Sin embargo la carta fue escrita, sellada y enviada. La cuestión estaba zanjada y Harriet a salvo. Durante toda la noche la muchacha estuvo más bien deprimida, pero Emma escuchó con paciencia sus tiernas lamentaciones, y de vez en cuando intentaba levantarle el ánimo hablándole del afecto que ella le profesaba, y, a veces también, reavivando el recuerdo del señor Elton.
– Nunca más volverán a invitarme a Abbey-Mill -dijo Harriet en un tono más bien lastimero.
– Y si te invitaran, Harriet, yo nunca sabría separarme de ti. Eres demasiado necesaria en Hartfield para que te deje perder el tiempo en Abbey-Mill.
– Y estoy segura de que nunca tendré deseos de ir allí; porque el único sitio donde yo soy feliz es en Hartfield. Y al cabo de un rato, Harriet prosiguió:
– Estoy pensando que la señora Goddard se quedaría sorprendidísima si supiera todo lo que ha pasado. Y estoy segura de que la señorita Nash también… Porque la señorita Nash cree que su hermana ha hecho una gran boda, y eso que sólo se ha casado con un pañero.
– Sería penoso ver que una maestra de escuela tiene más orgullo o unos gustos más refinados. Me atrevería a decir que la señorita Nash te envidiaría una oportunidad como ésta para casarse. Incluso esta conquista sería de gran valor a sus ojos. En cuanto a algo que para ti fuera más valioso, supongo que ella no es capaz ni de imaginárselo. Dudo que las atenciones de cierta persona sean aún motivo de chismes en Highbury. Hasta ahora me imagino que tú y yo somos las únicas para quienes sus miradas y su proceder han sido suficientemente explícitos.
Harriet se ruborizó, sonrió y dijo algo acerca de su extrañeza de que hubiera quien pudiese interesarse tanto por ella. Evidentemente, le halagaba pensar en el señor Elton; pero al cabo de un rato volvía a conmoverse pensando en la negativa que había dado al señor Martin.
– A estas horas ya habrá recibido mi carta -dijo quedamente-. Me gustaría saber qué están haciendo todos… si lo saben sus hermanas… si él se siente desdichado los demás lo serán también. Confío en que esto no le afecte mucho.
– Pensemos en nuestros amigos ausentes que viven horas más felices -exclamó Emma-. En estos momentos quizás el señor Elton está enseñando tu retrato a su madre y a sus hermanas, y les está contando hasta qué punto es más hermoso el original, y después de habérselo hecho rogar cinco o seis veces consentirá en revelarles tu nombre, tu nombre tan querido para él.
– ¡Mi retrato! Pero ¿no lo ha dejado en Bond Street?
– ¡Es posible! Si lo ha hecho así es que yo no conozco al señor Elton. No, mi querida y modesta Harriet, puedes estar segura de que no llevará el retrato a Bond Street hasta un momento antes de montar a caballo para volver hacia aquí mañana. Durante toda esta noche será su compañero, su consuelo, su deleite. Le servirá para mostrar sus intenciones a su familia, para que te conozcan, para difundir entre los que le rodean los más gratos sentimientos de la naturaleza humana, la viva curiosidad y la calidez de una predisposición favorable. ¡Qué alegres, qué animados deben de estar! ¡Cómo deben de rebosar de fantasías las imaginaciones de todos ellos!
Harriet volvió a sonreír, y sus sonrisas se fueron acentuando.
CAPÍTULO VIII
AQUELLA noche Harriet durmió en Hartfield. En las últimas semanas pasaba allí casi la mitad del día, y poco a poco fue teniendo un dormitorio fijo para ella; y Emma juzgaba preferible en todos los aspectos retenerla en su casa, segura y contenta, todo el tiempo posible, por lo menos en aquellos momentos. A la mañana siguiente tuvo que ir a casa de la señora Goddard por una o dos horas, pero ya se había convenido que volvería a Hartfield para quedarse allí durante varios días.
Durante su ausencia llegó el señor Knightley y estuvo conversando con el señor Woodhouse y Emma, hasta que el señor Woodhouse, que aquella mañana se había propuesto salir a dar un paseo, se dejó convencer por su hija de que no lo aplazara, y la insistencia de ambos logró vencer los escrúpulos de su cortesía, que se resistía a dejar al señor Knightley por aquel motivo. El señor Knightley, que no tenía nada de ceremonioso, con sus respuestas concisas y rápidas ofrecía un divertido contraste con las interminables excusas y corteses vacilaciones de su interlocutor.
– Señor Knightley, permítame que me tome esta licencia; si usted quisiera excusarme, si no me considerara usted demasiado grosero, yo seguiría el consejo de Emma y saldría a dar un paseo de un cuarto de hora. Como el sol se ha puesto creo que sería mejor que diera mi paseíto antes de que refrescara demasiado. Ya ve que no hago ningún cumplido con usted, señor Knightley. Nosotros los inválidos nos consideramos con ciertos privilegios.
– Por Dios, no faltaba más, no tiene usted que tratarme como a un extraño.
– Le dejo con mi hija, que es un excelente substituto. Emma estará muy complacida de atenderle. Así que vuelvo a pedirle mil perdones, y me voy a dar mi vueltecita… mi paseo de invierno.
– Me parece muy buena idea, señor Woodhouse.
– Yo le pediría muy gustoso que tuviera a bien acompañarme señor Knightley, pero ando muy despacio, y a usted le sería muy pesado acomodarse a mi paso; y además, ya tiene usted que dar otro largo paseo para volver a Donwell Abbey.
– Muchas gracias, es usted muy amable; pero yo me voy ahora mismo; y creo que lo mejor sería que saliese usted cuanto antes. Voy a buscarle la capa larga y le abro la puerta del jardín.
Por fin el señor Woodhouse se fue; pero el señor Knightley, en vez de disponerse a salir también, volvió a sentarse como si estuviera deseoso de más conversación. Empezó hablando de Harriet y haciendo espontáneamente grandes elogios suyos, más de los que Emma había oído jamás en sus labios.
– Yo no podría alabar su belleza tanto como usted -dijo él-, pero es una muchacha linda, y me inclino a creer que no le faltan buenas prendas. Su personalidad depende de la de los que le rodean; pero en buenas manos llegará a ser una mujer de mérito.
– Me alegra saber que piensa usted así; y confío en que no eche de menos esas buenas manos.
– ¡Vaya! -dijo él-. Veo que lo que está deseando es que le haga un cumplido, de modo que le diré que gracias a usted ha mejorado mucho. Usted le ha hecho perder su risita boba de colegiala, y eso dice mucho en favor de usted.
– Muchas gracias. Confieso que me llevaría un disgusto si no pudiera creer que he servido para algo; pero no todo el mundo nos elogia cuando lo merecemos. Usted, por ejemplo, no suele abrumarme con demasiadas alabanzas.
– Decía usted que la está esperando esta mañana, ¿no?
– Sí, de un momento a otro. Por lo que dijo ya hubiera debido de estar de vuelta.
– Algo la debe de haber hecho retrasarse; tal vez alguna visita. -¡Qué gente más charlatana la de Highbury! ¡Qué fastidiosos son!
– A lo mejor Harriet no encuentra a todo el mundo tan fastidioso como usted.
Emma sabía que esto era una verdad demasiado evidente para que pudiera llevarle la contraria, y por lo tanto guardó silencio. Al cabo de un momento el señor Knightley añadió con una sonrisa:
– No pretendo fijar tiempo ni lugar, pero debo decirle que tengo buenas razones para suponer que su amiguita no tardará mucho en enterarse de algo que la alegrará.