– No, papá, nadie dice que tengas que ir andando. Desde luego que tenemos que ir en coche.
– ¿En coche? Pero a James no le gusta sacar los caballos por un viaje tan corto; ¿y dónde vamos a dejar a los pobres caballos mientras estamos de visita?
– Papá, pues en las cuadras del señor Weston. Ya sabes que estaba todo previsto. Ayer por la noche hablamos de todo esto con el señor Weston. Y en cuanto a James, puedes estar completamente seguro de que siempre querrá ir a Randalls, porque su hija está sirviendo allí como doncella. Lo único de que dudo es de que quiera llevarnos a algún otro sitio. Fue obra tuya, papá. Fuiste tú quien consiguió a Hannah el empleo. Nadie pensaba en Hannah hasta que tú la mencionaste… ¡James te está muy agradecido!
– Estoy muy contento de haber pensado en ella. Fue una gran suerte, porque por nada del mundo hubiese querido que el pobre James se creyera desairado; y estoy seguro de que será una magnífica sirvienta; es una muchacha bien educada y que sabe hablar; tengo muy buena opinión de ella. Cuando la encuentro siempre me hace una reverencia y me pregunta cómo estoy con maneras muy corteses; y cuando la tienes aquí haciendo costura, me fijo en que siempre sabe hacer girar muy bien la llave en la cerradura, y nunca la cierra de un portazo. Estoy seguro de que será una excelente criada; y será un gran consuelo para la pobre señorita Taylor tener a su lado a alguien a quien está acostumbrada a ver. Siempre que James va a ver a su hija, ya puedes suponer que tendrá noticias nuestras. Él puede decirle cómo vamos.
Emma no regateó esfuerzos para conseguir que su padre se mantuviera en este estado de ánimo, y confiaba, con la ayuda del chaquete, lograr que pasara tolerablemente bien la velada, sin que le asaltaran más pesares que los suyos propios. Se puso la tabla del chaquete; pero inmediatamente entró una visita que lo hizo innecesario.
El señor Knightley, hombre de muy buen criterio, de unos treinta y siete o treinta y ocho años, no sólo era un viejo e íntimo amigo de la familia, sino que también se hallaba particularmente relacionado con ella por ser hermano mayor del marido de Isabella. Vivía aproximadamente a una milla de distancia de Highbury, les visitaba con frecuencia y era siempre bien recibido, y esta vez mejor recibido que de costumbre, ya que traía nuevas recientes de sus mutuos parientes de Londres. Después de varios días de ausencia, había vuelto poco después de la hora de cenar, y había ido a Hartfield para decirles que todo marchaba bien en la plaza de Brunswick. Ésta fue una feliz circunstancia que animó al señor Woodhouse por cierto tiempo. El señor Knightley era un hombre alegre, que siempre le levantaba los ánimos; y sus numerosas preguntas acerca de «la pobre Isabella» y sus hijos fueron contestadas a plena satisfacción. Cuando hubo terminado, el señor Woodhouse, agradecido, comentó:
– Señor Knightley, ha sido usted muy amable al salir de su casa tan tarde y venir a visitarnos. ¿No le habrá sentado mal salir a esta hora?
– No, no, en absoluto. Hace una noche espléndida, y con una hermosa luna; y tan templada que incluso tengo que apartarme del fuego de la chimenea.
– Pero debe de haberla encontrado muy húmeda y con mucho barro en el camino. Confío en que no se habrá resfriado.
– ¿Barro? Mire mis zapatos. Ni una mota de polvo.
– ¡Vaya! Pues me deja muy sorprendido, porque por aquí hemos tenido muchas lluvias. Mientras desayunábamos estuvo lloviendo de un modo terrible durante media hora. Yo quería que aplazaran la boda.
– A propósito… Todavía no le he dado a usted la enhorabuena. Creo que me doy cuenta de la clase de alegría que los dos deben de sentir, y por eso no he tenido prisa en felicitarles; pero espero que todo haya pasado sin más complicaciones. ¿Qué tal se encuentran? ¿Quién ha llorado más?
– ¡Ay! ¡Pobre señorita Taylor! ¡Qué pena!
– Si me permite, sería mejor decir pobre señor y señorita Woodhouse; pero lo que no me es posible decir es «pobre señorita Taylor». Yo les aprecio mucho a usted y a Emma; pero cuando se trata de una cuestión de dependencia o independencia… Sin ninguna duda, tiene que ser preferible no tener que complacer más que a una sola persona en vez de dos.
– Sobre todo cuando una de esas dos personas es muy antojadiza y fastidiosa -dijo Emma bromeando-; ya sé que esto es lo que está pensando… y que sin duda es lo que diría si no estuviera delante mi padre.
– Lo cierto, querida, es que creo que esto es la pura verdad -dijo el señor Woodhouse suspirando-; temo que a veces soy muy antojadizo y fastidioso.
– ¡Papá querido! ¡No vas a pensar que me refería a ti, o que el señor Knightley te aludía! ¡A quién se le ocurre semejante cosa! ¡Oh, no! Yo me refería a mí misma. Ya sabes que al señor Knightley le gusta sacar a relucir defectos míos… en broma… todo es en broma. Siempre nos decimos mutuamente todo lo que queremos.
Efectivamente, el señor Knightley era una de las pocas personas que podía ver defectos en Emma Woodhouse, y la única que le hablaba de ellos; y aunque eso a Emma no le era muy grato, sabía que a su padre aún se lo era mucho menos, y que le costaba mucho llegar a sospechar que hubiera alguien que no la considerase perfecta.
– Emma sabe que yo nunca la adulo -dijo el señor Knightley-, pero no me refería a nadie en concreto. La señorita Taylor estaba acostumbrada a tener que complacer a dos personas; ahora no tendrá que complacer más que a una. Por lo tanto hay más posibilidades de que salga ganando con el cambio.
– Bueno -dijo Emma, deseosa de cambiar de conversación-, usted quiere que le hablemos de la boda, y yo lo haré con mucho gusto, porque todos nos portamos admirablemente. Todo el mundo fue puntual, todo el mundo lucía las mejores galas… No se vio ni una sola lágrima, y apenas alguna cara larga. ¡Oh, no! Todos sabíamos que íbamos a vivir sólo a media milla de distancia, y estábamos seguros de vernos todos los días.
– Mi querida Emma lo sobrelleva todo muy bien -dijo su padre-; pero, señor Knightley, la verdad es que ha sentido mucho perder a la pobre señorita Taylor, y estoy seguro de que la echará de menos más de lo que se cree.
Emma volvió la cabeza dividida entre lágrimas y sonrisas.
– Es imposible que Emma no eche de menos a una compañera así -dijo el señor Knightley-. No la apreciaríamos como la apreciamos si supusiéramos una cosa semejante. Pero ella sabe lo beneficiosa que es esta boda para la señorita Taylor; sabe lo importante que tiene que ser para la señorita Taylor, a su edad, verse en una casa propia y tener asegurada una vida desahogada, y por lo tanto no puede por menos de sentir tanta alegría como pena. Todos los amigos de la señorita Taylor deben alegrarse de que se haya casado tan bien.
– Y olvida usted -dijo Emma- otro motivo de alegría para mí, y no pequeño: que fui yo quien hizo la boda. Yo fui quien hizo la boda, ¿sabe usted?, hace cuatro años; y ver que ahora se realiza y que se demuestre que acerté cuando eran tantos los que decían que el señor Weston no volvería a casarse, a mí me compensa de todo lo demás.
El señor Knightley inclinó la cabeza ante ella. Su padre se apresuró a replicar:
– ¡Oh, querida! Espero que no vas a hacer más bodas ni más predicciones, porque todo lo que tú dices siempre termina ocurriendo. Por favor, no hagas ninguna boda más.
– Papá, te prometo que para mí no voy a hacer ninguna; pero me parece que debo hacerlo por los demás. ¡Es la cosa más divertida del mundo! Imagínate, ¡después de este éxito! Todo el mundo decía que el señor Weston no se volvería a casar. ¡Oh, no! El señor Weston, que hacía tanto tiempo que era viudo y que parecía encontrarse tan a gusto sin una esposa, siempre tan ocupado con sus negocios de la ciudad, o aquí con sus amigos, siempre tan bien recibido en todas partes, siempre tan alegre… El señor Weston, que no necesitaba pasar ni una sola velada solo si no quería. ¡Oh, no! Seguro que el señor Weston nunca más se volvería a casar. Había incluso quien hablaba de una promesa que había hecho a su esposa en el lecho de muerte, y otros decían que el hijo y el tío no le dejarían. Sobre este asunto se dijeron las más solemnes tonterías, pero yo no creí ninguna. Siempre, desde el día (hace ya unos cuatro años) que la señorita Taylor y yo le conocimos en Broadway-Lane, cuando empezaba a lloviznar y se precipitó tan galantemente a pedir prestados en la tienda de Farmer Mitchell dos paraguas para nosotras, no dejé de pensar en ello. Desde entonces ya planeé la boda; y después de ver el éxito que he tenido en este caso, papá querido, no vas a suponer que voy a dejar de hacer de casamentera.