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Aprovecha ahora, chaval, que todavía no tienes que amarrarte para dormir, me dice el compañero más hablador. El otro lee una novela del oeste, Pueblo de cobardes. Andión bebe una botella de agua. En la puerta del armario ha colocado la foto de una mujer. Lo que me llama la atención es que la foto está enmarcada. Pongo los cascos. Cierro los ojos. Estoy en un ancho escenario brincando con Sirena en mis brazos.

Bou se asoma a la puerta. Trae una botella de whisky. Bebe a morro y nos ofrece un trago. La botella va pasando de mano en mano. Andión, sentado en el camastro, la rechaza. Bou se ríe y la hace oscilar lentamente, como el péndulo de un reloj, a la altura de los ojos de Andión, que alza la mirada hacia el donante sin decir nada y luego bebe de su agua.

Tira más el pelo de un coño que una estacha, ¿eh, Andión? ¡Hasta le has puesto un marco!

Con la comida y la cena bebemos vino Don Simón en envase de tetrabrik. Todos bromean con Andión, que bebe agua y grandes tazas de café. A medida que pasan los días, lo van dejando en paz, excepto Bou, que cada vez le pone delante un vaso de cinc lleno de vino a desbordar. La fuerza del mar va a más y cuando el vino se derrama, Andión pasa una bayeta y lo seca. Después va a lavarse las manos con jabón. Al principio no fumaba, pero ahora le veo quemar un cigarro tras otro. Ésa es también la manera que tiene de abrir a cuchillo el pescado para destriparlo. Con una urgencia mecánica. Observo que apenas duerme. Se queda sentado en su camastro y fuma. Cada vez bebe menos agua y más café. Bou se asoma todas las noches y le ofrece la botella de whisky. Pero él ya no lo mira. Tiene los ojos clavados en la mujer del marco.

¡Ya caerás, Andión, ya caerás!

Era una foto curiosa, la de la mujer en el marco. Sin serlo, tenía un aire antiguo. Un retrato de busto, con dedicatoria y todo en la esquina derecha: «Te espero siempre, mi amor». La estola de piel alrededor del cuello y los labios tan cromados no suavizaban aquel rostro picudo, que a mí me recordaba el de un soldado cosaco que había visto en una revista. Lo del cosaco nunca se me olvida porque mi padre siempre se equivoca con una frase chusca: «En aquel tiempo bebíamos como socasos».

Cuanto más la mirabas, y yo lo hacía con disimulo cuando Andión estaba presente, aquella mujer marimacho se iba haciendo más fuerte y atractiva a un tiempo. Si me coincidía estar solo, me fijaba en ella hasta que se salía del marco, me agarraba por los pulsos contra la pared y me besaba bocadentro con su lengua de congrio.

Los primeros días la pesca nos había ido muy mal. El mar estaba remolón como un espejo vuelto del revés y se movía en ondas plomizas, pero trabajaba su odio en el fondo. Perdimos un aparejo, y el patrón le plantó cara con un surtido de blasfemias. Y el mar le respondió con un golpe que hizo crujir los huesos del Blue Ángel.

Aquí va otra de mis frases históricas: «El silencio que viene antes del golpe sólo se parece al silencio que viene después».

A partir de los 46° Norte nos seguía un alcatraz. Cuando el mar se embraveció, recogimos el copo lleno, como si escupiese pescado. Entre la pesca, los primeros fletánes, ángeles del mar con sus alas negras. El pez de la suerte. Fue entonces cuando el alcatraz voló hacia Irlanda y regresó heraldo de una gran tribu. Iba a ser una maldita buena marea, la bodega a rebosar en medio de un infierno.

Tras un lance que abarrotó la cubierta, y de destripar y limpiar el pescado sosteniéndonos como peleles entre cascadas de agua, nos dejamos caer desfondados en los bancos del comedor. Yo sentía el mar dentro, con su sangre fría recorriendo mis venas. Bebimos interminables tragos. An-dión estaba pálido, encogido, y se frotaba las manos moteadas de escamas. Bou le puso delante el vaso de cinc y lo llenó de clarete barato. Andión dudó durante largos segundos. Luego se lo bebió de una sentada. El mismo se sirvió de nuevo. Y así hasta vaciar el bote.

Nadie dijo nada. Ni una broma. Las risas incipientes fueron silenciadas por un severo juez colectivo. Ni siquiera Bou celebró en voz alta su triunfo. Hizo gesto de brindar, se bebió un trago, chasqueó la lengua y se fue.

Aquella noche, Andión se sentó en su camastro ante la foto. Tenía una botella de whisky entre las piernas y la fue vaciando a lentos sorbos, ajeno al creciente balanceo del Blue Ángel. El mar burbujeaba por el ojo de buey. Una tos violenta e interminable. Creo que entonces comprendí el hechizo de la mujer del marco. Era como un noray con una estacha al cuello.

La botella de Andión rodó por el suelo. Él se puso en pie, descolgó la foto y la guardó entre la ropa de repuesto. Después cogió una de las cuerdas que había debajo del armario. También llevaba el cuchillo del pescado al cinto.

Deberías amarrarte, chico. Esta noche viene temporal.

Pero él salió del camarote con la cuerda y el rictus fiero de los que cruzan una línea de alambre. Y la botella rodando. Y Bou gimiendo como un cerdo agonizante. Y yo me puse los cascos. No hubo ni hay nada como Jim Morrison y sus jinetes en la tormenta. Jinetes en la tormenta. Jinetes en la tormenta.

Toca, Sirena mía, toca.

La maldición de la Malmaison

Conocí a John Abreu cuando estaba preparando un ensayo sobre la emigración, el retorno y el doble sentido de la saudade. Manejaba un título provisionaclass="underline" El deslugar. Él podía ofrecerme un valioso testimonio. Sus antepasados pertenecían al modesto campesinado que malvivía para pagar las rentas de los señores de la tierra. Su abuelo había emigrado a Cuba y, desde allí, a Estados Unidos. Trabajó de albañil en los rascacielos. John conservaba una fotografía en la que se veía a su abuelo en compañía de otros, sentados sonrientes allá en lo alto, en una viga de hierro, como estorninos sobre una rama.

Fue ese abuelo, cuando se jubiló, el que empezó con la manía de las rosas. Había comprado un pequeño terreno en Nueva Jersey. Ése era su sueño. Tener un pedazo de tierra, una huerta, donde esperar su final con una azada en la mano. Plantó legumbres y también construyó un co-rralillo en el que criaba gallinas y engordaba un pavo para el día de Acción de Gracias. Pero una señora irlandesa, con la que se había amigado tras enviudar, le regaló un día un injerto de rosa Cherokee. Y al verla florecer, el viejo Abreu se quedó asombrado, como si de repente descubriese la noción de belleza. Decidió prescindir de las legumbres y del corral y convirtió la finca en una rosaleda. Recorría viveros e invernaderos, asistía a exposiciones y concursos, compraba e intercambiaba rosales, y luchaba contra el oídio y la roya como si fuesen pestes que asolasen a su propia familia. Por las noches, pedía que le tradujesen y leyesen en voz alta un libro titulado Los misterios de la rosa.

Yo era su lector preferido, recordó sonriente John Abreu. Me daba un centavo por noche. En un capítulo se contaba cómo Cleopatra había recibido a Marco Antonio en un gran lecho de pétalos de rosa. Mucho le gustaba aquella historia. Y también la de otro amor con rosas por el medio, el de la emperatriz Josefina y Napoleón. ¿Usted ha oído hablar de la rosaleda de la Malmaison?

Le dije que sí, por supuesto. En realidad, yo no tenía ni idea de rosas, y menos de su historia. Pero la víspera, mientras le daba vueltas al caso John Abreu, le había echado un vistazo a una enciclopedia.

Uno de los mejores jardineros ingleses, un tal Kenedy, tenía un salvoconducto para atravesar las líneas francesas, y la misión de podar las rosas de la emperatriz.

Así es, asintió John Abreu, sorprendido y satisfecho con mi información. Josefina sobrellevó el repudio y la soledad entre las doscientas cincuenta especies de rosas de los jardines de la Malmaison.