El obispo acudió a la montaña para la fiesta de la confirmación. Se celebró un gran banquete campestre. Las gaitas sonaron como gorjeos carnales de la tierra. Pero a los postres, cuando todos paladeaban el almíbar de los melocotones, se hizo un silencio y Mundo, el patriarca de aquel lugar, se dirigió a monseñor.
Tenemos un buen cura, señor obispo. Lástima que no esté capado como los bueyes.
Al día siguiente, Fermín tenía un nuevo destino.
¿Qué habría sido de Ana? El se marchó del motel como un fugitivo, como un marido putero al que su mujer esperaba haciendo punto de cruz ante el televisor. Recogió precipitadamente su cepillo de dientes, su ropa interior y no dijo palabra, con el sabor del salitre del pecado en el labio inferior.
Mi alma, pensó, son esas piedras amontonadas tras la catedral. Los dados de Dios. Un póquer fallido.
Braceó en el aire, espantando las motas de polvo. Y después entró en la Santa Basílica para oficiar el funeral.
Cuando alzó el cáliz con el vino de la consagración, descubrió a Ana entre los fieles. Atalaya davídica es tu cuello, bien guarnecida de almenas. Tus pechos son como crías gemelas de gacela pastando en los lirios.
Al beber la sangre de Cristo, notó el tic tembloroso, incontrolable, en su labio inferior. Ahí está, pensó. Ella, el alma. La maldita alma.
Charo A'Rubia
Me llamo Antonio Ventura y soy alcohólico.
Ése era el ritual de presentación en la Unidad de Ayuda y Autoestima de Monelos. Todos habíamos dicho aquella frase como quien arranca un tapón de corcho atascado en la garganta. El tapón giraba en una fatídica ruleta que nos apuntaba con su flecha. Pero durante varios días sentías vértigo y, cabizbajo, posabas tus ojos de plomo en el eje, justo en el centro del círculo, rogándole a Dios que el puntero de la rueda no girase en tu dirección.
Alzar la mirada, ir descubriendo a los otros, decía el psicólogo, era subir un primer peldaño en el retorno a la vida. Hay quien introduce barcos en una botella. También he visto quien mete escaleritas. Pero el arte que más cautiva es el de meterse uno mismo. Cuando la botella se seca y tú estás dentro, echas de menos no tener la compañía de un barquito o una escalenta. La vida, desde el fondo de la botella, es como el haz de luz de una linterna de policía en los ojos.
A mí me costó mucho, muchísimo trabajo, alzar la mirada, quizá porque no tenía ningún interés en hacer esa ruta de regreso a la vida. Me daba más miedo la gente que la bebida. Lo que pasa es que había llegado a un punto en que la bebida me hacía ver cucarachas en todas partes, en las sábanas de la cama, en los posos del café y en las comisuras de las uñas. Y bien sabe el Demonio que le tengo más miedo a las cucarachas que a la gente. En un tiempo estuve en un barco en el Gran Sol, el Lady Mary. Era un nido de cucarachas. No dormí en quince días. Estaba convencido de que si me dejaba vencer por el sueño, un ejército de cucarachas me abrirían la boca y harían su guarida en mis visceras.
Antonio Ventura no miró para abajo la primera vez que se presentó.
Me llamo Antonio Ventura y soy alcohólico.
Dijo que era alcohólico con la resuelta naturalidad de quien se declara dueño de una bodega o de una destilería. Aún más, como quien dice que es católico. Lo miramos con inquietud y prevención, convencidos todos de que efectivamente estaba borracho. Pero no. En realidad, nunca entendí muy bien qué rayos hacía Antonio Ventura en la Unidad de Ayuda y Autoestima, antes llamada Asociación de Exalcohólicos. Si yo fuese un tipo sano, si yo fuese como Dios manda, si yo volviese a nacer, me gustaría ser Antonio Ventura.
En las sesiones de terapia, cuando nos tocaba el turno, la mayoría de nosotros sufría para vencer la vergüenza. Yo me retorcía las manos sin querer y los dedos se me enroscaban dolorosa-mente como si fuesen serpientes heridas. Tenía un estropajo en la lengua y balbuceaba cosas que me arañaban los labios. Enfrente, Antonio Ventura deletreaba mis palabras con ansia. Permanecía al acecho, ayudando con los ojos, como un intérprete de sordomudos. Y cuando le tocaba a él la sesión de terapia, parecía que el mundo había dejado de ser un caos. La vida, en aquel preciso instante, tenía sentido. Y yo sentía sed. Sed de la fuente de la que nacen los ríos.
Un día hablamos del llorar. El llorar es bueno, dijo el psicólogo.
El puntero de la ruleta, felizmente, apuntó en la dirección de Antonio Ventura.
Hay muchas formas de llorar, dijo Antonio Ventura. Pero la primera vez que oí llorar, llorar de verdad, la primera vez que dije esto es llorar, fue cuando lloró Charo A'Rubia en el cine Rex. Ponían Capitanes intrépidos, una película en la que trabajaba Spencer Tracy, que también había hecho de Thomas Alba Edison, el que inventó la luz. Me encantaba cuando inventaba la luz. Bien, pues en la película esta de Capitanes intrépidos Spencer Tracy hacía de pescador en Terranova. Era la historia de un niño hijo de un padre muy rico que va en un barco que naufraga, y es rescatado por un bacaladero. Por aquel entonces no era como hoy, no había forma de mandar aviso, ni los pescadores podían volver de vacío por muy niño rico que fuese el náufrago. Así que el niño rico tuvo que seguir hasta el final. Era un auténtico repugnante aquel niño rico. No quería echar una mano y amenazaba con las represalias de su padre cuando volviesen a puerto, todo porque le hacían limpiar la cubierta o pelar unas patatas. El pescado no acudía y algunos hombres empezaron a murmurar que la culpa era de aquel mocoso, que había traído una maldición. Y ahí entra Spencer Tracy, que en la película se llamaba Manuel y era portugués. Pues bien, este Manuel, poco a poco, va haciendo entrar en razón al chaval. Con pocas palabras le descubre un mundo desconocido. El verdadero sentido del valor y del trabajo. Aquellos hombres, rudos y sin estudios, reaparecen a los ojos del niño como héroes. Manuel era para él una especie de Ulises que pescaba bacalao y, al mismo tiempo, la figura del padre que no había tenido, alguien que le enseñaba a luchar en la vida codo a codo. Claro está que tenía a su padre en tierra, pero no era un Ulises sino un señor Dólar. El chaval deja de ser un intruso caprichoso y pasa a ser el grumete, el niño del barco. Y el pescado acude a mansalva.
Yo también era un niño cuando vi aquella película, dijo Antonio Ventura. Mucho más pequeño que el de la película. Los pies me colgaban de la butaca. Lo recuerdo todo como si fuese hoy. Era la tarde de un domingo de febrero, uno de esos días agripados, de luz doliente, que empalman una noche con la otra. El mar rompía en el espigón queriéndose salir, con la furia de una bestia en las tablas del cercado. Yo llevaba un abriguito de cheviot de bolsillos muy profundos y, camino del cine, no sacaba las manos, muy apretadas las monedas de real, por miedo a que me las llevase el viento del nordeste como si fuesen dos petirrojos.
Y allí estábamos todos, dijo Antonio Ventura, sumergidos en la oscuridad del cine Rex, encogidos en las butacas, con las llamas de la pantalla lamiéndonos la cara. El pescador Manuel tocaba una zanfona y le cantaba al niño rico con un cariño que nos daba envidia.
¡Ay mi pescadito deja de llorar! ¡Ay mi pescadito no llores y a más!
Y entonces fue cuando Charo A'Rubia lloró.
Era el suyo al principio un llorar manso que se confundía con el gemido melancólico de la zanfona. Me di cuenta porque ella estaba muy cerca, justo a mi lado, dijo Antonio Ventura. Cogió un pañuelo blanco y trató de contenerse tapándose los ojos. Pero el llanto iba a más hasta que sus sollozos desbordados ocuparon todo el cine como si saliesen de la propia pantalla. Las cabezas giraron pero después volvieron a su sitio. Los mayores se llevaron el índice a los labios para acallar las preguntas inquietas de los niños. Lloraba Charo A'Rubia y hasta pareció que Spencer Tracy dejaba la zanfona para mirar con melancólica lástima hacia el patio de butacas. Me estremezco al recordar aquel llanto, el mar de lágrimas cayendo sin consuelo, salpicando mi abriguito de cheviot.