Sólo estuvieron juntos unos pocos minutos, ya que no podían hacer esperar a la señorita Woodhouse; y entonces Harriet alcanzó corriendo a su amiga, tan confusa y con una sonrisa en el rostro, que la señorita Woodhouse no tardó en interpretar debidamente.
– ¡Piensa lo casual que ha sido el encontrarle! ¡Qué coincidencia! Me ha dicho que ha sido mucha casualidad que no haya ido a dar la vuelta por Randalls. Él no sabía que paseáramos por aquí. Creía que la mayoría de los días paseábamos en dirección a Randalls. Aún no ha podido conseguir un ejemplar de La novela del bosque. La última vez que estuvo en Kingston estaba tan ocupado que se olvidó por completo, pero mañana volverá allí. ¡Qué casualidad que le hayamos encontrado! Bueno, dime, ¿es como tú creías? ¿Qué te ha parecido? ¿Te parece muy vulgar?
– Desde luego lo es, y bastante; pero eso no es nada comparado con su absoluta falta de «dase»; no tenía por qué esperar mucho de él, y la verdad es que no me hacía muchas ilusiones; pero no suponía que fuese tan basto, de tan poca categoría. Confieso que le imaginaba un poco más refinado.
– Desde luego -dijo Harriet, en un tono de contrariedad-, no tiene los modales de un verdadero caballero.
– Me parece, Harriet, que desde que tratas con nosotros has tenido muchas ocasiones de estar en compañía de verdaderos caballeros, y que debe llamarte la atención la diferencia entre éstos y el señor Martin. En Hartfield has conocido a modelos de hombres bien educados y distinguidos. Me sorprendería si ahora que los conoces pudieras tratar al señor Martin sin darte cuenta de que es muy inferior, y más bien asombrándote de que antes hubieras podido considerarlo como una persona agradable. ¿No empiezas a sentir algo así? ¿No te ha llamado la atención esto? Estoy segura de que has tenido que reparar en su aspecto desmañado, en sus modales bruscos y en la rudeza de su voz, que incluso desde aquí se advertía que no tenía la menor modulación.
– Desde luego no es como el señor Kníghtley. No tiene un aire tan distinguido como él, ni sabe andar como el señor Knightley. Veo muy bien la diferencia. Pero el señor Knightley ¡es un hombre tan elegante!
– El señor Knightley es tan distinguido que no me parece bien compararle con el señor Martin. Entre den caballeros no encontrarías uno que mereciera tan bien este nombre como el señor Knightley. Pero no es el único caballero a quien has tratado en estos últimos tiempos. ¿Qué me dices del señor Weston y del señor Elton? Compara al señor Martin con cualquiera de los dos. Compara sus maneras; su modo de andar, de hablar, de guardar silencio. Tienes que ver la diferencia.
– ¡Oh, sí! Hay una gran diferencia. Pero el señor Weston es casi un viejo. El señor Weston debe de tener entre cuarenta y cincuenta años.
– Lo cual aún da más mérito a sus buenas maneras. Harriet, cuanta más edad tiene una persona más importante es que tenga buenas maneras… y es más notoria y desagradable cualquier falta de tono, grosería o torpeza. Lo que es tolerable en la juventud, es imperdonable en la edad madura. Ahora el señor Martin es rudo y desmañado; ¿cómo será cuando tenga la edad del señor Weston?
– Eso nunca puede decirse -replicó Harriet con cierto énfasis.
– Pero es bastante fácil de adivinar. Será un granjero tosco y completamente vulgar, que no se preocupará lo más mínimo por las apariencias y que sólo pensará en lo que gana o deja de ganar.
– Si es así, la verdad es que no será muy atractivo.
– Hasta qué punto, incluso ahora, le absorben sus ocupaciones, se advierte por el hecho de que haya olvidado buscar el libro que le recomendaste. Estaba tan preocupado por sus negocios en el mercado que no ha pensado en nada más… que es precisamente lo que debe hacer un hombre que quiera prosperar. ¿Qué tiene él que ver con los libros? Y yo no dudo de que prosperará y de que con el tiempo llegará a ser muy rico… y el que sea un hombre poco refinado y de pocas letras no tiene por qué preocuparnos.
– Me extraña que se olvidara del libro -fue todo lo que respondió Harriet, y en su voz había un matiz de profunda contrariedad en la que Emma no quiso intervenir. Por lo tanto, dejó pasar unos minutos en silencio, y luego recomenzó:
– En cierto aspecto quizá las maneras del señor Elton son superiores a las del señor Knightley o el señor Weston; son más delicadas. Podrían considerarse como más modélicas que las de los otros. En el señor Weston hay una franqueza, una vivacidad, casi una brusquedad, que en él todo el mundo encuentra bien porque responden a lo expansivo de su carácter… pero que no deberían ser imitadas. Y lo mismo ocurre con la llaneza, ese aire resuelto e imperioso del señor Knightley, aunque a él le siente muy bien; su rostro y su aspecto físico, e incluso su situación en la vida, parecen permitírselo; pero si cualquier joven se pusiera a imitarle resultaría insufrible. Por el contrario, a mi entender, a un joven podría recomendársele muy bien que tomase por modelo al señor Elton. Tiene buen carácter, es alegre, amable y cortés. Y me parece que en estos últimos tiempos se muestra especialmente amable. No sé si tiene el propósito de llamar la atención de alguna de las dos, Harriet, redoblando sus amabilidades, pero me sorprende que sus maneras sean aún más delicadas de lo que eran antes. Si algo se propone tiene que ser agradarte. ¿No te dije lo que había dicho de ti el otro día?
Y entonces repitió una serie de calurosos elogios que el señor Elton había hecho de su amiga, sin omitir ni inventar nada; y Harriet se ruborizó y sonrió, y dijo que siempre había creído que el señor Elton era muy agradable.
El señor Elton era precisamente la persona elegida por Emma para conseguir que Harriet no pensara más en el joven granjero. Le parecía que iba a formar una magnífica pareja; sólo que una pareja demasiado evidente, natural y probable para que, para ella, tuviese demasiado mérito el planear su boda. Temía que no fuese algo que todos los demás debían pensar y predecir. Sin embargo, lo que no era probable era que a nadie más se le hubiese ocurrido antes que a ella, ya que la idea la había tenido la primera vez que Harriet fue a Hartfield. Cuanto más lo pensaba, más oportuna le parecía aquella reunión. La situación del señor Elton era la más favorable, ya que era un perfecto caballero y no tenía relación con gente inferior, y al propio tiempo no tenía familia que pudiese poner objeciones al dudoso nacimiento de Harriet. Podía ofrecer a su esposa un hogar confortable, y Emma suponía que también una posición económica decorosa; pues aunque la vicaría de Highbury no era muy grande, se sabía que poseía algunos bienes personales; y tenía muy buen concepto de él, considerándolo como un joven de buen_, carácter, juicio claro y respetabilidad, sin nada que enturbiase su comprensión o conocimiento de las cosas del mundo.
Emma estaba satisfecha de que él considerase atractiva a Harriet, y confiaba que contando con que se encontraran frecuentemente en Hartfield, en principio aquello bastaba para interesar al señor Elton; y en cuanto a Harriet, no cabía apenas duda de que la idea de ser admirada por él tendría la influencia y la eficacia que tales circunstancias suelen tener. Y es que él era realmente un joven muy agradable, un joven que debía gustar a cualquier mujer que no fuera melindrosa. Se le consideraba como muy atractivo; su persona en general era muy admirada, aunque no por ella, ya que echaba de menos una distinción en sus facciones que le era imperdonable; pero la muchacha que sentía tanto agradecimiento porque un Robert Martin recorriese unas millas a caballo para llevarle unas nueces, bien podía ser conquistada por la admiración del señor Elton.
CAPÍTULO V
– No sé qué opinión tendrá usted, señora Weston -dijo el señor Knightley- acerca de la gran intimidad que hay entre Emma y Harriet Smith, pero a mi entender no es nada bueno.