– No va a instalarse -le corrigió-. Va a quedarse conmigo por lo que queda de verano.
– Lo que tú digas, «va a quedarse». Las cosas parecen ir bastante bien. Nadie se «ha quedado contigo» desde hace años. -Adrian le recordó lo que ella sabía de sobra.
– Y yo había dado por seguro que nadie volvería a quedarse nunca. Creía que Sir Winston y yo estaríamos juntos hasta la eternidad, o hasta que la muerte nos separase.
– Uno de los dos va a sobrevivir a vuestra relación. Y teniendo en cuenta la edad de Sir Winston y sus problemas de corazón, espero que seas tú. -Ella asintió, sorprendida por el comentario. Le gustaba pensar que Sir Winston iba a vivir para siempre. Adrian suponía que tendría suerte si podía estar a su lado un año o dos más, como mucho. El perro había sufrido ya un par de serios avisos. Adrian esperaba, por el bien de Fiona, que el hecho de que ella compartiese sus días con un animal bípedo no llevase a Sir Winston a una situación límite.
Tras resolver los problemas más destacados del momento, Adrian y Fiona se pusieron manos a la obra. Él la puso al día de todo lo que había sucedido relacionado con los desfiles de París. Ella tenía una reunión general con todo el equipo a las once que, como sucedía por costumbre, se alargó hasta las dos. Pasó el resto de la tarde recuperando el tiempo perdido, mirando las fotos de los desfiles de alta costura, y comprobando las fechas y los detalles para próximas sesiones fotográficas. Siempre estaban locamente ocupados. Acababan de cerrar el número de octubre y ya estaban empezando el de noviembre. Y dentro de un mes estarían hasta los topes por el tema de la Navidad, pues ese era siempre uno de los números grandes. Fiona se sintió decepcionada al descubrir que dos de sus editores favoritos habían dejado la revista mientras ella estaba fuera. Adrian había contratado a sus sustitutos estando ella de vacaciones.
Se quedó anonadada al comprobar que tenía prevista una importante sesión fotográfica para finales de semana con Brigitte Lacombe. Y otra, todavía más complicada, con Mario Testino para el mismo fin de semana. Iba a ser una semana de locos. Bienvenida a casa.
Pero a pesar de todo lo que tenía entre manos, se las arregló para salir de la redacción a las seis en punto y volar a casa. Adrian había conseguido que enviasen unas cuantas perchas con ruedas a su casa y Jamal las había montado en la habitación de invitados, aunque ella no se dio cuenta, hasta que tiraron dos al suelo con todos los vestidos de noche colgados, que las habían montado mal. Jamal había seguido las instrucciones de montaje al revés. Tuvo que ayudarla a recomponerlas.
– Ese tipo tiene que gustarte de verdad -comentó Jamal mientras ella recogía todos sus vestidos de noche del suelo por tercera vez y los colgaba de la percha. Había dedicado dos minutos enteros a besar y abrazar a Sir Winston, y él se había limitado a mostrarse frío y distante. No le gustaba que lo enviasen de «campamentos», y siempre que tenía que ir, se lo hacía pagar con creces a Fiona durante semanas. Ella vivía en la casa del perro. Y, a esas alturas, ya se había tumbado en la cama y roncaba sonoramente.
– Es un tipo estupendo -dijo sobre John al tiempo que colgaba parte de su ropa de playa en las perchas y una docena de camisones. Para cuando acabó, había dejado vacío un tercio del armario para los trajes de John, y quedaba espacio en el suelo para cuatro o cinco pares de zapatos. Y había sacado las cosas de dos de los cajones. No parecía gran cosa, pero le había llevado dos horas de trabajo. John llamó a las siete y le dijo que todavía estaba en la oficina, que no había pasado por el apartamento y que esperaba llegar a su casa a eso de las nueve. Y que si le parecía bien, podía llevar consigo pizza y vino. Ella le dio su aprobación y le dijo que prepararía una ensalada y una tortilla, lo cual a él le sonó a música celestial. Fiona sonrió tras colgar el teléfono, le parecía maravilloso hacer vida doméstica con él.
Jamal ya se había marchado para entonces, y ella exploró de nuevo por sus armarios buscando posibles cosas que sacar. Finalmente logró sacar dos parkas para esquiar que rara vez se había puesto y también el gran abrigo largo que llevaba cuando nevaba. Ocupaban un montón, pero traducido a espacio del armario, sospechaba que solo le servirían a John para colgar dos o tres trajes más. Parecía más difícil encontrar sitio en el armario que encontrar oro. Y sin duda ella habría preferido sacarse el oro de los dientes que entregarle todo un armario a John. Era una exigencia demasiado dura, por mucho que le quisiese.
Se sentó en la cama junto a Sir Winston, él la miró, gimió y se dio la vuelta sobre el lomo. Ella captó el mensaje y fue a darse una ducha antes de que llegase John. De repente, todo era diferente. Ahora, en lugar de tumbarse en la cama al llegar la noche, hecha una piltrafa, y comer atún directamente de la lata, o un plátano con un poco de pastel de arroz, tenía que adecentarse, tal vez incluso lucir sexy y glamourosa, y preparar comida para dos. Pero era divertido. Y solo iba a ser así durante el verano. Era como jugar a las casitas. Se puso una especie de chilaba de color rosa pálido de seda y unas sandalias doradas y después preparó la mesa e hizo una ensalada. Tenía pensado hacer la tortilla cuando él ya estuviese en casa.
Cuando llegó, cerca de las diez, parecía completamente agotado. Mucho peor de lo que ella solía estar cuando llegaba a casa. Acarreaba un montón de ropa, que sacó del taxi llevándola abrazada contra el cuerpo, y dos bolsas llenas de cinturones, corbatas, ropa interior y calcetines. Daba la impresión de haber iniciado una mudanza, y durante una fracción de segundo, a Fiona le dio un brinco el corazón. Pero al instante recordó la suerte que tenía y lo mucho que le amaba. Cuando la besó, se lo recordó, y después él dejó en el suelo del recibidor todas sus pertenencias. Tras el beso John miró a su alrededor expectante y preguntó:
– ¿Dónde está el perro?… Lo siento…, el chico…, el hombre…, tu amigo… Bueno, ya sabes, Sir Winston. -Tenía que recordarlo si quería que las cosas fuesen bien. Cada vez que pronunciaba la palabra «perro», ella le miraba como si le hubiese dado un bofetón. Por lo visto era muy sensible a ese tema; y, por lo visto, el perro también lo era.
– Está enfadado conmigo. Se ha ido a la cama.
– ¿Nuestra cama?… ¿Tu cama?-Ella asintió, él esbozó una sonrisa y volvió a besarla. John era un buen partido pero, después de todo, era la casa de Sir Winston. Había llegado primero.
– Debes de estar hambriento. He hecho una ensalada. ¿Quieres ahora la tortilla?
– Para serte sincero, no tengo mucha hambre. Me he tomado un tazón de sopa en el apartamento. La señora Westerman dejó vacíos todos los armarios. Es como si nadie viviese allí.
– Ahora no vive nadie. -Fiona sonrió orgullosa al pensar en el espacio que había logrado despejar en el armario. Esperaba que a él le pareciese bien.
– ¿Sabes lo que me encantaría?, me encantaría darme una ducha y relajarme. No tienes por qué cocinar nada para mí. -Ella tampoco tenía hambre, así que volvió a recoger los salvamanteles y guardó la ensalada en la nevera. Agarró un plátano y ayudó a John a llevar sus cosas arriba. También se había traído su kit para limpiar los zapatos, y su cepillo de dientes eléctrico. Le interesaba la higiene bucal y se pasaba horas con el hilo dental por las noches.
Cuando llegaron arriba, tiraron toda la ropa encima de la cama. Solo tras escuchar el ronquido bajo aquella montaña de ropa comprendió que habían enterrado a Sir Winston, y Fiona lo sacó todo al instante. El perro alzó la cabeza, les miró, volvió a apoyar la cabeza y retomó el concierto de ronquidos. Parecía una perforadora mecánica siguiendo un ritmo monótono. Fiona sonrió.
– ¿Eso significa que da su aprobación o no? -preguntó John mirando al animal desconcertado. Nunca había oído nada parecido, excepto algunas máquinas-. ¿Le has contado lo nuestro?