– Un millón de gracias, Fiona, seguro que será estupendo. -Garabateó una nota para que su secretaria llamase al hotel, les diese sus datos y los de su tarjeta de crédito, y dispusiese todo para que un coche le recogiese en el aeropuerto Charles de Gaulle. Sintió un escalofrío al pensar que faltaba menos de una semana. Y Fiona sintió lo mismo en el coche de camino a East Hampton a última hora de la tarde. Sentía un leve remordimiento por no haber quedado con él para verle antes de marcharse. Habría sido más sencillo que volver a verlo directamente en París después de la cena en su casa. Era un poco extraño que todavía no hubiesen salido formalmente y que, sin embargo, fueran a verse en París, pero estarían los dos demasiado ocupados para pensar en ello. Y Adrian también estaría allí. Podría hacer que estuviesen juntos si ella tenía que trabajar. Aunque tenía pensado pasar todo el tiempo que le fuese posible con John. Era una manera estupenda de conocerse, y sin duda un escenario ideal.
El hecho de andar perdida en esa clase de pensamientos casi le llevó a sufrir un accidente debido al denso tráfico de la autopista Sunrise, lo que provocó que no llegarse a East Hampton hasta bien entrada la noche. El tráfico había sido horroroso y se alegró de ver a sus amigos. Fue un fin de semana agradable y relajado junto a una de las editoras veteranas de la revista, su marido y sus hijos. Y cuando Fiona regresó a casa el domingo por la noche, John la llamó.
– ¿Cómo está mi rival?
– ¿A quién te refieres? -Su voz transmitía alegría y relajación después del fin de semana en la playa. Y se sentía más cómoda también respecto a John, gracias en gran medida a que no lo había visto durante esos dos días.
– A Sir Winston, obviamente. ¿Lo llevaste contigo a East Hampton?
– Odia la playa. Hace demasiado calor para él, y no sabe nadar. Ha pasado el fin de semana con Jamal. Se lo llevó a casa. Se enfada mucho conmigo cuando me voy. La semana que viene voy a llevarlo a un campo de verano. -En este caso, realmente se trataba de una vida de perro, una vida que cualquier hombre habría envidiado. A John le gustaba en especial lo de irse tumbando donde a uno le apeteciese, dormir en la cama de Fiona…, pero no lo de los ronquidos.
– Es un tipo con suerte -dijo John crípticamente y hablaron después sobre los últimos detalles del viaje a París, como qué clase de ropa debía llevarse. Fiona le dijo que no tenía que llevarse corbatas negras, pero que necesitaría un par de trajes oscuros. La fiesta de Dior solía ser muy elegante. Y también habría otra ofrecida por Givenchy. Chic también preparaba un cóctel, como la mayoría de los grandes diseñadores. Valentino, Versace, Gaultier y Chanel siempre montaban una en el apartamento de Coco Chanel en la rué Cambon. No les iba a faltar entretenimiento y vida social. Y la fiesta que organizaba Chic en el Ritz siempre era divertida. Adrian estaba al cargo de la organización y las invitaciones. Siempre invitaba a todas las estrellas de cine, cantantes, diseñadores, famosos y nobles que se le cruzasen. La gente hacía lo que fuese para estar allí.
Fiona se dijo que debía recordarle a Adrian que incluyese a John entre los invitados a la fiesta de Chic. John parecía realmente emocionado ante la perspectiva del viaje. Y a pesar de su puntual conflicto y su preocupación respecto a su posible relación, a ella también le resultaba complicado resistir la emoción, pues estaba tan ilusionada como él. Iba a ser muy agradable tener a alguien con quien compartir París. Alguien que no fuese Adrian u otro de sus editores. Iba a ser agradable estar con un hombre otra vez, fuese cual fuese la razón, el propósito, amistad u otra cosa, ni el tiempo que durase. Y mientras se apresuraba para llegar a una reunión se puso a pensar en ello y decidió, en un momento de bravuconería, darle una auténtica oportunidad a John y librarse de toda precaución. Nadie sabía qué podía suceder tal vez mereciese la pena intentarlo. ¿ Y qué sería de la vida sin un poco de emoción y romance?
4
El vuelo nocturno desde el aeropuerto JFK de Nueva York al Charles de Gaulle de París siempre se le hacía muy breve a Fiona. Trabajaba un poco, cenaba, echaba hacia atrás el confortable asiento de primera clase de Air France, dormía unas pocas horas… y después tomaban tierra.
A las diez de la mañana estaba en el Ritz, y tras una ducha, cambiarse de ropa y tomar una taza de café, Fiona tenía que hacer frente a una cargadísima agenda. Tenía que verse con los agentes de prensa de las casas de alta costura, por lo general solía encontrarse también con los propios diseñadores y, casi siempre, estos le permitían echarle un vistazo a unos cuantos de los vestidos que iban a mostrarse en el desfile, lo que daba a entender el gran respeto que sentían por ella. A muy pocos editores, incluso entre los importantes, se les permitía acceder al sanctasanctórum de las grandes firmas, en sus talleres, antes de los desfiles. Fiona era uno de ellos. Y después de llevar a cabo la ronda por las principales casas el primer día, se citó con Adrian y sus respectivos ayudantes por la tarde. A esas alturas, ni siquiera había tenido tiempo de sentir los efectos del jet lag, y Adrian estaba disponiendo todos los detalles de última hora para la fiesta de la revista. Fiona ya le había dicho que incluyese a John entre los invitados.
Ella y Adrian cenaron en Le Vaudeville esa noche, un pequeño bistrot que a los dos les gustaba mucho, cerca de la oficina de cambio de divisa, donde difícilmente se cruzarían con nadie relacionado con el mundo de la moda. Porque aparte de que a ambos les gustaba ese local, Fiona no estaba de humor para encontrarse con otros editores o el millón de modelos que corrían por la ciudad y con el que fácilmente se habría topado en Costes, por ejemplo. Su restaurante favorito, por descontado, siempre había sido Le Voltaire, en la orilla izquierda, en el Quai Voltaire. Pero tanto ella como Adrian estaban cansados esa noche y lo que les apetecía era compartir una enorme bandeja de ostras, una ensalada y regresar al hotel. Sabían a la perfección que al día siguiente todo el mundo estaría a tope y que las cosas funcionarían ya a velocidad crucero. El primer desfile sería la noche siguiente, y John llegaría a última hora de la tarde. Adrian se había burlado del asunto, pero ella había hecho caso omiso pues, entre otras cosas, tenían un montón de cosas de las que hablar. Los vestidos que iban a ver, a algunos de los cuales Fiona ya había podido echarles un vistazo, eran para la temporada de invierno, y sin duda iban a ser fabulosos por lo que había podido entrever esa mañana. El vestido de boda de Chanel era alucinante, con una pesada falda acampanada de terciopelo blanco ribeteada de mustela blanca, y una capa larga a la espalda a juego también de mustela blanca; en el velo, además, parecían brillar pequeños copos de nieve. Era mágico.
Cuando Adrian y ella se dieron las buenas noches, Fiona cerró la puerta de su habitación, se quitó la ropa y no tardó ni diez minutos en estar metida en la cama. Ni se movió hasta levantarse a la mañana siguiente con la llamada de recepción a modo de despertador. Era un glorioso día de verano en París y la luz del sol entraba torrencialmente dentro de la habitación. Cuando estaba en la capital francesa siempre dormía con las cortinas abiertas, porque le encantaba la luz y el cielo, tanto de día como de noche. Había un destello luminoso en el cielo nocturno de la ciudad que le encantaba, se asemejaba a una enorme perla negra. Adoraba tumbarse en la cama y mirar por la ventana hasta quedarse dormida.