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Se sonó fuerte con su pañuelo, primero un lado y luego el otro, mientras con el dedo índice clausuraba el conducto opuesto, hasta estar seguro de que su nariz se hallaba limpia de mucosidades y aguadija. Entonces, en la mano izquierda la lupa de filatelista que le servía para explorar las postales y grabados eróticos de su colección y para las minucias del aseo, y en la mano derecha la tijerilla de, uñas, procedió a emancipar sus narices de esos pelillos antiestéticos cuyas negras cabecitas ya comenzaban a asomar al exterior, pese a haber sido decapitadas hacía sólo siete días. La tarea demandaba la concentración de un miniaturista oriental a fin de llevarla a cabo con felicidad y sin cortarse. A don Rigoberto le producía un apacible sosiego espiritual, poco menos que el estado de «vacío y plenitud» descrito por los místicos.

La férrea voluntad de domeñar las ingratas arbitrariedades de su cuerpo, obligando a éste a existir dentro de ciertas pautas estéticas, sin desbordar unos límites fijados por su soberano gusto -y el de Lucrecia, en cierto modo- gracias a unas técnicas de extirpación, recorte, expulsión, riego, frote, tonsura, pulimento, etcétera, que había llegado a dominar como un eximio artesano su oficio, lo aislaba del resto de los hombres y le producía esa milagrosa sensación -que cuando se reuniera en la oscuridad de la alcoba con su mujer alcanzaría su apogeo de haber salido del tiempo. Algo más que una sensación: una certidumbre física. Todas sus células estaban en este instante liberadas -chas chas hacían las hojas plateadas de la tijerilla y chas chas los cercenados pelitos bajaban lentos, ingrávidos, por el aire chas chas desde sus narices al remolino de agua del lavador chas chas-, suspendidas, absueltas del deterioro del acaecer, de la pesadilla del siendo. Esa era la virtud mágica del rito y los hombres primitivos lo habían descubierto en los albores de la historia: convertirlo a uno, por ciertos instantes eternos, en puro estar. Él había redescubierto esa sabiduría a solas, por su cuenta y riesgo. Pensó: «La manera de sustraerse momentáneamente a la ruin decadencia y a las servidumbres edilicias de la civilidad, a las convenciones abyectas del rebaño, para alcanzar, por un breve paréntesis al día, una naturaleza soberana». Pensó: «Esto es un anticipo de inmortalidad». La palabra no le pareció excesiva. En este instante se sentía -chas chas, chas chas- incorruptible; y, pronto, entre los brazos y piernas de su esposa, se sentiría un monarca. Pensó: «Un dios».

El cuarto de baño era su templo; el lavador, el ara de los sacrificios; él era el sumo sacerdote y estaba celebrando la misa que cada noche lo purificaba y redimía de la vida. «Dentro de un momento seré digno de Lucrecia y estaré con ella», se dijo. Contemplándola, habló a su robusta nariz en tono cálido: «Te digo que muy pronto estaremos tú y yo en el paraíso, mi buena ladrona». Sus dos orificios se abrieron, golosos, husmeando el futuro. Pero en vez de los prensiles aromas íntimos de la señora de la casa, olieron el aséptico olor de agua y jabón con que don Rigoberto, mediante complicadas aspersiones manuales y equinos movimientos de cabeza, se acicalaba ahora el interior ya podado de sus narices.

Terminada la parte delicada del rito nasal, su mente pudo abandonarse de nuevo al fantaseo y asoció, de pronto, el inminente tálamo matrimonial, donde Lucrecia yacía esperándolo, con el impronunciable nombre del historiador y ensayista holandés Johan Huizinga, uno de cuyos ensayos le había llegado al corazón, persuadiéndolo de que había sido escrito para él, para ella, para ellos dos. Enjuagándose el alma de la nariz con agua pura mediante un gotero, don Rigoberto se preguntó: «¿No es nuestra cama el espacio mágico del que habla Homo Ludens?». Sí, por antonomasia. Según el holandés, la cultura, la civilización, la guerra, el deporte, la ley, la religión, habían brotado de ese territorio convencional, como arborescencias y frondosidades, felices algunas, perversas otras, de la irresistible propensión humana a jugar. Divertida teoría, sin duda; sutil también, pero seguramente falsa. Sin embargo, el púdico humanista no profundizó aquella intuición genial aplicándola al dominio que la confirmaba, donde casi todo se esclarecía gracias a su luz.

«Espacio mágico, territorio femenino, bosque de los sentidos», buscó metáforas para el pequeño país que habitaba en este momento Lucrecia. «Mi reino es una cama», decretó. Estaba enjuagándose las manos, secándoselas. El vasto colchón de tres plazas permitía a la pareja moverse con comodidad en una dirección o en otra y estirarse e incluso rodar en semoviente y alegre abrazo sin riesgo de rodar al suelo. Era mullido pero tenso, de resortes firmes y tan perfectamente nivelado que los cuerpos podían deslizar por él cualquiera de sus miembros sin encontrar la menor aspereza u obstáculo que conspirara contra determinada gimnasia, posición, temeridad o broma escultórica durante los juegos amorosos. «Abadía de la incontinencia», improvisó don Rigoberto, inspirado. «Colchón jardín donde las flores de mi mujer se abren y arrojan para este privilegiado mortal sus esencias secretas».

Vió que, en el espejito, sus narices se habían puesto a latir como dos pequeñas fauces hambrientas. «Déjame respirarte, amor mío.» La olería y respiraría de pies a cabeza, con esmero y tesón, demorándose mucho en ciertas partes de aroma propio y particular y apresurándose en otras, insípidas; nasalmente la escrutaría y amaría, oyéndola protestar a veces entre risitas sofocadas:

«Ahí, no, mi amor, me haces cosquillas».

Don Rigoberto sintió un ligero vahído de impaciencia. Pero no se apresuró: quien espera no desespera, se prepara para gozar con más discernimiento y saber.

Llegaba a las postrimerías del ceremonial cuando, proveniente del jardín, filtrándose por entre las junturas de los cristales, subió hasta sus narices el penetrante perfume de la madreselva. Cerró los ojos y aspiró. Era un perfume sedicioso el de esta trepadora incoherente. Permanecía muchos días cerrada sobre sí misma, sin librar su aroma verde, como atesorándolo y recargándolo, y, de pronto, en ciertos momentos misteriosos. Del día o de la noche, en razón de la humedad del ambiente, o de los movimientos de la luna y las estrellas, o de ciertos discretos cataclismos ocurridos allá debajo, en el seno de la tierra donde se aposentaban sus raíces, descargaba sobre el mundo ese vaho agridulce y turbador que hacía pensar en mujeres morenas, de cabelleras largas y ondulantes y en danzas en las que, en el desenfrenado remolino de las faldas, se divisaban muslos satinados, nalgas prietas, tobillos finos y, fuego fatuo veloz, la madeja de un frondoso pubis.