En cama, Chemín escuchó por fin la campana. Muy despacio, con el acento de un cantor ciego, la campana de la parroquia decía Gan dón, Gan dón.
Su hijo, su querido Yeyé, abrió la puerta de la habitación y le dijo en la penumbra: ¿Sabes, papá? Dicen que Gandón ha muerto.
Él abrió mucho los ojos para abrazar a su hijo con la mirada. Escuchaba su voz cada vez más lejos, por más que él se le acercaba y lo llamaba a gritos.
¡Papá! ¡Papá! ¿Qué tienes, papá? ¡Por Dios, papá!
Volaba, volaba envuelto en el terciopelo del enjambre. ¿Por qué dejaban la colmena? ¿Por qué las abejas no se quedaban en la rama del nogal? Quiso preguntar algo más, pero la vieja reina estaba sorda.
La novia de Liberto
Mi amigo Eloy tenía un muñeco de ventrílocuo al que llamaban Liberto.
Vestía, el muñeco, un pantalón de peto de color azul, de tela de mahón, y una camisa de franela a cuadros rojos y blancos. Liberto vivía en una maleta. Allí pasó muchísimos años sin ver la luz, como un topo en el desván, después de que hubiese desaparecido su verdadero dueño, un tío abuelo de Eloy, conocido por Rubí, que tenía ese don de hablar con la barriga y sin mover los labios.
Lo que sabemos de Rubí, por lo poco que nos contaron, es que era un zapatero habilidoso y un solterón muy juerguista en su tiempo libre. Recorrió todas las tabernas de la comarca con su compañero Liberto, que él mismo había construido, y pagaba aguardiente para dos, aunque se la bebiese él toda. Rubí tenía un hablar tranquilo y socarrón pero, en la voz de Liberto, era todo chispa y no se mordía la lengua. El final de la historia de Rubí es que había tenido que huir durante la guerra, lo que hizo por la frontera de Portugal, y que lo habían dado por muerto pues no se volvió a tener noticia de él.
Liberto retornó al mundo gracias a nosotros.
Mis padres iban siempre de vacaciones a Cardarás, donde habían nacido. Vivíamos en casa de Aurora, mi tía, que había heredado la casa de los abuelos. Excuso decir que Aurora tenía buen corazón, pero un genio endemoniado. Era soltera, pero nada juerguista. Al contrario. Nos recibía con los brazos abiertos y bandejas rebosantes de comida, pero los niños eran para ella como esa especie de duendes que por la noche mean en el cazo de la leche. Desde pequeño, durante esas vacaciones, mi hogar natural era la casa de Eloy. Allí los niños eran bienvenidos e incluso celebrados por sus travesuras.
Un día, rebuscando con Eloy en el desván, abrimos la maleta en la que vivía Liberto. Nos miró de frente con sus ojos de esmalte azul, y Eloy cerró la maleta, en un reflejo de espanto.
Era el atardecer de un domingo y los mayores estaban en la cocina viendo un programa que se llamaba Reina por un día. En casa de Eloy había televisión porque la había traído su padre de Alemania, donde trabajó de ebanista en una fábrica de muebles. Se reunían muchos vecinos como si fuese un cine.
En el programa Reina por un día aparecía siempre una mujer que lloraba mucho con la emoción. Se notaba que las mujeres que miraban la televisión también estaban a punto de llorar.
Mamá, dijo Eloy tirándole de la manga, ahí arriba hay un hombrecito.
Sí, hijo, sí, dijo su madre. Y siguió viendo como si nada Reina por un día.
Nosotros también miramos. A la mujer de. la televisión le hacían regalos, uno por cada hijo. Y decían que había tenido dieciséis. Así que no me extrañaba que llorase de emoción, con aquellos dieciséis paquetes con lacito delante de sus ojos.
Pasaron los minutos, y Eloy y yo perdimos el interés, así que volvimos al desván. Nos aproximamos a la maleta con mucha cautela, como si fuese una ratonera. Después, puestos de acuerdo por instinto, comenzamos a golpearla con puñetazos y patadas. Fui yo quien se atrevió a pegar la oreja al forro.
¿Oyes algo?, preguntó Eloy.
Un lamento. Parece que se queja, inventé yo.
Haciéndome el valiente, como si fuese uno de los del barrio de Katanga, que reventaban todas las verbenas de Coruña, abrí la maleta. Sus ojos de esmalte azul se clavaron en mí como dos faros en noche cerrada.
Fue entonces cuando noté aquel runrún en el estómago. Me estaba naciendo viento. Y ese viento crecía sin yo quererlo, como el fuelle de una gaita, y luego hablaba por mí.
¡Manda carajo!, dijo el muñeco. ¡Vale más tarde que nunca!
Años después, en un libro, descubrí el caso de Tom, un irlandés americano que comió un plato de lentejas tan calientes que le quemó el esófago, y de la investigación que de su caso hizo el profesor Stewart Wolf, de Oklahoma. Recuerdo el lugar porque siempre me ha gustado decir ¡Oklahoma! A Tom habían tenido que hacerle un agujero en el estómago para introducirle la comida. Pues bien, por ese agujero el doctor Wolf pudo comprobar, en un estudio que duró años, la relación entre el estómago y las emociones. En sentido literal, el alma habita el estómago y no el corazón. Debe ser por la amplitud, y porque el alma es muy glotona.
Aquel día, en el desván, Eloy y yo nos miramos con más sorpresa que miedo. El muñeco me parecía ahora un bicho maravilloso llegado de un lejano planeta. Un extraño valor, quizá el haber pensado en la banda de los de Katanga, me llevó a cogerlo en brazos. Pesaba como una osamenta de enano. Sin mediar ninguna intención, miré para Eloy y escuché de nuevo aquella voz de viejo cascarrabias que me salía de dentro.
¡Hola, Jorobadito!
A Eloy se le abrieron los ojos como si escuchase la burla de un diablo. Así era el apodo por el que era conocida su familia en privado, aunque se evitase usarlo en público. Los Jorobados. Era una cosa que venía de lejos. Ahora, nadie de la familia tenía joroba. El último jorobadito había sido precisamente Rubí. La gente le pasaba la mano por la espalda porque daba buena suerte, y se cuenta que entonces el muñeco Liberto decía cabreado: ¿Por qué no os la metéis en el culo?
Cuando bajamos con el muñeco, los mayores estaban todos atentos a la pantalla con un brillo de lágrima retenida en los ojos. Era la escena final de Reina por un día. En principio, no le prestaron atención al bulto que traíamos. Una vez más, se me llenó el fuelle del alma y exploté sin querer.
¡Pobre reina la reina por un día!, exclamó el muñeco.
Recuerdo muy bien aquella mirada colectiva. Yo había hecho frente a esa amenaza, pero de manera individual, encarnada, por ejemplo, en la mirada fulminante de la tía Aurora, tras pisar su alfombra turquesa con barro en los zapatos.
¡Qué simpático!, decía. Y sus ojos me atravesaban como alfileres.
Pero ahora eran un par de docenas de ojos enojados los que me tenían por objetivo. Mucho más tarde, por aquello de decir lo que no debía en campo equivocado, llegaría a definir aquella sensación. Era el Efecto Guadaña.
¡Tranquilidad, tranquilidad!, dijo entonces el muñeco para disculpar la interrupción.
¡Ay, por los clavos de Cristo! ¡El Liberto!
Fue la abuela de Eloy, con su mirada miope, la primera de todo el corro que reconoció el muñeco. La televisión quedó como un chisporroteo de fondo. Liberto era ahora el celebrado centro de la reunión, iba de brazo en brazo e incluso le dieron a probar el anís, pero no volvió a hablar en aquel atardecer que se hizo noche y luego sueño.
Regresamos cada año de vacaciones. De vez en cuando, Eloy y yo subíamos al desván para abrir la maleta y charlar un poco con Liberto. Le contábamos a nuestra manera las novedades de Gardarás y las revelaciones de la vida. Y muchas veces él decía desde mi barriga: ¡Manda carajo!
El año pasado fue la última vez que estuve con Eloy. Y con Liberto. Este año no volveré. Creo que no volveré jamás.