Eran las ocho y media cuando, finalmente, dio comienzo el desfile. La estación de tren al completo quedó sumida en la oscuridad y un antiguo tren se aproximó hacia donde se encontraban, al tiempo que lo que parecían ser un millar de tambores empezaron a sonar con los percutores ritmos de la jungla, y un centenar de hombres vestidos como guerreros Masai salieron de la nada y se colocaron entre los asistentes. Cuando las luces volvieron a encenderse, fue impresionante, y John abrió los ojos como platos fascinado. Ya había visto de pasada a Catherine Deneuve, Madonna y su corte, y la reina de Jordania estaba sentada relativamente cerca. Eran sin lugar a dudas una compañía impresionante, y John alternaba entre lo que se desplegaba ante sus ojos y las miradas a Fiona. Estaba sentada callada e inmóvil, concentrada, esperando lo que iba a tener lugar en breves instantes, en cuanto la música aumentó de volumen y tres hombres con dos tigres y un leopardo de las nieves aparecieron lentamente entre la multitud. Al verlos, Fiona sonrió.
– Esto -dijo mirando a John- es típico de Dior. -Lo único que faltaba era un elefante, y al cabo de unos segundos apareció uno, acompañado por dos mozos, dotado con una silla cubierta de pedrería. John no pudo evitar preguntarse si los animales no se pondrían nerviosos entre tanta gente, pero a nadie parecía importarle esa posibilidad, pues estaban esperando con el alma en vilo la aparición de la ropa, que fue lo siguiente en salir.
Cada modelo iba precedida y seguida por un guerrero Masai, ataviados con ropajes auténticos, lanzas, cicatrices y muy pintados. Todas las modelos eran exquisitas, y una a una fueron bajando del tren. La ropa era recargada, colorista, exótica, con largas faldas de tafetán teñido, o mallas de encaje cubiertas de cuentas, corpiños extraordinaria e intrincadamente adornados. Algunas bajaron del tren con el busto al descubierto, y John intentó apartar la mirada. De hecho, una de ellas caminó directamente hacia John, envuelta en un enorme abrigo bordado y lo abrió muy despacio para mostrar su cuerpo perfecto cubierto únicamente por un tanga. Fiona la miró alucinada. A las modelos les encantaba juguetear con la multitud. John se esforzó por parecer tranquilo y no retorcerse sobre la silla cuando la modelo se alejó. Fue un momento inolvidable. Y a todo esto, Fiona estaba allí observando pasar a las chicas con una expresión indescifrable, algo que formaba parte de su mística. Sabía componer una muy bien estudiada cara de póquer que no permitía saber qué atuendos le gustaban y cuáles no. Le haría saber al mundo su opinión cuando estuviese preparada para hacerlo, ni un minuto antes. Y John no le preguntó nada. Le encantaba mirarla, y estaba disfrutando del evento.
Los vestidos de noche que aparecieron hacia el final del espectáculo fueron igualmente fabulosos y únicos. No podía imaginar a ninguna de las mujeres que conocía llevando una de esas creaciones el día de la inauguración de la temporada del Met, o en cualquier otro acontecimiento, pero le apasionaba contemplarlos, así como fijarse en el drama y el espectáculo que rodeaba a las modelos. Cuando apareció la novia, lucía una exagerada versión del atavío que los Masai llevaban en la cabeza, una falda de tafetán blanco tan grande que casi no pudo sacarla por la puerta del tren, y una coraza dorada cubierta por completo de diamantes. En cuanto la modelo bajó del tren, apareció John Galiano montado sobre un elefante blanco, vestido con un taparrabos y la misma clase de coraza. Media docena de guerreros pintados subieron a la novia a lo alto del elefante y la sentaron junto a Galiano, entonces ambos saludaron con la mano y se marcharon. A esas alturas, ya se habían llevado a los tigres y los leopardos de las nieves, algo que John entendió como todo un acierto, pues la multitud a su alrededor pareció volverse loca de repente, gritando y silbando y aplaudiendo, mientras el resto de los modelos acababa de pasar y la música de tambores alcanzaba un volumen por completo ensordecedor. Al poco rato los guerreros y las modelos montaron en el tren y salieron de la estación. El alboroto se apoderó del andén y Fiona finalmente se volvió para mirar a John.
– ¿Qué tal? -Parecía divertida, y pudo comprobar que John estaba anonadado. La representación le había hipnotizado. Había sido realmente fuerte para un novato, incluso para un aficionado a la alta costura. Pero en ese terreno, John era obviamente virgen. Para empezar, había sido la bomba.
– Para ti habrá sido como otro día cualquier en la redacción. -Le sonrió. Le había encantado-. Pero a mí me ha dejado patidifuso. Ha sido alucinante. Al completo. La ropa, las mujeres, los guerreros, la música, los animales. No sabía dónde mirar. -En un sentido mucho, mucho más glamouroso, le había recordado la primera vez que fue a un circo de tres pistas. Ni siquiera Disneylandia le había provocado ese efecto. Había sido el nirvana-. ¿Siempre es así?
– En el caso de Dior, sí. Siempre se superan a sí mismos. Las Casas con solera nunca hacen cosas como esta. Los desfiles suelen ser elegantes y relajados. Pero Dior siempre es así desde que entró Galiano. Tiene más que ver con el teatro que con la moda. Es más una campaña de publicidad que un intento serio de vestir a la mujer. Pero les funciona, y a la prensa le encanta.
– ¿Hay alguien que se ponga esos vestidos? -No podía imaginarlo, aunque una boda con la novia de Galiano como protagonista, ataviada con la coraza de oro y diamantes, sin duda resultaría muy interesante.
– No muchas personas. Y realizan un montón de cambios y ajustes. En cualquier caso, solo hay unas treinta o cuarenta mujeres en el mundo que vistan de alta costura, por eso varias firmas importantes han cerrado. El trabajo es tan intenso y tan caro el coste de los materiales y la confección, que todos pierden dinero. Por eso en ciertos casos lo tratan como una campaña de publicidad, no como un medio de ganar dinero. Pero en ciertos aspectos, causan un impacto en la ropa prêt-à-porter, y desde ese punto de vista les compensa. Porque tarde o temprano veremos cómo esa ropa se transforma teniendo en cuenta a las mujeres reales que compran su ropa en Barney's.
– Ardo en deseos de verlo -dijo John, y Fiona se echó a reír-. Me encantaría ver esos vestidos en mi oficina.
– En cierta medida, es posible que los veas, aunque en una versión muy descafeinada. Tarde o temprano llega ahí, en una interpretación tolerable para las masas. Aquí es donde empieza, en su forma más pura. -Era un modo de verlo, y él sabía que ella era una experta conocedora del negocio. Ahora, estando en París, la respetaba incluso un poco más, y sentía aun una mayor fascinación por ella. Y resultaba evidente que ella disfrutaba estando a su lado.
Cuando la multitud empezó a desperdigarse, se encaminaron hacia las salidas. Regresarían al hotel para tomar una copa, después acudirían a la piscina pública en la que Dior había montado su fiesta. Pero Fiona le dijo que no tenía sentido ir antes de medianoche. Eran las diez cuando salieron de la estación. Y las diez y media cuando llegaron al hotel, se sentaron a una mesa en un rincón del bar y tomaron unos cócteles y algunos aperitivos. Para entonces, John estaba hambriento, pero ella le había dicho que no tenía hambre. Adrian se detuvo con ellos un rato, dijo que el espectáculo había sido maravilloso y, cada cinco minutos, alguien pasaba junto a su mesa y saludaba a Fiona. Resultaba palmario que, en su territorio, Fiona era una reina.
– ¿Alguna vez te tomas un descanso de todo esto? -le preguntó John con sincero interés.
– Aquí no -dijo dándole un trago a su copa de vino blanco. Él había pedido un martini, pero no se quejó al comprobar que era básicamente vermut. Se lo estaba pasando demasiado bien con ella para preocuparse por la bebida. Y resultaba evidente lo mucho que a ella le gustaba todo aquello, no solo lo que tenía lugar en sí, sino también el ambiente. Estaba como pez en el agua, rodeada de sujetos y esclavos. Todo el mundo quería saber su opinión sobre los vestidos, y finalmente estuvo en disposición de admitir que, en gran medida, le habían gustado mucho.