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La velada era apacible e invitaba a la conversación, y el señor Woodhouse renunció totalmente a los naipes con objeto de poder charlar a sus anchas con su querida Isabella, y en la pequeña reunión no tardaron en formarse dos grupos: de una parte él y su hija; de otra los dos señores Knightley; en ambos grupos se hablaba de cosas totalmente distintas, y muy raras veces se mezclaban las conversaciones… y Emma tan pronto se unía a unos como a otros.

Los dos hermanos hablaban de sus asuntos y ocupaciones, pero sobre todo de los del mayor, quien era con mucho el más comunicativo de ambos y que siempre había sido el más hablador. Como magistrado solía tener alguna cuestión de leyes que consultar a John, o por lo menos alguna anécdota curiosa que referir; y como hacendado y administrador de la heredad familiar de Donwell, le gustaba hablar de lo que se sembraría al año siguiente en cada campo y dar una serie de noticias locales que no podían dejar de interesar a un hombre que como su hermano había vivido allí la mayor parte de su vida y que sentía un gran apego por aquellos lugares. El proyecto de construcción de una acequia, el cambio de una cerca, la tala de un árbol y el destino que iba a darse a cada acre de tierra -trigo, nabos o grano de primavera- era discutido por John con tanto apasionamiento como lo permitía la frialdad de su carácter; y si la previsión de su hermano dejaba alguna cuestión por la que preguntar, sus preguntas llegaban incluso a tomar un aire de cierto interés.

Mientras ellos se hallaban así gratamente ocupados, el señor Woodhouse se complacía abandonándose con su hija a felices añoranzas y aprensivas muestras de afecto.

– Mi pobre Isabella -dijo cogiéndole cariñosamente la mano e interrumpiendo por breves momentos la labor que hacía para alguno de sus cinco hijos-; ¡cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuviste aquí! ¡Y qué largo se me ha hecho! ¡Y qué cansada debes de estar después de este viaje! Tienes que acostarte pronto, querida… pero antes de irte a la cama te recomiendo que tomes un poco de avenate. Los dos tomaremos un buen bol de avenate, ¿eh? Querida Emma, supongo que todos tomaremos un poco de avenate.

Emma no podía suponer tal cosa porque sabía que los hermanos Knightley eran tan reacios a aquella bebida como ella misma… y sólo se pidieron dos boles. Después de pronunciar unas frases más en elogio del avenate, extrañándose de que no todo el mundo lo to mara cada noche, dijo en un tono gravemente reflexivo:

– Querida, no creo que hicierais bien en ir a pasar el otoño a South End [9] en vez de venir aquí. Nunca he tenido mucha confianza en el aire de mar.

– Pues el señor Wingfield nos lo recomendó con mucha insistencia, papá… de lo contrario no hubiéramos ido. Nos lo recomendó para todos los niños, pero sobre todo para Bella, que siempre tiene la garganta tan delicada… aire de mar y baños.

– No sé, querida, pero Perry tiene muchas dudas de que el mar pueda hacerle algún bien; y en cuanto a mí, hace tiempo que estoy totalmente convencido, aunque tal vez nunca te lo había dicho antes de ahora, de que el mar casi nunca beneficia a nadie. Estoy seguro de que en una ocasión a mí casi me mató.

– Vamos, vamos -exclamó Emma, dándose cuenta de que aquél era un tema peligroso-. Por favor, no hables del mar. Siento tanta envidia que me pongo de mal humor; ¡yo que nunca lo he visto! De modo que queda prohibido hablar de South End, ¿de acuerdo, papá? Querida Isabella, veo que aún no has preguntado por el señor Perry; y él nunca se olvida de ti.

– ¡Oh, sí! ¡El bueno del señor Perry! ¿Cómo está, papá?

– Pues bastante bien; pero no bien del todo. El pobre Perry sufre de la bilis y no tiene tiempo para cuidarse… me dice que no tiene tiempo para cuidarse… lo cual es muy triste… pero siempre le están llamando de toda la comarca. Supongo que no hay nadie más de su profesión por estos alrededores. Pero además es que no hay nadie tan inteligente como él.

– Y la señora Perry y sus niños, ¿cómo están? Los niños deben de estar ya muy crecidos… Siento un gran afecto por el señor Perry. Espero que pronto venga a visitarnos. Le gustará ver a mis pequeños.

– Creo que vendrá mañana porque tengo que hacerle dos o tres consultas de cierta importancia. Y cuando venga, querida, sería mejor que diera un vistazo a la garganta de Bella.

– ¡Oh, papá! Está tan mejorada de la garganta que ya casi no me preocupa. No sé si han sido los baños o si la mejoría tiene que atribuirse a una excelente cataplasma que nos recomendó el señor Wingfield y que hemos estado poniéndole una serie de veces desde el mes de agosto.

– Querida, no es muy probable que hayan sido los baños los que le hayan sentado bien… y si yo hubiese sabido que lo que necesitabais era una cataplasma hubiera hablado con…

– Me parece que os habéis olvidado de la señora y la señorita Bates -dijo Emma-; no os he oído preguntar por ellas ni una sola vez.

– ¡Oh, sí, las Bates, pobres! Estoy totalmente avergonzada de mí misma… pero las mencionabas en la mayoría de tus cartas. Supongo que están bien, ¿no? ¡Pobre señora Bates, con lo buena que es! Mañana iré a visitarla y me llevaré a los niños… ¡Están siempre tan contentas de ver a mis niños! ¡Y la señorita Bates también es tan buena persona! Lo que se dice gente buena de veras… ¿Cómo están, papá?

– Pues en conjunto bastante bien, querida. Pero la pobre señora Bates hace poco más o menos un mes tuvo un resfriado muy maligno.

– ¡Cuánto lo siento! Yo nunca había visto tantos resfriados como en este otoño. El señor Wingfield me decía que él nunca había visto tantos ni tan fuertes… excepto cuando hay una epidemia de gripe.

– Sí, querida, desde luego ha habido muchos; pero no tantos como piensas. Perry dice que este año ha habido muchos resfriados, pero no tan fuertes como él los ha visto muchas veces en el mes de noviembre. Perry no considera que en conjunto ésta haya sido una temporada de las peores.

. -No, no creo que el señor Wingfield considere esta temporada de las peores, pero…

– ¡Ay, pobre hija mía! La verdad es que en Londres todas las temporadas son malas. Nadie está sano en Londres ni nadie puede estarlo. ¡Es horrible que te veas obligada a vivir allí! ¡Tan lejos! ¡Y en una atmósfera tan malsana!

– No, la verdad es que donde vivimos no hay una atmósfera malsana en absoluto. Nuestro barrio queda mucho más alto que la mayoría de los demás. Papá, no puedes decir que es igual vivir donde vivimos nosotros que en cualquier otra parte de Londres. La parte de Brunswick Square es muy distinta de casi todo el resto. Allí el aire es mucho más puro. Reconozco que me costaría acostumbrarme a vivir en cualquier otro barrio de la ciudad; no me gustaría que mis hijos vivieran en ningún otro… ¡pero aquí es un lugar tan oreado! El señor Wingfield opina que para aire puro no hay nada mejor que los alrededores de Brunswick Square.

– ¡Ay, sí, querida, pero no es como Hartfield! Tú dirás lo que quieras, pero cuando hace una semana que estáis en Hartfield todos parecéis otros; tú no pareces la misma. Ahora, por ejemplo, yo no diría que ninguno de vosotros tenéis muy buen aspecto.

– Cómo siento oírte decir eso, papá; pero te aseguro que, exceptuando aquellas jaquecas nerviosas y las palpitaciones que tengo en todas partes, me encuentro perfectamente bien; y si los niños estaban un poco pálidos antes de acostarse era sólo porque estaban más cansados que de costumbre, debido al viaje y a las emociones de llegar a Hartfield. Confío en que mañana les verás con mejor aspecto; porque te aseguro que el señor Wingfield me ha dicho que nunca nos había mandado al campo con mejor salud. Por lo menos espero que no tengas la impresión de que mi marido parece enfermo -dijo volviendo la mirada con afectuosa ansiedad hacia el señor Knightley.

– Pues así así, querida; contigo no voy a hacer cumplidos. En mi opinión, el señor John Knightley está lejos de tener un aspecto saludable.

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[9] South End on Sea: pueblo costero en la embocadura del Támesis, en el condado de Essex.