– Más o menos. Creo que está al corriente.
– ¿Y qué ha dicho?
– No gran cosa.
– Bien-dijo aliviado. Estaba demasiado cansado para negociar con un perro. Había sido un día infernal, porque tenían nuevos problemas con dos cuentas de la agencia. Nada irresoluble, pero le había llevado toda la jornada y le había dejado para el arrastre. Estaba hecho polvo y lo único que quería era darse una ducha y meterse en la cama. Caminó hasta el baño mientras Fiona colgaba su ropa en el armario. Cuando John salió, unos veinte minutos más tarde, volvía a tener pinta de ser humano, estaba limpio y se había desprendido de todos sus pensamientos relacionados con el trabajo.
Fiona le enseñó los dos cajones. John se sintió como un niño en un campamento de verano, o como el primer día en un internado, aprendiendo dónde tenía que dejar las cosas. Nada allí le resultaba familiar, pero no le importaba. Su principal deseo era estar con ella. Fiona también le mostró dónde había colgado sus trajes y sus camisas. Estaba todo muy apretadito a la izquierda de su ropa, sin un solo centímetro de separación, pero había cabido todo. Él observó la ropa durante unos segundos, preguntándose por qué ella no habría hecho un poco más de espacio, pero optó por no decir nada. Había una especie de vestido con plumas cubriendo uno de sus trajes.
– No ha quedado mucho sitio -comentó.
Fiona odiaba tener que admitirlo, pero el armario parecía haber encogido desde la tarde. Se había sentido muy orgullosa del espacio que había dejado para él, pero ahora no parecía suficiente. Se prometió estudiar con calma el problema al día siguiente. Necesitaba más perchas con ruedas. Pero John estaba demasiado cansado para preocuparse por algo así. Puso en marcha el televisor y se tumbó en la cama. Sir Winston alzó la cabeza, le miró con desprecio y dio la impresión de hundirse en la cama. Al menos no le había ladrado. John no estaba seguro de poder dormir con el ruido que hacía, pero estaba dispuesto a intentarlo, y por otra parte estaba tan agotado esa noche que no le preocupaba demasiado. Se quedó dormido con la tele puesta y Fiona entre sus brazos. Eso era todo lo que deseaba. Y cuando se despertó a la mañana siguiente, Fiona tenía dispuesto café y zumo de naranja para él, le entregó el periódico y le había preparado unos huevos revueltos. El perro ya se había marchado.
Todo era estupendo en su pequeño mundo. La primera noche había ido muy bien. Fiona se sentía enormemente aliviada cuando se fue a trabajar. John le envió rosas esa tarde. Adrian alzó una ceja cuando las vio sobre su mesa.
– ¿El perro no le volvió loco?
– Por lo visto, no. Dormimos como dos troncos. Y le he preparado el desayuno esta mañana -dijo con orgullo.
– ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo así?
– El día de la Madre, cuando tenía doce años. -Adrian sabía que Fiona odiaba hacer cualquier otra cosa aparte de vestirse antes de irse a trabajar por la mañana.
– Virgen santa -dijo Adrian volviendo sus ojos hacia el cielo con el aspecto de un niño en unas jornadas espirituales-. ¡Eso tiene que ser amor!
8
John demostró ser tan extraordinario como Fiona había supuesto que era. Incluso se mostró comprensivo cuando ella le dijo que tenía que quedarse en la ciudad a trabajar durante su primer fin de semana en casa. Tenía que supervisar la sesión fotográfica con Testino, no podía de ninguna manera delegar en otra persona. John le dijo que también tenía mucho trabajo que hacer, e incluso se dejó caer por la sesión para ver cómo iban las cosas. Le pareció fascinante, y preparó la cena cuando ella volvió a casa. Durante el día la temperatura había sobrepasado los treinta y siete grados y ella había tenido que estar en la acera bajo el sol abrasador. Tras la cena, se dieron un baño juntos y él le dio un masaje.
– ¿Cómo es posible que haya tenido tanta suerte? -dijo Fiona con un gruñido de felicidad mientras él amasaba los músculos de su dolorida espalda.
– Los dos hemos tenido suerte -respondió él. Le alegraba tanto vivir con ella, volver a tener compañía. Disfrutaba de los más mínimos y extravagantes detalles de la vida de Fiona. Para él, todo era nuevo-. Saqué a Sir Winston a dar una vuelta esta noche, cuando refrescó un poco -dijo tranquilamente-. Tuvimos una larga charla. Me dijo que me perdonaba por mi intrusión. Al parecer, lo único que le preocupa es que ocupe su espacio en el armario. -Pretendía picar a Fiona y ella gimoteó. No había tenido ni un minuto para solucionar el problema de los armarios durante la semana. John le había dicho que se le habían arrugado los trajes, y tuvo que plancharse una camisa una mañana antes de ir al trabajo. Su ropa estaba siendo devorada por la de Fiona.
– Lo siento. Lo había olvidado por completo. Te juro que mañana sacaré más cosas del armario. -Pero las perchas con ruedas de la habitación de invitados ya estaban llenas. Iba a tener que dejar su ropa sobre la cama. Era un precio exiguo a pagar. Y al día siguiente, fiel a su palabra, lo hizo. Sacó todas sus faldas y pantalones de cuero y los dejó de mala gana sobre la cama de la habitación de invitados. Eso al menos le dejó a John algo más de espacio para sus trajes y camisas. Por lo visto, tenía un montón. A Fiona le alivió pensar que, como mínimo, no estaban en invierno. No habría podido disponer de un solo milímetro para sus abrigos.
El fin de semana siguiente fueron a las Hamptons, y para deleite de Fiona, John alquiló un barco para todo el mes de agosto. No era tan grande como el que habían tenido en St. Tropez, pero sin duda era un navío hermoso, y pasaron muy buenos ratos en él. Uno de los fines de semana, incluso se les unió Adrian. Y entre el barco, sus trabajos y quedar con amigos, el verano dio la impresión de pasar a la velocidad de la luz. Había sido todo un éxito. Sir Winston se acostumbró a John. Jamal dijo que era un auténtico caballero, y a finales de agosto, Fiona había llegado a cederle casi la mitad del armario. Para entonces, en la revista estaban trabajando en el número de diciembre, y la redacción al completo parecía sumida en la completa locura. Era el peor momento del año. Para ella era Navidad en agosto.
Y tal como habían planeado meses atrás, el fin de semana del Día del Trabajo John fue a ver a sus hijas a San Francisco. A esas alturas, Hilary había acabado ya sus prácticas y Courtenay había completado con éxito su trabajo en el laboratorio. John le había dicho a Fiona que durante ese fin de semana le hablaría de ella a las chicas. Su madre había muerto hacía más de dos años y John no tenía duda de que las chicas se alegrarían por él. Tanto la señora Westerman como su perra llegarían a casa después del fin de semana. El verano se acababa. La perra había sido de Ann. Fiona tenía fantasías sobre el encuentro entre los dos perros en el que se enamoraban de inmediato. Ella, por su parte, estaba nerviosa e ilusionada ante la idea de conocer a las chicas. Se había ofrecido para ir a buscarlos a los tres al aeropuerto el lunes por la noche. A John le pareció una idea estupenda.
Él quería que cenasen juntos los cuatro esa semana, para que Fiona pudiese conocer a las chicas antes de que regresasen a la universidad. Iban a estar en la ciudad solo unos pocos días. Y después de eso, Fiona y él tendrían que decidir qué iban a hacer respecto a su convivencia. Realmente, ella no disponía de espacio en casa para él, aunque él se había sentido muy feliz allí. Sus armarios, sin embargo, eran una pesadilla y ella no podía imaginar de dónde sacaría más espacio para él. A John, a su vez, no le encajaba demasiado la posibilidad de llevarla a vivir al apartamento que había compartido con Ann. Y tampoco estaba seguro de cómo reaccionarían las chicas ante semejante propuesta. Todavía seguía siendo un tema demasiado delicado para él. Y Fiona le dijo que a ella también se le haría extraño. O sea que todavía no tenían nada pensado, a pesar de que habían hablado de la posibilidad de compartir las dos viviendas, algo que a Fiona le supondría un problema debido al perro. No quería que se sintiese desarraigado, ni dejarlo solo toda la noche en la casa. Sabía que, tarde o temprano, se les ocurriría algo.