Y, sin transición, en uno de esos intempestivos cambios de tono y de tema en los que parecía subir o bajar muchos peldaños en la escalera de la edad, añadió:
– ¿No se estará haciendo tarde para ir al aeropuerto a recoger a mi papá? Qué pena le dará si no llegamos.
Lo que ocurría entre ellos no había alterado en lo más mínimo -por lo menos, ella no lo advertía- la relación de Alfonso con don Rigoberto; a doña Lucrecia le parecía que el niño quería a su padre igual y acaso más que antes, a juzgar por las muestras de cariño que le daba. Tampoco parecía experimentar ante él la menor incomodidad o mala conciencia. «Las cosas no pueden ser tan sencillas y salir todo tan bien», se dijo. Y, sin embargo, hasta ahora lo eran y salían a la perfección. ¿Cuánto más duraría esta armoniosa fantasía? Otra vez volvió a decirse que si actuaba con inteligencia y cautela nada vendría a trizar la ilusión encarnada que se había vuelto para ella la vida. Estaba segura, además, de que, si esta enrevesada situación se mantenía, don Rigoberto sería el dichoso beneficiario de su felicidad. Pero, como siempre que pensaba en esto, un presentimiento echó una sombra sobre esa utopía: las cosas sólo ocurrían así en las películas y en las novelas, mujer. Sé realista: tarde o temprano, acabará mal. La realidad nunca era tan perfecta como las ficciones, Lucrecia.
– No, todavía tenemos tiempo, mi amor. Faltan más de dos horas para la llegada del avión de Piura. Si es que no se atrasa.
– Entonces, voy a dormirme un rato, qué flojera tengo -bostezó el niño. Ladeándose, buscó el calor del cuerpo de doña Lucrecia y recostó la cabeza en su hombro. Un momento después, con voz apagada, ronroneó-: ¿Tú crees que si me saco el premio de excelencia a fin de año, mi papá me comprará la moto que le pedí?
– Sí, te la comprará le contestó, estrechándolo con delicadeza y arrullándolo como a un recién nacido-. Si no te la compra él, lo haré yo, no te preocupes.
Mientras Fonchito dormía, respirando pausadamente -ella podía sentir, como ecos en su cuerpo, los simétricos golpes de su corazón-, doña Lucrecia permaneció inmóvil para no despertarlo, sumida en una quieta modorra. Semidisuelta, su mente vagabundeaba entre un corso de imágenes, pero, cada cierto tiempo, una de ellas cobraba fuerza y se fijaba con un halo insinuante en su conciencia: el cuadro de la sala. Lo que le había dicho el niño la inquietaba un poco y la llenaba de misteriosa desazón, pues sugería en esa fantasía infantil unas profundidades mórbidas y una agudeza insospechadas.
Más tarde, luego de levantarse y desayunar, mientras Alfonsito se duchaba, bajó a la sala y estuvo contemplando el Szyszlo largo rato. Fue como si nunca lo hubiera visto antes, como si el cuadro, igual que una serpiente o una mariposa, hubiera mudado de apariencia y de ser. «Ese niñito es cosa seria», pensó, turbada. ¿Qué otras sorpresas escondería esta cabecita de diosecillo helénico? Esa noche, después de haber recogido a don Rigoberto en el aeropuerto y de haberlo escuchado relatar su viaje, abrieron y celebraron los regalos que les traía a ella y al niño (lo hacía en cada viaje): natillas, chifles y dos sombreros de paja fina de Catacaos. Después, cenaron los tres juntos, como una familia feliz.
La pareja se retiró a la alcoba temprano. Las abluciones de don Rigoberto fueron más breves que otras veces. Al reencontrarse en el lecho, los esposos se abrazaron apasionadamente, como después de una larguísima separación (en realidad, apenas tres días y dos noches). Siempre era así, desde el matrimonio. Pero, luego de los escarceos iniciales en la oscuridad, cuando, fiel a la liturgia nocturna, don Rigoberto murmuró ilusionado: «¿No me preguntas quién soy?», escuchó esta vez una respuesta que transgredía el pacto tácito: «No. Pregúntamelo tú, más bien». Hubo una pausa atónita, como el congelamiento de la escena de un film. Pero, unos segundos después, don Rigoberto, hombre de ritos, comprendió e inquirió, ansioso: «,Quién, quién eres, cielo?». «La del cuadro de la sala, el cuadro abstracto», respondió ella. Hubo otra pausa, una risita entre irritada y defraudada, un largo silencio eléctrico. «No es momento para…», comenzó él a amonestarla. «No estoy bromeando», lo interrumpió doña Lucrecia, cerrándole la boca con los labios. «Soy ésa y no sé cómo no te diste cuenta todavía.» «Ayúdame, mi amor», se animó él, reanimándose, moviéndose. «Explícamelo. Quiero entender.» Ella se lo explicó y él entendió.
Mucho más tarde, cuando, después de haber conversado y reído, exhaustos y dichosos se disponían a descansar, don Rigoberto besó la mano de su mujer, conmovido:
– Cuánto has cambiado, Lucrecia. Ahora no sólo te quiero con toda mi alma. También te admiro. Estoy seguro que todavía aprenderé mucho de ti.
– A los cuarenta, se aprenden muchas cosas -sentenció ella, acariñándolo-. A ratos, Rigoberto, ahora por ejemplo, me parece que estoy naciendo de nuevo. Y que nunca he de morir.
¿Era eso la soberanía?
12 Laberinto de amor
Al principio, no me verás ni entenderás pero tienes que tener paciencia y mirar. Con perseverancia y sin prejuicios, con libertad y con deseo, mirar. Con la fantasía desplegada y el sexo predispuesto -de preferencia, en ristre- mirar. Allí se entra como la novicia -al convento de clausura o el amante a la gruta de la amada: resueltamente, sin cálculos mezquinos, dándolo todo, exigiendo nada y, en el alma, la seguridad de que aquello es para siempre. Sólo con esa condición, poquito a poco la superficie de oscuros morados y violetas comenzará á moverse, a tornasolarse, a revestirse de sentido y a desplegarse como lo que, en verdad, es: un laberinto de amor.
La figura geométrica de la franja central, en la mitad misma del cuadro, esa silueta plana de paquidermo de tres patas es un altar, un ara, o, si tienes el espíritu alérgico al simbolismo religioso, un decorado teatral.
Acaba de oficiarse una ceremonia excitante, de reverberaciones deliciosas y crueles y lo que ves son sus vestigios y sus consecuencias. Lo sé porque he sido la dichosa víctima; también, la inspiradora, la actriz. Esas manchas de rubor en las patas del diluviano ser son mi sangre y tu esperma manando y helándose. Sí, vida mía, aquello que yace sobre la piedra ceremonial (o, si prefieres, el decorado prehispánico), esa hechura viscosa de llagas malvas y tenues membranas, de negras oquedades y glándulas que supuran grises, soy yo misma. Entiéndeme: yo, vista de adentro y de abajo, cuando tú me calcinas y me exprimes. Yo, erupcionando y derramándome bajo tu atenta mirada libertina de varón que ofició con eficiencia y, ahora, contempla y filosofa.
Porque tú estás allí también, carísimo. Mirándome como autopsiándome, ojos que miran para ver y mente alerta de alquimista que elucubra las recetas fosforescentes del placer. El de la izquierda, erecto en el compartimento de visos marrones, el de las medialunas sarracenas en la crisma, engalanado de un manto de plumas vivas, metamorfoseado en tótem, el de los espolones y el plumón bermejo, ése de espaldas que me observa, ¿quién podría ser sino tú? Acabas de incorporarte y mudarte en mirón. Hace un instante estabas ciego y de hinojos entre mis muslos, encendiendo mis fuegos como un sirviente abyecto y diligente. Ahora, gozas mirándome gozar y reflexionas. Ahora sabes cómo soy. Ahora te gustaría disolverme en una teoría.