A mí me tiene hechizado la leyenda de Creta, dije con el tono de un iniciado. Una isla de la antigüedad cubierta de rosas y que los navegantes descubrían por el aroma antes que por los ojos.
Yo esperaba una entusiasta aprobación. Era mi último recurso entre el anecdotario que había memorizado. Pero, con un rictus enigmático, John Abreu desvió la mirada hacia el fondo del jardín. En el atardecer de agosto, una perezosa bruma marina atravesaba el seto de tullas y envolvía en gasas los toldos transparentes de los invernaderos. La Malmaison adquirió el inquietante aspecto de un poblado futurista a la deriva.
Esta niebla me pone enfermo, dijo por fin John Abreu. Hiere de tristeza a los rosales. Hizo un gesto señalando la puerta de la vivienda. ¿Qué le parece si tomamos algo?
El salón estaba adornado por todas partes de floreros con rosas. Y también había una mujer. Era más joven que John Abreu, de unos cuarenta años, tez mestiza y con esa melancolía de las mujeres altas, delgadas y de brazos demasiado largos.
Mi mujer, Josefina.
No soy muy dado a impresionarme, desconfío de la belleza evidente, pero tampoco soy de piedra. Era atractiva y silenciosa como una modelo que hubiese dejado atrás la pasarela.
Ella es mi rosa azul.
Me pareció una metáfora apropiada, aunque cursi, pero en aquel momento no entendí todo su sentido. El algo para beber que me había prometido Abreu resultó ser, cómo no, una infusión de pétalos de rosa.
Tiene cuatro veces más vitamina C que la naranja, dijo Abreu, creo que con un poco de ironía.
Sorbí un trago de líquido ámbar. Sabía a orina vegetal. Volví la mirada hacia la dueña, aparentando una simple curiosidad, digamos científica.
La rosa azul, con perdón, no existe, ¿verdad?
Abreu esbozó una sonrisa.
Aún no me ha preguntado por qué he regresado. No creo que le sirva para una tesis sociológica. En realidad, regresé huyendo. Huyendo de una maldición.
Bebió un trago con calma, paladeando, como si fuese un bourbon que le ayudase a recordar.
Ese abuelo del que le he hablado, dijo por fin, se volvió loco con las rosas. Para ser exacto, enloqueció con la rosa azul. La tranquila afición de su vejez se convirtió en una competición contra el tiempo. Como un embrujado, día y noche experimentaba con híbridos imposibles. Se murió delirando. Convencido de que la había obtenido. Le dijo a mi padre: «Llama a la asociación de obtentores, que la registren, que ya la tengo. ¡La rosa azul Abreu!». Mi padre no llamó, claro. Heredó los rosales. Durante un tiempo, se despreocupó de ellas. Hasta que un amigo lo convenció de que las rosas podían ser mejor negocio que la venta de aspiradoras a domicilio. Nueva York estaba cerca y era el mayor mercado del mundo. Y, en efecto, fue un buen negocio. Aún no se ha inventado en este mundo nada mejor para regalar y quedar bien que una simple rosa. Mi padre compró más tierra y amplió las plantaciones. Se limitaba a las variedades más convencionales. Pero un día, como jugando, consiguió un híbrido, una hermosa variedad carmín a la que llamó Gloria Swanson. Ingresó en un club internacional de obtentores e hizo mucho dinero con los derechos de esa flor. Obtuvo varios híbridos más que le dieron una cierta celebridad en el mundo de la rosa. Por cierto, a uno de color cereza lo llamó Rosalía de Castro. Al principio, gozaba con esos éxitos, vivíamos una vida cada vez más confortable. Incluso pensó en invertir parte de aquel floreciente negocio en la producción cinematográfica, algo que le apasionaba. Pero un día llegó a casa, borracho, con el cuento de la rosa azul. Lo había embrujado.
John Abreu saboreó otro trago de aquella pócima.
Le voy a ahorrar detalles. Arruinado, abandonado incluso en su cuidado físico, una noche se pegó un tiro en la gran rosaleda de Nueva Jersey.
¡Esto está muy oscuro!, dijo de repente mi anfitrión. Había una sola lámpara encendida y la noche se proyectaba en grandes sombras de flor sobre las paredes. No me pareció apropiado hacer preguntas. Él cogió de la mano a Josefina.
Ya ve, dijo Abreu, he vuelto para cultivar rosas. Es todo lo que sé hacer. Pero creo que he vencido a la fatalidad. He encontrado mi rosa azul.
A pesar de los focos, en el exterior, al despedirme, Abreu y Josefina me parecieron dos lánguidas criaturas subacuáticas.
No era Creta, gritó cuando me subí al coche. La isla que perfumaba de rosas el mar era la de Rhodas.
Salí de la Malmaison en dirección A Coruña por la carretera de la costa. Era una noche de niebla espesa que mataba a dos palmos la luz de los faros. Por eso, cuando aquellos dos faros se me echaron encima y escuché un último estallar de cristales, pensé que era mi propio coche que había chocado con un espejo. Recuerdo que pasé aquella noche soñando que iba flotando, bocarri-ba en medio del mar, y que olía a colonia. De repente, mi cabeza tropezaba con algo blando, como medusa. Palpé con las manos. Era mi cuerpo muerto.
Me desperté angustiado por la anestesia y sólo supe que estaba vivo cuando ella, mi Josefina, pequeña, delgada e inquieta como maestra de párvulos, se acercó para darme un beso de rojo geranio.
Mi pobre loco, ¿por qué te dejaría marchar de noche con semejante niebla?
El nido de amor
El hombre iba delante, abriendo las ventanas con aire descuidado. Y también ellas, las ventanas, correspondían con una pereza de madera vieja y artrósica, a la que le afectan mucho los cambios de estación. Cuando alguna de las contras se resistía, el hombre reaccionaba con gruñidos de malhumor de tal forma que su refunfuñar tenía una naturaleza semejante al chirriar de las bisagras.
Pero la luz, que de repente iluminaba la casa con la avidez de quien lleva años a la espera, obró el milagro de que la mujer propietaria, hasta entonces una sombra silenciosa, se volviese locuaz, como un sonámbulo que despierta. Y ahora recorría la estancia sacudiendo el polvo y los fantasmas con la urgencia excitada de quien reconstruye los fotogramas de una valiosa película deteriorada y olvidada.
En medio de esa alianza de luz y pasado, nosotros éramos seres extraños, ocupantes involuntarios de una nostalgia ajena. Luisa y yo ya habíamos compartido esa sensación con anterioridad, en nuestra obstinada y esperanzada ruta inmobiliaria Pareja joven busca nido de amor.
Algunos propietarios enseñaban su casa con la distante seguridad de quien ya había enconirado mejor cobijo, liberándose así de un territorio que ahora les resultaba inhóspito. Pero otras mostraban en sus rostros y en la manera de guiarnos una inquietud culpable, arrastrando en sus pies, por el pasillo, una pesada cadena de resistencias y censura. Entonces nos sentíamos profanadores, cómplices de un acto de traición.
La mujer repentinamente habladora llenaba la vieja casa de gente ausente, de laboriosos difuntos. Una abuela que bordaba en la galería, acompañada por la sinfonía de un canario enjaulado. La criada coja que barría la cocina y bailaba solitarios tangos con la escoba. Las niñas que se probaban los trajes de fiesta de su madre, adornados de brillantes abalorios, y coqueteaban con el espejo.
La mujer propietaria iba abriendo con emocionado temblor las puertas de aquellos desvencijados armarios como si fuesen páginas de una vieja enciclopedia escolar. Estaban vacíos. Solamente había, en uno de ellos, un lecho de papeles roídos. El nido abandonado de una rata. La mujer cerró con espanto la puerta y regresó a su silencio. El hombre aprovechó aquella pesarosa retirada de la dueña para informarnos con rutinaria frialdad de las características de la vivienda.