– No entiendo lo que quiere usted decir con eso de «éxito» -dijo el señor Knightley-. Éxito supone un esfuerzo. Hubiera usted empleado su tiempo de un modo muy adecuado y muy digno si durante estos cuatro últimos años hubiera estado haciendo lo posible para que se realizara esta boda. ¡Una ocupación admirable para una joven! Pero si es como yo imagino, y sus funciones de casamentera, como usted dice, se reducen a planear la boda, diciéndose a sí misma un día en que no tiene nada que pensar: «Creo que sería muy conveniente para la señorita Taylor que se casara con el señor Weston», repitiéndoselo a sí misma de vez en cuando, ¿cómo puede hablar de éxito?, ¿dónde está el mérito? ¿De qué está usted orgullosa? Tuvo una intuición afortunada, eso es todo.
– ¿Y nunca ha conocido usted el placer y el triunfo de una intuición afortunada? Le compadezco. Le creía más inteligente. Porque puede estar seguro de una cosa: una intuición afortunada nunca es tan sólo cuestión de suerte. Siempre hay algo de talento en ello. Y en cuanto a mi modesta palabra de «éxito», que usted me reprocha, no veo que esté tan lejos de poder atribuírmela. Usted ha planteado dos posibilidades extremas, pero yo creo que puede haber una tercera: algo que esté entre no hacer nada y hacerlo todo. Si yo no hubiese hecho que el señor Weston nos visitara y no le hubiera atentado en mil pequeñas cosas, y no hubiese allanado muchas pequeñas dificultades, a fin de cuentas quizá no hubiéramos llegado a este final. Creo que usted conoce Hartfield lo suficientemente bien para comprender esto.
– Un hombre franco y sincero como Weston y una mujer sensata y sin melindres como la señorita Taylor, pueden muy bien dejar que sus asuntos se arreglen por sí mismos. Mezclándose se exponía usted a hacerse más daño a sí misma que bien a ellos.
– Emma nunca piensa en sí misma si puede hacer algún bien a los demás -intervino el señor Woodhouse, que sólo en parte comprendía lo que estaban hablando-; pero, por favor, querida, te ruego que no hagas más bodas, son disparates que rompen de un modo terrible la unidad de la familia.
– Sólo una más, papá; sólo para el señor Elton. ¡Pobre señor Elton! Tú aprecias al señor Elton, papá… Tengo que buscarle esposa. No hay nadie en Highbury que le merezca… y ya lleva aquí todo un año, y ha arreglado su casa de un modo tan confortable que sería una lástima que siguiera soltero por más tiempo… y hoy me ha parecido que cuando les juntaba las manos ponía cara de que le hubiese gustado mucho que alguien hiciera lo mismo con él. Yo aprecio mucho al señor Elton, y ése es el único medio que tengo de hacerle un favor.
– Desde luego, el señor Elton es un joven muy agraciado y un hombre excelente, y yo le tengo en gran aprecio. Pero, querida, si quieres tener una deferencia para con él es mejor que le pidas que venga a cenar con nosotros cualquier día. Eso será mucho mejor. Y confío que el señor Knightley será tan amable como para acompañarnos.
– Con muchísimo gusto, siempre que usted lo desee -dijo riendo el señor Knightley-; y estoy totalmente de acuerdo con usted en que eso será mucho mejor. Invítele a cenar, Emma, y muéstrele todo su afecto con el pescado y el pollo, pero deje que sea él mismo quien se elija esposa. Créame, un hombre de veintiséis o veintisiete años ya sabe cuidar de sí mismo.
CAPÍTULO II
EL señor Weston era natural de Highbury, y había nacido en el seno de una familia honorable que en el curso de las dos o tres últimas generaciones había ido acrecentando su nobleza y su fortuna. Había recibido una buena educación, pero al tener ya desde una edad muy temprana una cierta independencia, se encontró incapaz de desempeñar ninguna de las ocupaciones de la casa a las que se dedicaban sus hermanos; y su espíritu activo e inquieto y su temperamento sociable le había llevado a ingresar en la milicia del condado que entonces se formó.
El capitán Weston era apreciado por todos; y cuando las circunstancias de la vida militar le habían hecho conocer a la señorita Churchill, de una gran familia del Yorkshire, y la señorita Churchill se enamoró de él, nadie se sorprendió, excepto el hermano de ella y su esposa, que nunca le habían visto, que estaban llenos de orgullo y de pretensiones, y que se sentían ofendidos por este enlace.
Sin embargo, la señorita Churchill, como ya era mayor de edad y se hallaba en plena posesión de su fortuna -aunque su fortuna no fuese proporcionada a los bienes de la familia- no se dejó disuadir y la boda tuvo lugar con infinita mortificación por parte del señor y la señora Churchill, quienes se la quitaron de encima con el debido decoro. Éste fue un enlace desafortunado y no fue motivo de mucha felicidad. La señora Weston hubiera debido ser más dichosa, pues tenía un esposo cuyo afecto y dulzura de carácter le hacían considerarse deudor suyo en pago de la gran felicidad de estar enamorada de él; pero aunque era una mujer de carácter no tenía el mejor. Tenía temple suficiente como para hacer su propia voluntad contrariando a su hermano, pero no el suficiente como para dejar de hacer reproches excesivos a la cólera también excesiva de su hermano, ni para no echar de menos los lujos de su antigua casa. Vivieron por encima de sus posibilidades, pero incluso eso no era nada en comparación con Enscombe: ella nunca dejó de amar a su esposo pero quiso ser a la vez la esposa del capitán Weston y la señora Churchill de Enscombe.
El capitán Weston, de quien se había considerado, sobre todo por los Churchill, que había hecho una boda tan ventajosa, resultó que había llevado con mucho la peor parte; pues cuando murió su esposa después de tres años de matrimonio, tenía menos dinero que al principio, y debía mantener a un hijo. Sin embargo, pronto se le libró de la carga de este hijo. El niño, habiendo además otro argumento de conciliación debido a la enfermedad de su madre, había sido el medio de una suerte de reconciliación y el señor y la señora Churchill, que no tenían hijos propios, ni ningún otro niño de parientes tan próximos de que cuidarse, se ofrecieron a hacerse cargo del pequeño Frank poco después de la muerte de su madre. Ya puede suponerse que el viudo sintió ciertos escrúpulos y no cedió de muy buena gana; pero como estaba abrumado por otras preocupaciones, el niño fue confiado a los cuidados y a la riqueza de los Churchill, y él no tuvo que ocuparse más que de su propio bienestar y de mejorar todo lo que pudo su situación.
Se imponía un cambio completo de vida. Abandonó la milicia y se dedicó al comercio, pues tenía hermanos que ya estaban bien establecidos en Londres y que le facilitaron los comienzos. Fue un negocio que no le proporcionó más que cierto desahogo. Conservaba todavía una casita en Highbury en donde pasaba la mayor parte de sus días libres; y entre su provechosa ocupación y los placeres de la sociedad, pasaron alegremente dieciocho o veinte años más de su vida. Para entonces había ya conseguido una situación más desahogada que le permitió comprar una pequeña propiedad próxima a Highbury por la que siempre había suspirado, así como casarse con una mujer incluso con tan poca dote como la señorita Taylor, y vivir de acuerdo con los impulsos de su temperamento cordial y sociable.