchado a América cuando yo regresé.

Nuestros barcos debieron de cruzarse en medio del mar.

Camino del monte

Yo sé otra historia de un loro.

Lo había traído doña Leonor de Coruña. Se lo había regalado un naviero que la pretendía. Pero la señora Leonor tenía demasiado carácter para vivir con un hombre, aunque fuese un hombre que la agasajaba con loros. Así que se fue a vivir con su tío cura. Que no se me malinterprete. Ese tío cura era tan hombre que incluso tenía un revólver. Una vez lo asaltaron, sacó el revólver de debajo de la sotana y dijo: «¡Como hay Dios que os reviento el alma!». Y le dejaron ir.

El loro de doña Leonor era muy coqueto. Tenía la cabeza encarnada con mejillas blancas y estrías anaranjadas, alrededor de unos ojitos muy negros, y encarnado era también el cuerpo, con alas verdea-zules y púrpura en la cola. El loro también era muy piadoso. Ella le había enseñado el rosario en latín. Tenía por incansable letanía el Ora pro nobis.

Uno le decía: ¡Hola, lorito real! Y él respondía: Ora pro nobis.

Nosotros le hablábamos en castellano porque era un loro venido de ciudad. Insistías: ¡Lorito señorito, lorito señorito!

Y él, a lo suyo: Ora pro nobis.

¿Cómo se llama el lorito, doña Leonor?

Y ella decía riendo, que era otra mujer cuando se reía: «Se llama Pío Nono, Dios me perdone».

El loro estaba instalado en la balconada de la casa rectoral, entre un abundante cortinaje de habas a secar, ristras de cebollas, ajos y pimientos de piquillo, mazorcas de maíz y también racimos de uvas escogidas para el vino tostado. Para nuestra envidia, Pío Nono comía higos pasos, huevos duros y frambuesas, y picoteaba una hoja de lechuga que era como un parasol verde que reponían las criadas en el calor de aquel verano.

Fueron las criadas las que, de forma involuntaria, le cambiaron la plática al loro. En la era, bajo la balconada, llamaban a las gallinas para echarles maíz: ¡Churras, churras, churriñas! Y las gallinas acudían tambaleantes como falsos tullidos ante una nube de monedas.

Un día, por la mañana temprano, el loro comenzó a gritar: ¡Churras, churras, churriñas!

Las gallinas se arremolinaron bajo la balconada, esperando inútilmente la lluvia de oro vegetal.

Y desde entonces el loro olvidó el latín y repetía constantemente aquella gracia. Cuando tenía el corral reunido, al acecho del grano, lanzaba una carcajada que resultaba algo siniestra por venir de un ave.

¡Churras, churras, churraaaaas! Ja, ja, ja!

Por allí, ante la casa rectoral, pasaban los recolectores de pinas de Altamira, que eran, como se suele decir, una raza aparte. Pasaban ligeros, tirando de los burros y con el punto de mira puesto en la cima de los montes. Pero un día se fijaron en el loro. Asistieron al espectáculo de llamar a las gallinas, escucharon las risotadas del ave y les hizo tanta gracia que perdieron media mañana en aquel circo. Doña Leonor salió al portal y los reprendió. Les dijo que si las pinas caían del cielo y otras reconvenciones que ellos escucharon como un silencioso campamento. Luego se marcharon como se marchan los indios en las películas del oeste, resentidos y sigilosos. A la mañana siguiente, los recolectores de pinas acamparon de nuevo ante la balconada. El loro Pío Nono comenzó el día con el número de las churras, churras, churriñas. Los recogedores de pinas se rieron mucho y después aplaudieron. De repente, de entre aquella gente de rostro de madera del país barnizada por la resina, salió un grito que resonó como el estallido de un trueno.

¡Viva Anarquía!

Y Pío Nono contempló en panorámica al público, alzó el pico con solemnidad y repitió: ¡Viva Anarquía!

Y hubo gorras al aire y muchos bravos y aplausos.

En camisón, con su pálida faz de luna menguante, doña Leonor salió a la balconada. Y nunca jamás se volvió a saber de aquel loro de larga cola púrpura.

Jinetes en la tormenta

Era mi primera marea en el Gran Sol. Yo quería comprar una guitarra. No una guitarra cualquiera, sino una de verdad, una auténtica Fender, una Strato. En mis sueños, ya le tenía nombre, cuando galopaba sobre el efecto niebla de un escenario, perseguido por un reflector de presidio. Le llamaría Sirena.

Dicen que el de Irlanda, a partir de los 48° Latitud Norte, es el mar más duro, pero yo no tenía miedo. Y eso que sé que el mar va a por mí. Nací avisado. El día que vine a este mundo, el temporal estuvo a punto de reventar la puerta de casa. No es una exageración. Entró de golpe por la bocana y deshizo la flota de cerco de Mal-pica. Y deshizo también la verbena de los casados, el baile del veinte de enero. Tocaban Los Satélites. Aún tuvo arrestos para subir por el callejón, bufó como un animal por el faldón de la puerta y luego filtró una bilis de tinta como el aviso de un telegrama.

Recibido.

Los de tierra tienen una ideas muy peregrinas sobre el mar. Le hacen poemas, y cosas así. Pero yo, con el mar, ni palabra. Él ahí y yo aquí. Cuando trabajas hay que vigilarlo de reojo, haciendo que lo ignoras, con todos los sentidos al acecho. Porque al mar no se le vence nunca. Sólo puedes entretenerlo o huir. En cuanto compre mi Sirena, le daré la espalda para siempre. Adiós, tiburón.

En esos versos de señoritos tratan al mar de amante y cosas así. Tonterías. Y afirman esos entendidos del carajo que los pescadores lo tenemos por hembra, y que siempre decimos «la mar». ¡Y una mierda! El mar es un cacho cabrón. El mar es una cárcel. Peor que una cárcel. Ni siquiera hay vis-a-vis.

Cada uno tiene en la memoria sus frases his-

tóricas. Sus diálogos de película. Este es el mío.

¡Se estaba mejor en la cárcel!, dice mi padre. Empapado, tiembla de frío y rabia. Acababan de perder los aparejos y salvar el pellejo de milagro.

¡Y a mí quién me diese unos días de hospital!, dice mi madre.

El futuro me sonreía.

Estoy en el Blue Ángel. La herrumbre del salitre tizna con sólo mirar para el barco. Vamos camino del Gran Sol. Mi primera partida en alta mar. Conozco el código. Debo obedecerles a todos. Quizá a unos más que a otros.

Un hombre bajito pero con cara de mapa grande y brazos largos como remos, todo peludo excepto la calva, susurra a gritos en el muelle: ¡Eh, chaval, cógeme el jarabe! Y desliza una caja de botellas de agua mineral.

Parece que intenta una maniobra discreta, pero toda la tripulación está alerta y lo recibe con mucha chanza.

¿Qué? ¿Otra vez vas a dejar el alcohol, calamidad?, le dice con burla el contramaestre.

¡Vete a tomar por el culo!, responde el recién llegado. Viene con ropa limpia. Huele a una loción salvaje.

¡El señor Hache-Dos-O!, exclama con malicia el contramaestre. Y todos ríen, más o menos.

El chato cachola pelada se llama Andión. Va a ser muy amable conmigo, posiblemente porque todavía no tengo licencia para reír. Al contramaestre todo el mundo le llama Bou. Es arisco, pero también me trata bien. De joven conoció a mi padre. La gente del mar suele ser medida por el crédito que merece su familia. Yo tengo esa ventaja. Un lote de difuntos. Y en las tripas la memoria de no marearse.

Bou me da un pasador de hierro, una aguja de un kilo, para que empalme cable de acero. Supero la prueba con sangre en las manos, pero sin mirarlas, con desdén, como si fuese un sudor bermejo.

Es la primera noche. En el camarote que me toca somos cuatro. Además de los catres hay un armario y el espacio justo para no pisarse.