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¡Ah, me olvidaba!, dijo con hastío. Arriba vive una inquilina. Muy vieja. Y además está muy enferma.

Y sentenció, con el gesto de quien decreta una máxima pena: No causará problemas.

Después de esto, nos pareció oír un adiós agónico y que un sonido de réquiem traspasaba el techo y una anciana ánima, junto con el viento, golpeaba con sus alas en el tejado.

Disciplinados, conteniendo nuestro asombro, tomamos nota de la superficie y dibujamos un sencillo plano. Luego intentamos apresurar la despedida.

Esperen. Nosotros también nos vamos, ordenó el hombre con la sequedad de quien lleva un uniforme bajo la piel.

Fuera, en la calle, la mujer miró con añoranza la fachada: ¡Siempre era la primera en recibir la luz del alba! Es la casa ideal para dos enamorados.

Creo que el hombre comprendió que no volveríamos. Miró para su frágil mujer con una extrañísima mezcla de odio y amparo. Y luego, como si viniese de firmar un bando de guerra, se dirigió a nosotros: ¡Tonterías! El amor no existe.

Seguiremos buscando.

O'Mero

Visito a Luzdivina. Hay que aumentarle la dosis.

Fuera, en la calle, junto a un parterre con ca-melio, hablo con su marido. Me dice que qué tal. Yo le digo que hay que estar preparado. Y él asiente: Claro, si no come es que…

Es gordo como un tonel. De hecho, anda dificultosamente. Se balancea al desplazarse.

Se llama O'Mero [12]. Apodo marinero. Me cuenta que engordó de repente, de un día para otro, tras dejar el mar. Como si lo hinchase el aire. Que antes era delgado y fibroso. De cuero curtido.

Yo tengo la culpa, afirma de repente.

¿La culpa de qué?

De su enfermedad.

Le dejo hablar. Cuenta que pasó toda su vida en el mar, siempre con ella en el pensamiento. Todos los días le dedicaba un tiempo a la foto de Luzdivina, como si le hiciese el amor. Y cuando volvía era la felicidad. Suele haber problemas, pero éste no era su caso. Estaban de verdad hechos el uno para el otro. Aquella mujer era un regalo de la vida que él no se merecía.

Todo iba bien, como la seda, hasta que se embarcó al atún en Madagascar. En Diego Juárez conoció a Beatrice.

Las mujeres allí, sentenció O'Mero, son las más lindas del mundo. Mestizaje entre India y África. Cuando llegas de la temporada de pesca, hay un lote de mujeres esperando por el barco. Es mucha la pobreza. Se van contigo por la comida y poco más. Y eliges. Eso sí, no se te ocurra despreciar a la elegida. Yo no quería, pero también elegí. Tiró de mí con la fuerza de su mirada. Tenía un arco iris en los ojos. Era muy joven, una chava-lita que llevaba una criatura de la mano. Mientras ella hacía vida conmigo en el barco, el niño esperaba en el muelle, sentadito, obediente y callado. De vez en cuando, ella bajaba y le daba comida de la que hacíamos. Le pregunté si el pequeño era su hermano. Y ella me respondió sombría: El crío es mío. No quise saber más.

Cuando estaba en el mar, busqué la foto de Luzdivina, pero lo que yo veía era el rostro de Beatrice. Se me había metido en el seso, con su piel de aceituna y sus ojos de arco iris, y no había manera de apartarla. Volvimos a las dos semanas y allí estaba, esperándome, con la criatura de la mano.

Nosotros no teníamos hijos. Se nos había muerto uno recién nacido, de ángel. Y no quisimos volver a pasar por aquella tristeza.

El caso es que volví a estar con Beatrice. Con ella a mi lado, perdía toda voluntad. ¡Qué cosa más linda! Era linda como un pecado. Y yo pensaba: la vida hay que vivirla. Pero luego en el mar me entró una tremenda desazón. Aquello que estaba haciendo era un crimen. O dos. No podía comer ni dormir. Y no me atrevía a mirar la foto. Cuando me decidí, no la encontré. Desde entonces cada vez que llegábamos a Diego Juárez, que ellos llaman Antsiranana, no salía del barco. Miraba por el ojo de buey del camarote y allí estaba Beatrice en el muelle con la criatura de la mano. Me iba a volver loco, así que hablé con el patrón, desembarqué, cogí el avión en Antananarivo hacia París y luego regresé a casa.

Pensé que todo iba a ser como antes. Cambiaría de destino, a Namibia o a donde fuese. Pero un día Luzdivina se me presentó con un espanto en los ojos. Traía su propia foto, rota en pedacitos y envuelta en un billete de francos malagays. Por lo visto, me había estado arreglando un pantalón y al descoser la bastilla se encontró con aquellos restos. Yo tenía el pecado escrito en la cara. ¿Qué iba a decir?

A los pocos días, se le descubrió la enfermedad, concluyó O'Mero. Mientras contaba su historia, había ido arrancando hojas del camelio.

La enfermedad no tiene nada que ver, le dije yo con firmeza para consolarlo. Nada. No es nada psíquico. No tiene relación en absoluto. Puede estar seguro.

¿Y yo qué hago si me pide un granizado de limón?, preguntó él de repente.

Dárselo. Déle todo lo que le pida.

Gracias, doctor.

He escuchado historias bastante más duras, pero, por alguna razón, el caso de O'Mero y Luzdivina me dejó muy afectado. Me encontraba destemplado y entré en un bar próximo para tomar algo caliente. Desde la ventana podía ver y oír el vals del mar. Me fijé en los pesqueros de vivos colores y pensé que no hay arquitectura humana más hermosa que la de los barcos. No sé por qué, pero se me ocurrió preguntarle al tabernero si había mucha gente de aquel lugar en Ma-dagascar.

Que yo sepa, nadie. Se han ido a muchos sitios, pero no a Madagascar.

Pero O'Mero estuvo allí, dije yo, aparentando familiaridad.

¿O'Mero? ¿Conoce usted a O'Mero? O'Mero se marea sólo con ver el mar. ¡No ha pisado ni un bote!

Lanzó una carcajada y luego dijo enigmático: Aquí es así, amigo. En tierra sólo quedamos los que no servimos para otra cosa.

[1] ¿Dónde has estado, que estás tan triste, hijo mío? / ¿Dónde has estado?

[2] Dos amores me sostienen la vida: / la patria y lo que adoro en mi hogar, / la familia y la tierra donde nací. / Sin estos dos amores no sé

[3] Que el mar también tiene mujeres, que el mar también tiene amores, está casado con la arena, le da cuantos besos quiere.

[4] Despierta y aviva, corazón / que tienes ante ti las flores de Saltón.

[5] «Las hojas secas caen al suelo», verso de una canción popular muy conocida en Galicia y Portugal, similar en el sentido a los versos de Jacques Prévert.

[6] No sé lo que me has dado / que no te puedo olvidar / de día en mi pensamiento / de noche en mi soñar.

[7] Teixeira de Pascoais, escritor portugués considerado como máximo representante del movimiento saudosista.

[8] De todos los amores el vuestro escojo: / mis damas giocondas… / Le temps s'en va! / Le temps s'en va!… (fragmento de un «Rondeau» de Alvaro Cunqueiro).

[9] ¡De lo mejor del país, / blanca camelia y flor de lis!

[10]¡Eh tú, reina de Galicia, / la que me matas, / emigrante gioconda, / vieira peregrina, / rosa del mar, / cuida de mi vida, amor / cuida de mi vida!

[11] En castellano en el original.

[12] En gallego, juego de palabras entre O'Mero («El Mero»), apodo del personaje, y el antropónimo homófono «Homero».