– ¿Y el chico? -preguntó el señor Knightley-. ¿Ha venido para la boda o no?
– Aún no ha venido -replicó Emma-. Se le esperaba con gran expectación poco después de la boda, pero todo quedó en nada; y últimamente no he vuelto a oír hablar de él.
– Pero cuéntale lo de la carta, querida -dijo su padre-. Le escribió una carta a la pobre señora Weston dándole la enhorabuena, y era una carta muy fina y muy bien escrita. Ella me la enseñó. La verdad es que me pareció un detalle muy bonito en él. Ahora si fue idea suya o no, eso ya no sabría decirlo. Es muy joven todavía, y quizá su tío…
– Pero papá querido, si ya tiene veintitrés años. Te olvidas de que pasa el tiempo.
– ¿Veintitrés años? ¿Es posible? Pues… nunca lo hubiera creído… ¡Si sólo tenía dos años cuando murió su pobre madre! Sí, sí, la verdad es que el tiempo pasa volando… y yo tengo tan mala memoria. Sea como fuere era una carta preciosa, lo que se dice preciosa, y al señor y la señora Weston les hizo mucha ilusión. Me acuerdo que estaba escrita en Weymouth y fechada el 28 de setiembre… y empezaba: «Apreciada señora», pero ya he olvidado cómo seguía; y firmaba «F. C. Weston Churchill»… Eso lo recuerdo perfectamente.
– ¡Qué amable y qué educado! -exclamó la bondadosa señora Knightley-. No tengo la menor duda de que es un joven de grandes prendas. ¡Pero es una lástima que no viva en casa de su padre! ¡Produce tan mala impresión ver a un niño lejos de sus padres y de su verdadero hogar! Nunca he podido comprender cómo el señor Weston consintió en separarse de él. ¡Abandonar a su propio hijo! Nunca podría tener buena opinión de alguien que propusiera semejante cosa a otra persona.
– Me malicio que nunca nadie ha tenido muy buena opinión de los Churchill -observó fríamente el señor John Knightley-. Pero no creas que el señor Weston sintió lo que tú podrías sentir al abandonar a Henry o a John. Más que un hombre de sentimientos muy arraigados, el señor Weston es una persona acomodaticia y un tanto despreocupada; se toma las cosas tal como vienen, y de un modo u otro se aprovecha de las circunstancias; y yo sospecho que para él eso que llamamos sociedad tiene más importancia desde el punto de vista de sus comodidades, es decir, el poder comer y beber y jugar al whist con sus vecinos cinco veces a la semana, que desde el punto de vista del afecto familiar o de cualquier otra cosa de las que proporciona un hogar.
A Emma le contrariaba todo lo que significase insinuar una crítica del señor Weston, y estaba casi decidida a intervenir en su defensa; pero se dominó y no dijo nada. Si era posible prefería que no se turbara la paz; y había algo digno y estimable en la intensidad de los afectos hogareños, en la idea de la autosuficiencia de un hogar, que predisponía a su hermano a desdeñar el trato social de la mayoría de la gente y a las personas para las que este trato resultaba importante… Y Emma se daba cuenta de que sus argumentos eran poderosos y que había que ser tolerante con su interlocutor.
CAPÍTULO XII
EL señor Knightley cenó con ellos… lo cual más bien contrarió al señor Woodhouse, quien prefería no tener invitados el primer día de la estancia de Isabella. Pero el buen sentido de Emmalo había decidido así; y además de la consideración que se debía a los dos hermanos, tenía especial interés en invitarle debido a la reciente disputa que había habido entre el señor Knightley y ella.
Confiaba en que podrían volver a ser buenos amigos. Le parecía que ya era hora de hacer las paces. Pero la verdad es que no iban a hacer las paces. Desde luego ella tenía razón, y él jamás reconocería que no la había tenido. O sea que era indudable que ninguno de los dos cedería; pero era la ocasión de aparentar que habían olvidado su disputa; y cuando él entró en la estancia, Emma, que estaba con uno de los pequeños, pensó que aquella era una buena oportunidad que podía contribuir a reanudar su amistad; la niñita era la menor de los hermanos y tenía unos ocho meses; era su primera visita a Hartfield, y parecía muy satisfecha de sentirse mecida por los brazos de su tía. Y efectivamente la oportunidad fue favorable; pues aunque él empezó poniendo cara muy seria y haciendo preguntas bruscas, no tardó en hablar de los pequeños en el tono ordinario, y en quitarle la niña de los brazos con toda la falta de ceremonia de una perfecta amistad. Emma se dio cuenta de que volvían a ser amigos; al principio ello le produjo una gran satisfacción, y luego le inspiró una cierta insolencia, y no pudo por menos de decirle mientras él admiraba a la niña:
– Es un consuelo que por lo menos estemos de acuerdo respecto a nuestros sobrinos y sobrinas. Porque a veces sobre las personas mayores tenemos opiniones muy distintas; pero respecto a estos niños observo que siempre estamos de acuerdo.
– Si al juzgar a las personas mayores, en vez de dejarse arrastrar por su imaginación y sus caprichos se dejara guiar por los sentimientos naturales, como hace usted cuando se trata de estos niños, siempre podríamos estar de acuerdo.
– Desde luego, nuestras diferencias siempre se deben a que yo estoy equivocada, ¿no es así?
– Sí -dijo él, sonriendo- y hay una buena razón para ello: cuando usted nació yo tenía ya dieciséis años.
– Cierto, es una diferencia de edad -replicó Emma-, y no dudo de que en aquella época tenía usted mucho más criterio que yo; pero, ¿no cree que los veintiún años que han transcurrido desde entonces pueden haber contribuido a igualar bastante nuestras inteligencias?
– Sí… bastante.
– A pesar de todo, no lo suficiente como para concederme la posibilidad de que sea yo la que tenga razón si disentimos en algo.
– Aún le llevo la ventaja de tener dieciséis años más de experiencia y de no ser una linda muchacha y una niña mimada. Vamos, mi querida Emma, seamos amigos y no hablemos más del asunto. Y tú, Emmita, dile a tu tía que no te dé el mal ejemplo de remover antiguos agravios, y que si antes tenía razón ahora no la tiene.
– Es verdad -exclamó-, es la pura verdad. Emmita, tienes que llegar a ser una mujer mejor que tu tía. Sé muchísimo más lista, y no seas ni la mitad de vanidosa que ella. Ahora, señor Knightley, permítame dos palabras más y termino. Creo que los dos teníamos las mejores intenciones, y debo decirle que aún no se ha demostrado que ninguno de mis argumentos sea falso. Sólo quiero saber si el señor Martin no ha sufrido una decepción demasiado grande.
– No podía sufrirla mayor -fue la breve y rotunda respuesta.
– ¡Ah! De veras que lo siento mucho… ¡Vaya, démonos las manos!
Apenas habían acabado de estrecharse las manos, y con gran cordialidad, cuando hizo su aparición John Knightley y los «¿Qué tal, George?», «Hola, John, ¿qué tal?», se sucedieron en el tono más característicamente inglés, ocultando bajo una impasibilidad que lo parecía todo menos indiferencia, el gran afecto que les unía, y que de ser necesario hubiera llevado a cualquiera de los dos a hacer cualquier sacrificio por el otro.