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– Sí -dijo Harriet, que seguía aguardando algo más-. Sí… y… ¿qué tengo que hacer?

– ¿Qué tienes que hacer? ¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a esta carta?

– Sí.

– Pero ¿cómo es posible que dudes? Desde luego tienes que contestarla… y además en seguida.

– Sí. Pero ¿qué le voy a decir? ¡Querida Emma, aconséjame!

– ¡Oh, no, no! Es mucho mejor que la carta la escribas tú sola. Te expresarás con mucha más propiedad, estoy segura. No hay ningún peligro de-que no te hagas entender, y eso es lo más importante. Tienes que expresarte con toda claridad, sin vaguedades ni rodeos. Y estoy segura de que todas esas frases de gratitud, y de sentimiento por el dolor que le causas, y que exige la urbanidad, se te ocurrirán a ti misma. No necesitas que nadie te aconseje para escribirle lamentando la decepción que le causas.

– Entonces tú crees que tengo que rechazarle -dijo Harriet, bajando los ojos.

– ¿Que si tienes que rechazarle? ¡Querida Harriet!, ¿qué quieres decir con eso? ¿Es que tienes alguna duda? Yo creía… pero, en fin, te pido mil perdones porque tal vez estaba equivocada. Desde luego, si dudas acerca de lo que tienes que contestar es que yo te había comprendido mal. Yo me imaginaba que sólo me consultabas sobre la manera de redactar la contestación.

Harriet callaba. Emma, adoptando una actitud más reservada, prosiguió:

– Según veo piensas darle una contestación favorable.

– No, no es eso; quiero decir, yo no quiero… ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué me aconsejas que haga? Por favor, Emma querida, dime qué es lo que debo hacer…

– Harriet, yo no puedo darte ningún consejo. No tengo nada que ver con eso. Ésta es una cuestión que debes decidir tú sola, según tus sentimientos.

– Yo no tenía ni la menor idea de que le atrajese tanto -dijo Harriet, contemplando la carta.

Por unos momentos Emma siguió guardando silencio; pero empezó a comprender que el halago seductor de aquella carta podía llegar a ser demasiado poderoso, y pensó que era preferible intervenir:

– Harriet, para mí hay una norma general que es la siguiente: si una mujer duda si debe aceptar o no a un hombre, lo evidente es que debería rechazarle. Si puede llegar a dudar de decir «Sí», debería decir «No», sin pensárselo más. El matrimonio no es un estado en el que se pueda entrar tranquilamente con sentimientos vacilantes, sin tener una plena seguridad. Creo que es mi deber como amiga tuya, y también por tener algunos años más que tú, el decirte todo esto. Pero no creas que quiero influir en tu decisión.

– ¡Oh, no! Estoy tan segura de que me quieres demasiado para… Pero, sólo si pudieras aconsejarme qué es lo mejor que podría hacer… No, no, no quiero decir eso… Como tú dices, debería estar completamente segura… No se puede vacilar en estas cosas… Es algo demasiado serio… Quizá será más seguro decir que no; ¿crees que hago mejor diciendo que no?

– Por nada del mundo -dijo Emma sonriendo graciosamente te aconsejaría que to mara s una u otra decisión. Tienes que ser tú el mejor juez de tu propia felicidad. Si prefieres al señor Martin más que a cualquier otra persona; si te parece el hombre más agradable de todos los que has tratado, ¿por qué dudas? Te ruborizas, Harriet. ¿Es que en este momento piensas en algún otro a quien convendría mejor esta definición? Harriet, Harriet, no te engañes a ti misma; no te dejes llevar por la gratitud y la compasión. ¿En quién piensas en este momento?

Los indicios eran favorables… En vez de contestar, Harriet volvió la cabeza llena de turbación, y se quedó pensativa junto al fuego; y aunque seguía aún con la carta en la mano, la iba arrollando maquinalmente, sin mirarla. Emma esperaba el resultado con impaciencia, pero no sin grandes esperanzas. Por fin, con voz vacilante, Harriet dijo:

– Emma, ya que no quieres darme tu opinión, procuraré expresar la mía lo mejor que sepa; estoy totalmente decidida, y la verdad es que ya casi me he hecho a la idea… de rechazar al señor Martin. ¿Crees que hago bien?

– Haces muy bien, querida Harriet, te aseguro que haces muy bien; haces lo que debes. Mientras estabas vacilando, yo me reservaba mis sentimientos, pero ahora que te veo tan decidida, no tengo ningún inconveniente en aprobar tu actitud. Querida Harriet, no sabes cuánto me alegro. Me hubiera apenado mucho perder tu amistad y dejar de tratarte, y ésta hubiera sido la consecuencia de que te casaras con el señor Martin. Mientras te hubiera visto dudosa, aunque hubiera sido en lo más mínimo, no te hubiera dicho nada acerca de esta cuestión, porque no quería influirte; pero para mí hubiera significado perder a una amiga. Yo no hubiera podido visitar a la señora de Robert Martin en Abbey-Mill Farm. Ahora ya estoy segura de no perderte nunca.

A Harriet no se le había ocurrido pensar en aquel peligro, pero entonces la sola idea la dejó muy impresionada.

– ¿Que no hubieras podido visitarme? -exclamó horrorizada-. No, desde luego no hubieras podido; pero nunca se me había ocurrido pensar en eso antes de ahora. Hubiera sido demasiado horrible. ¿Y eso iba a ser la solución de mi vida? Querida Emma, por nada del mundo renunciaría al placer y al honor de tu amistad.

– Sí, Harriet, para mí hubiera sido un golpe terrible perderte; pero hubiera tenido que ser así; tú misma te habrías apartado de toda la buena sociedad. Yo hubiera tenido que renunciar a ti.

– ¡Querida! ¿Cómo hubiese podido soportarlo? ¡Sería mi muerte el no volver nunca más a Hartfield!

– ¡Pobre criatura, tan cariñosa! ¡Tú, desterrada en Abbey-Mill Farm! ¡Condenada durante toda tu vida a no tratar más que a gente vulgar y sin cultura! Me pregunto cómo ese joven ha tenido la osadía de proponerte tal cosa. Debe tener lo que se dice muy buena opinión de sí mismo.

– Tampoco creo que sea un engreído -dijo Harriet, cuya conciencia se oponía a esta censura-; sea como sea, es una persona de intenciones rectas, y yo siempre le estaré muy agradecida y pensaré de él con afecto… Pero esto es una cosa, y casarse con él… Y además, aunque yo pueda atraerle, eso no quiere decir que yo vaya a… y desde luego tengo que confesar que desde que vengo aquí he conocido a personas… y si me pongo a hacer comparaciones, me refiero a la apostura y al trato, pues desde luego no hay comparación posible… aquí he conocido a caballeros tan atractivos y de trato tan agradable… Sin embargo, la verdad es que considero al señor Martin como un joven amabilísimo, y tengo muy buena opinión de él; y el que se muestre tan atraído por mí y el que me escriba una carta como ésta… Pero yo no me separaría de ti por nada del mundo.

– Gra cias, muchas gracias, querida amiga; ¡eres tan cariñosa! No nos separaremos. Una mujer no tiene por qué casarse con un hombre sólo porque él se lo pida, o porque le haya inspirado un afecto, o porque él sea capaz de escribir una carta aceptable.

– ¡Oh, no! Y además es una carta demasiado corta…

Emma se daba cuenta del mal sabor de boca que le había quedado a su amiga, pero quiso pasarlo por alto y siguió:

– Desde luego; y de poco consuelo te iba a servir el saber que tu marido sabe escribir bien una carta cuando puede estar poniéndote en ridículo cada momento del día, con la ordinariez de sus modales.

– ¡Oh, sí! Tienes mucha razón. ¿Qué importa una carta? Lo que importa es gozar siempre de la compañía de personas agradables. Estoy totalmente decidida a rechazarle. Pero ¿cómo voy a hacerlo? ¿Qué voy a decirle?

Emma le aseguró que no había ninguna dificultad en contestar, y le aconsejó que le escribiera inmediatamente, a lo cual la muchacha accedió con la esperanza de contar con la ayuda de su amiga; y aunque Emma seguía afirmando que no necesitaba ninguna clase de ayuda, lo cierto fue que colaboró en la redacción de todas y cada una de las frases de la carta. Al releer la del señor Martin para contestarla Harriet se sintió más propensa a ablandarse, tanto que fue preciso que Emma robusteciera su decisión con unas pocas pero decisivas frases; Harriet estaba tan preocupada por la idea de hacerle desdichado, y pensaba tanto en lo que iban a pensar y decir su madre y sus hermanas, y tenía tanto miedo de que la considerasen como una ingrata, que Emma no pudo por menos de convencerse de que si el joven hubiese acertado a pasar por allí en aquel momento, a pesar de todo hubiese sido aceptado.