Un día él y Gandón dejaron de hablarse. Nadie se lo ordenó explícitamente, pero fue como si ambos escuchasen a un tiempo un mandato ineludible surgido de las visceras más recónditas de sus respectivas casas. Fue tras la confirmación, cuando el auxiliar del obispo vino a la parroquia y les impuso una cruz de ceniza en la frente. Al regresar de la iglesia ya no se hablaron y por el camino fueron distanciándose a propósito.
Chemín, ahora tumbado en el lecho, se llevó la mano a la frente e hizo la señal de la cruz. La cruz no tenía nada que ver en el pleito entre los Chemín y los Gandón. Sólo era la forma que tenía el recuerdo. El silencio entre él y Gandón, la conciencia de implicarse en un resentimiento heredado, cobró cuerpo cuando el hombre empezó a apropiarse del niño. El día de la confirmación les pusieron por vez primera pantalón largo. Y dejaron de hablarse justo cuando les cambiaba la voz y de la garganta les salían gallos que no dominaban. Poco después notarían con cierta sorpresa que ya se les permitían las blasfemias en público.
Aquellos dos niños que un día habían sido amigos desaparecieron por el desagüe de la memoria, que tanto sirve para recordar como para olvidar. Para Chemín el viejo, tumbado en el lecho, de aquel tiempo sólo quedaba, como imagen congelada, el brillo húmedo del arco iris en la piel de los amales.
Había seguido viendo a Gandón, claro, con mucha frecuencia. El hombre que le había crecido dentro tenía una mirada que a él le parecía dura y sombría, como la huerta en la que el otro se adentraba nada más traspasar la verja. Más tarde, Gandón empezó a trabajar de peón en las obras de una lejana carretera. Sólo lo veía los domingos, y le pareció un tipo extraño, un forastero al que nunca hubiese tratado. Cuando se cruzaban, se apartaban el uno del otro como si también quisiesen evitar el contacto entre sus sombras.
Recostado en el lecho, Chemín volvió a ver a los dos niños. Estaban a la puerta del cielo, ante san Pedro. Éste, como un meticuloso guardia de aduanas, les contaba los lagartos amales uno por uno. Parecía que no le cuadraban los números. Finalmente, miró a los niños con altiva mirada de funcionario y les dijo:
– ¡Son pocos lagartos! Bajad y traed más.
Y los niños echaron a andar cabizbajos por un sendero descendiente, tropezando con los zuecos en los guijarros, y con el peso abrasador de la losa solar en sus espaldas.
¿Vamos a pescar truchas a mano?, dijo el pequeño Chemín. A lo mejor, una trucha vale en el cielo lo que tres lagartos.
Pero el pequeño Gandón no le respondió. De repente, había crecido. Era un hombre rudo y silencioso, sumido en sí mismo. Sus brazos y su rostro tenían el barniz resinoso de la intemperie. Al llegar al crucero, escupió en el suelo y tomó el camino contrario sin despedirse.
Adiós, Gandón, dijo con pena Chemín.
Cuando emigró a Suiza, su primer empleo fue en la construcción de un túnel en el Ticino. Eran por lo menos trescientos obreros horadando el vientre de la montaña. Chemín tenía de jefe un capataz italiano muy llevadero. Cuando se acercaba un ingeniero, les gritaba con energía «¡Lavorare, lavorare!». Cuando marchaba, guiñaba un ojo y decía con una sonrisa picara «¡Piano, piano!». Una mañana llegó un nuevo grupo de obreros y Chemín se dio cuenta, por la forma de hablar, que la mayoría eran gallegos. Entre ellos, como una feliz aparición, descubrió a Gandón. Fue hacia él y lo saludó con alegría. El vecino pareció dudar, pero luego torció la mirada como quien muestra desprecio a un delator y siguió los pasos de su grupo. Durante meses se cruzaban y se repelían instintivamente. Hasta que un día Chemín se dio cuenta de la ausencia de Gandón, como si dejase de sentir el olor otoñal de un borrajo. Hacía un frío de mucho bajo cero. En la boca del túnel, el lienzo de la nieve flameaba como un sudario. Preguntó por él y un conocido de Camarinas le informó de que lo habían bajado a un hospital. Que le habían reventado las muelas al beber el agua helada de un manantial. Bebe leche, Gandón. Pero no. Sólo bebía agua. Le tengo alergia a la leche, decía. Tampoco probaba el queso ni la mantequilla. Ésa era la base de la dieta en el comedor de la empresa. Pasaba hambre, dijo el de Camarinas. Cagaba blanco como las gaviotas. No creo que vuelva.
En la huerta de Chemín había también un nogal. Su padre le había contado que cada año crecía la altura de un hombre, pero que no daba Eruto. Comenzó a dar nueces cuando él nació.
Un día supo, de forma indirecta, por una conversación de vecinos, que aquel nogal había sido la causa de la discordia entre los Chemín y los Gandón. En realidad, él mismo era parte fundamental de la historia.
El padre de Chemín se había casado de viejo con una muchacha muy hermosa. María da Gracia, su madre, era hija de soltera, había trabajado desde niña de criada, pero no por eso tenía pocos pretendientes. Ella misma era la mejor dote que un labrador podía desear. En la folia del maíz cantaba tangos y boleros y la gente arrancaba al compás las rugosas y ásperas hojas de las mazorcas como si fuesen pétalos del Corpus. Cuando el viejo Chemín y María da Gracia se casaron, los mozos más resentidos no dejaron de cantar coplas y agitar cencerros y latas toda la noche ante la casa.
Ya habían pasado tres años y María da Gracia no tenía descendencia. Eran un buen tema de comentario para los más chismosos, pero la pareja se mostraba siempre feliz como las tórtolas en primavera, Fue entonces cuándo sucedió el caso del nogal. El árbol crecía con el ímpetu de un sauce en la ribera, pero sin dar un solo fruto. Alguien le dijo a Chemín que lo que tenía que hacer era varearlo. Azotar las ramas con una vara antes de que brotasen las hojas. Golpearlo sin romperlo. El árbol, por decirlo así, entendería el mensaje. Y eso fue lo que hizo aquel día de sol primerizo en el que todo parecía estar al acecho. Con la camisa blanca y el chaleco negro, a la vuelta de misa, sacudió el nogal. Notó las gotas de sudor en la frente y, por la huerta vecina, pasó a su altura el viejo Gandón. Y dijo en voz alta: Así tenías que hacer con tu mujer, Chemín, sacudirla bien sacudida. ¡A ver si da nueces! Gandón tenía cinco hijos.
El viejo Chemín no respondió. Apoyó la vara en el tronco del nogal, entró en casa y bebió un cazo de agua del cubo de roble herrado. Después le dijo a María da Gracia: No me preguntes por qué, no te lo puedo decir, pero por favor, nunca más les dirijas la palabra a los Gandón. María da Gracia entendió. El suyo era un hombre noble. Le atraía ese su señorío natural.
Un año después, nacía el pequeño Chemín. Todo esto refrescaba en su memoria cuando ocurrió lo del enjambre. Pero esta vez el recuerdo había retornado con un odio que él nunca había sentido. Era una hiedra que le ahogaba el pecho, que se ceñía a la nuez de su garganta y le transformaba el habla en un sonido ronco, en monosílabos duros que caían como pedradas en el estanque siempre tranquilo que rodeaba a Pilar. Ella notó enseguida aquel cambio de carácter pero lo atribuyó al tiempo, a aquella primavera enloquecida con noches de luna tan luminosas como un día amarillo, que hacían cantar a los gallos por la noche y traían exhaustos los cultivos con un insomnio febril.
Chemín no le había contado a nadie, ni a ella, lo que había sucedido con el enjambre.
El fin de semana anterior había notado mucha inquietud en una de las colmenas. Era un enjambre muy bueno. Daba una miel oscura, con sabor a romero, porque él era capaz de distinguir los matices misteriosos de la dulzura, las dosis de bosque y flor que había en una cuchara-dita. Las colmenas siempre habían sido una parte destacada de la hacienda familiar. Eran como una vacuna secreta a la que se le atribuía la longevidad del clan. Enterró a su padre a los noventa años, y no lo había matado la enfermedad sino la pena por la pérdida de María da Gracia. Si ella viviese, murmuraba, yo no moriría nunca. Pero a ella la había matado, un día de feria, aquel maldito coche conducido por un borracho.