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– ¡Oh! Eso es lo que tú dices; pero yo no puedo creerlo.

– Para que me tiente esta idea tendría que encontrar a alguien muy superior a todos los hombres que he conocido hasta ahora; desde luego, el señor Elton -dijo recordando con quien hablaba no cuenta para el caso. Pero es que tampoco tengo ningún deseo de encontrar a una persona así. No creo que me sintiera tentada a casarme. Mejor que ahora no voy a estar. Y si me casara, es lógico suponer que terminaría arrepintiéndome de haberlo hecho.

– ¡Querida! ¡Es tan extraño que una mujer hable así!

– Yo no tengo ninguno de los motivos que suelen empujar al matrimonio a las mujeres. Claro que si me enamorara la cosa sería muy distinta; pero yo nunca me he enamorado; no va con mi manera de ser o con mi carácter, y creo que nunca me enamoraré. Y sin amor estoy segura de que sería una loca si dejara la situación que tengo ahora. Dinero no me hace falta; cosas en qué ocuparme tampoco; y posición social tampoco; creo que habrá muy pocas mujeres casadas que sean tan dueñas de la casa de su marido como yo lo soy en Hartfield; y sé que nunca, nunca podría esperar ser tan querida y considerada; ser siempre la primera y tener siempre razón para un hombre, como ahora soy la primera y tengo siempre razón para mi padre.

– ¡Pero entonces terminarás siendo una solterona, como la señorita Bates!

– Me pones el más temible de los ejemplos, Harriet; si yo supiera que terminaría siendo como la señorita Bates, tan tonta, tan acomodaticia, tan llena de sonrisas, tan pesada, tan vulgar y tan insulsa… y siempre tan dispuesta a contar chismes de todo el mundo, me casaba mañana. Pero estoy convencida de que entre nosotras nunca habrá el menor parecido, excepto en el hecho de no habernos casado.

– ¡Pero a pesar de todo no dejarás de ser una solterona! ¡Y eso es espantoso!

– No te preocupes, Harriet, nunca seré una solterona pobre; y para la mujer que no se casa la pobreza es lo único que le hace parecer despreciable a los ojos de los que viven holgadamente. Una mujer soltera con una renta muy pequeña siempre será una solterona ridícula y desagradable; objeto de eterna burla para muchachos y muchachas; pero una mujer soltera con buena fortuna siempre es respetada, y puede ser tan inteligente y de trato tan agradable como cualquier otra persona. Y no creas que esta distinción atenta tan gravemente, como podría parecer en un principio, contra la buena fe y el sentido común de la gente; porque una renta muy pequeña tiende a encoger el ánimo y agria el carácter. Los que apenas pueden vivir y se ven obligados a tratar a poca gente, y aun ésta, por lo común, de muy baja condición, adquieren con facilidad una mentalidad estrecha y se vuelven malhumorados. Sin embargo, eso no puede aplicarse a la señorita Bates; sólo que es demasiado candorosa, demasiado tonta para servirme de ejemplo; pero en general suele gustar a todo el mundo, aunque sea soltera y pobre. La verdad es que la pobreza no le ha encogido el ánimo. Estoy segura de que aunque sólo tuviera un chelín en el bolsillo, no tendría ningún inconveniente en gastar seis peniques; y nadie le tiene miedo: esto es un gran encanto.

– ¡Pero querida! ¿Qué vas a hacer? ¿A qué vas a dedicarte cuando envejezcas?

– Harriet, si no me engaño acerca de mí misma soy una persona activa, que no sabe estar ociosa y que cuenta con muchos recursos propios; y no sé por qué tienen que faltarme cosas que hacer a los cuarenta o a los cincuenta años, cuando ahora, a los veintiuno, no me faltan. Las ocupaciones habituales de una mujer, por lo que se refiere a los ojos, a las manos y al cerebro, igual puedo tenerlas entonces que las tengo ahora; o por lo menos sin que haya una gran diferencia. Si dibujo menos, leeré más; si dejo la música, me dedicaré a bordar tapetes. Y en cuanto a seres que reclamen nuestra atención, personas en quien poner nuestro afecto, y la verdad es que en ese punto es en donde hay una mayor inferioridad, y cuya ausencia es el mayor peligro que tienen que evitar las que no se casan, por ese lado estoy totalmente tranquila, porque podré cuidarme de todos los hijos de mi hermana, a quien tanto quiero. Según todas las probabilidades, su número bastará para atender toda la necesidad de cariño que pueda sentir en el declive de mi vida. Ellos bastarán para todas mis esperanzas y todos mis temores. Y aunque el afecto que yo pueda darles nunca será igual al de una madre, se ajusta mejor a mis ideas de comodidad que si fuera más ardiente y más ciego. ¡Mis sobrinos y sobrinas! En mi casa tendré a menudo a alguna de mis sobrinas.

– ¿Conoces a la sobrina de la señorita Bates? Bueno, ya sé que has tenido que verla centenares de veces… pero, quiero decir si la has tratado.

– ¡Oh, sí! Siempre tenemos que tener trato con ella cuando viene a Highbury. A propósito de lo que hablábamos, éste es un caso como para perder todo el orgullo que se pueda sentir por una sobrina. ¡Santo Cielo! Confío en que yo, con todos los hijos de los Knightley, no fastidiaré a la gente ni la mitad de lo que la señorita Bates nos fastidia a todos con Jane Fairfax. Estamos hartos incluso del mismo nombre de Jane Fairfax. Cada carta suya se lee cuarenta veces; los saludos que envía para sus amigos circulan no sé cuantas veces por todo el pueblo; y sólo con que envíe a su tía los patrones de un corsé o un par de ligas de punto para su abuela, en todo un mes no se oye hablar de otra cosa. A Jane Fairfax le deseo todos los bienes imaginables; pero me tiene lo que se dice aburrida.

Se encontraban ya cerca de la cabaña, y dejaron aquella conversación ociosa. Emma era muy caritativa y socorría las necesidades de los pobres no sólo con su dinero, sino también con su dedicación personal, su afecto, sus consejos y su paciencia. Comprendía su modo de ser, no se escandalizaba de su ignorancia y de sus tentaciones, ni concebía novelescas esperanzas de extraordinarios actos de virtud en aquellas personas por cuya educación tan poco se había hecho; en seguida se interesaba realmente por sus preocupaciones, y siempre les ayudaba con tanta inteligencia como buena voluntad. En aquella ocasión, la enfermedad y la pobreza se habían adueñado a la vez de la familia a la que iba a visitar; y después de permanecer allí todo el tiempo que pudo darles ánimo y consejos, salió de la cabaña tan impresionada por la escena que acababa de presenciar, que dijo a Harriet mientras regresaban:

– Harriet, esos espectáculos son los que nos hacen mejores. Al lado de esto ¡qué trivial parece todo lo demás! Ahora me siento como si no pudiera pensar en nada más que en esos pobres seres durante todo el resto del día; y sin embargo ¡qué poco va a tardar en desaparecer de mi mente!

– Tienes razón -dijo Harriet-. ¡Pobre gente! Resulta difícil pensar en otra cosa.

– La verdad es que no creo que esta impresión se desvanezca tan pronto -dijo Emma, mientras cruzaba un seto de poca altura apoyando el pie en la vacilante pasarela con la que terminaba el estrecho y resbaladizo sendero que atravesaba el huerto de la cabaña, y que les dejaba de nuevo en el callejón-. Creo que no se desvanecerá tan pronto -añadió, deteniéndose para contemplar una vez más la miseria exterior de aquel lugar, y recordar que aún era mayor la que escondía la cabaña.

– ¡Oh, no, querida! -dijo su compañera.

Siguieron andando. El callejón daba una ligera vuelta; y apenas pasada la vuelta, se encontraron frente al señor Elton; y tan cerca que Emma sólo tuvo tiempo para añadir:

– ¡Ah! Harriet, mira que pronto se pondrá a prueba nuestra perseverancia en los buenos pensamientos. Bueno -sonriendo-, por lo menos espero que si la compasión ha conseguido ayudar y consolar a los que sufren, ya ha cumplido su misión más importante. Si nos compadecemos de los desdichados hasta el punto de hacer por ellos todo lo que podemos, lo demás sólo es una simpatía inútil que sólo sirve para entristecernos a nosotras mismas.