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– ¡Pero, papá, esto es algo que nunca has podido conseguir, y no creo que llegues a conseguirlo jamás! Isabella no quiere separarse de su marido por nada del mundo.

Esto era algo demasiado evidente para que pudiese discutirlo. Y aunque muy a pesar suyo, el señor Woodhouse se limitó a emitir un suspiro de resignación; y cuando Emma vio a su padre afectado por la idea de la sumisión de su hija a su marido, inmediatamente cambió de tema y llevó a la conversación por unos derroteros que sabía tenían que serle gratos.

– Harriet nos hará compañía todo el tiempo que pueda, mientras mis hermanos estén con nosotros. Estoy segura de que le gustarán los niños. Estamos muy orgullosos de los niños, ¿verdad, papá? No sé a cuál de los dos va a encontrar más guapo, si a Henry o a John.

– No, no sé a cuál de los dos preferirá. ¡Pobres pequeñuelos, qué contentos estarán de venir! ¿Sabes?, Harriet, se sienten muy a gusto en Hartfield.

– Eso sí que no lo pongo en duda. No sé quién no puede sentirse muy a gusto en Hartfield.

– Henry es muy buen chico, pero John es igual que su mamá. Henry es el mayor, y le pusieron mi nombre, no el de su padre. Y a John, el segundo, le pusieron el nombre de su padre. Supongo que hay gente que se extraña de que no sea el mayor quien se llame así, pero Isabella prefirió que se lla mara Henry, y a mí me pareció un rasgo muy bonito por su parte. Y es un chico muy inteligente, ¿eh? Los dos son muy inteligentes; ¡y tienen cada salida…! Un día se acercaron a mi sillón y me dijeron: «Abuelito, ¿quieres darme un trozo de cordel?», y una vez Henry me pidió una navaja, pero yo le dije que las navajas sólo eran para los abuelitos. Me parece que su padre suele ser demasiado duro con ellos.

– A ti te parece duro erijo Emma- porque tú eres demasiado blando; pero si pudieras compararle con otros padres no te parecería duro. Él quiere que sus hijos sean trabajadores y decididos; y cuando de vez en cuando se descarrían, tiene que pararles los pies con alguna palabra enérgica; pero es un padre muy cariñoso… ¡y tanto como es un padre cariñoso el señor John Knightley! Los dos niños le adoran.

– Y luego llega su tío, y los lanza al aire de un modo que asusta, y casi les hace tocar el techo.

– Pero, papá, a ellos les gusta; es lo que les gusta más de todo. Les divierte tanto que si su tío no hubiera impuesto la norma de que deben turnarse, cuando empieza con uno nunca querría ceder su sitio al otro.

– Bueno, pues eso yo no lo entiendo.

– Papá, eso nos ocurre a todos. La mitad del mundo es incapaz de entender las diversiones de la otra mitad.

A última hora de la mañana, ya cuando las jóvenes iban a separarse para preparar la habitual comida de las cuatro, el héroe de aquella inimitable charada volvió a pasar por la casa. Harriet volvió el rostro; pero Emma le recibió con la sonrisa de siempre, y su perspicaz mirada no tardó en advertir que él era consciente de haber jugado una baza importante… de haberse arriesgado a echar los dados sobre la mesa; y supuso que venía a ver si la suerte le había favorecido. Sin embargo, el pretexto de su visita era el de preguntar si podían prescindir de él en la reunión de aquella noche, en casa del señor Woodhouse, o si es que era absolutamente necesaria su presencia en Hartfield. De ser así, dejaría de lado todo lo demás. Pero en caso contrario, su amigo Cole había insistido tanto en que cenara con él… había puesto tanto interés en ello, que le había prometido, aunque condicionalmente, que acudiría a su casa.

Emma le dio las gracias, pero no consintió que desatendiese a su amigo por causa suya; sin duda su padre podría encontrar otro jugador. P-1 insistió… ella rehusó de nuevo; y cuando el joven se disponía ya a iniciar la reverencia para despedirse, Emma cogió la hoja de papel que estaba encima de la mesa y se la devolvió.

– ¡Ah! Aquí tiene usted la charada que tuvo la amabilidad de prestarnos; muchas gracias por habérnosla dejado. Nos ha gustado tanto que me he tomado la li berta d de copiarla en el álbum de la señorita Smith. Espero que su amigo no lo va a tomar a mal. Desde luego sólo he copiado los ocho primeros versos.

Se veía claramente que el señor Elton no sabía muy bien qué decir. Parecía indeciso, y algo confuso; dijo algo acerca de que «era un gran honor»; miró a Emma y a Harriet, y luego, viendo el álbum abierto sobre la mesa, lo cogió y lo examinó muy atentamente. Con objeto de salir de aquella situación un tanto embarazosa, Emma dijo sonriendo:

– Le ruego que me excuse delante de su amigo; pero no era posible que una charada tan bonita como ésta fuera conocida tan sólo por una o dos personas. Mientras escriba de un modo tan galante, su amigo puede contar con la admiración de todas las mujeres.

– No vacilo en declarar -replicó el señor Elton, aunque vacilaba no poco al pronunciar estas palabras-, no vacilo en declarar… por lo menos si es que mi amigo siente lo que yo siento… no tengo la menor duda de que si viese su modesta expansión poética honrada como yo la veo ahora -dirigiendo de nuevo la mirada hacia el álbum y volviendo a dejarlo sobre la mesa- consideraría este instante como uno de los más dichosos de su vida.

Y tras decir esto se fue lo antes que pudo. Pero a Emma aún le pareció que tardaba demasiado; pues, a pesar de sus brillantes dotes, el joven hacía unas pausas al hablar que a ella le provocaban la risa. Salió, pues, de allí para reír a sus anchas, dejando que Harriet paladeara a solas la ternura y la sublimidad de la escena.

CAPÍTULO X

A pesar de estar ya a mediados de diciembre, el mal tiempo aún no había impedido a los jóvenes realizar sus acostumbrados paseos; y al día siguiente Emma tenía que visitar a un enfermo de una familia pobre, que vivía a cierta distancia de Highbury.

Para ir a esta cabaña, que quedaba apartada, debía pasar por el callejón de la Vicaría, un callejón que nacía en la ancha aunque irregular calle mayor del pueblo; y allí, como es de suponer por su nombre, se hallaba la bienaventurada mansión del señor Elton. Primero había que pasar frente a una serie de casas más modestas, y luego, después de andar alrededor de un cuarto de milla, aparecía el edificio de la vicaría; una casa antigua y sin grandes pretensiones que no podía estar más pegada al camino. Su situación no era muy buena; pero su actual propietario había introducido en ella muchas mejoras; y en aquellas circunstancias no era posible que las dos amigas pasaran por delante sin moderar el paso y aguzar la vista.

El comentario de Emma fue:

– Aquí la tienes. Aquí vendrás tú y tu álbum de charadas uno de esos días.

El de Harriet fue:

– ¡Oh, qué preciosidad de casa! ¡Pero qué bonita es! ¡Mira, las cortinas amarillas que le gustan tanto a la señorita Nash!

– Ahora vengo pocas veces por este lado -dijo Emma, mientras seguían andando-, pero dentro de poco ya tendré un aliciente para venir por aquí, y poco a poco me irán siendo familiares los setos, cercas, estanques y árboles de esta parte de Highbury.

Entonces se enteró de que Harriet nunca había estado dentro de la Vicaría, y su curiosidad por verla por dentro era tan extremada que, teniendo en cuenta el aspecto exterior de la casa y su apariencia, Emma sólo pudo considerarlo como una prueba de amor, igual que cuando el señor Elton vio «ingenio» en la muchacha.

– A ver si se nos ocurre algo para entrar -dijo-; pero ahora no tenemos ningún pretexto verosímil; no necesito pedir informes a su ama de llaves sobre ningún criado… ni tengo ningún recado que darle de parte de mi padre…

Estuvo reflexionando, pero no se le ocurría nada. Después de que las dos hubieran guardado silencio durante unos minutos, Harriet exclamó:

– ¡Lo que me extraña más, Emma, es que no te hayas casado aún, ni vayas a casarte dentro de poco! ¡Con lo encantadora que eres!

Emma se echó a reír y replicó:

– Harriet, el que yo sea encantadora no basta para hacerme pensar en el matrimonio; es preciso que encuentre encantadoras a otras personas… por lo menos a una. Y no sólo no voy a casarme por ahora, sino que tengo poquísimas intenciones de casarme.