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Fiona sabía que la señora Westerman trabajaba para la familia desde que Hilary nació, o sea veintiún años, y que iba a hacer todo lo posible para ponerle las cosas lo más difíciles posible a John. No solo era injusto, era despreciable.

– ¿Qué os parece si pedimos una pizza? -dijo Fiona intentando aligerar el ambiente, pero las dos chicas la miraron y la señora Westerman cerró de golpe la puerta de la cocina y no dejaría de hacer ruido con los cajones y los armarios durante toda la comida.

– Lo cierto es que se me ha pasado el hambre -dijo Hilary, se puso en pie, y Courtenay hizo lo mismo. Sin decirle una sola palabra más a su padre, ni a ella, las chicas se fueron a sus habitaciones. Fiona siguió sentada y miró a John con cariño, alargó el brazo para tocarle la mano, pero él parecía como si le hubiesen apaleado y apenas se atrevió a mirarla. No solo le habían partido el corazón debido al modo en que lo habían tratado, sino que se sentía profundamente avergonzado por haber hecho pasar por ello a Fiona.

– Lo siento mucho, cariño -dijo Fiona.

– Y yo -dijo con voz ronca al borde del llanto-. No puedo creer que se hayan comportado así, y también lo siento por la cena. La señora Westerman siempre fue extremadamente leal a Ann, lo cual estuvo muy bien, pero eso no es razón para hacerte esto. Siento haberte hecho pasar por este trago.

– Lamento haber llegado tarde. Eso no ha ayudado mucho, precisamente. Perdí por completo la noción del tiempo.

– Eso no ha cambiado mucho las cosas. Han estado de este humor desde que se lo dije el sábado. Creí que se alegrarían por nosotros, y por mí. Me sorprendió y pensé que cambiarían de opinión al día siguiente, pero no fue así sino que la cosa empeoró.

Fiona temió de repente que las circunstancias pusiesen fin a su relación. Parecía asustada cuando le miró; él también lo parecía. Era un hombre decente, y su corazón tal vez se resintiese. John se puso en pie y fue a darle un abrazo a Fiona para tranquilizarla justo cuando la señora Westerman abrió la puerta de la cocina y permitió que Fifi, la perra pequinesa de la familia, entrase en el salón. Había sido la última y adorada mascota de la señora Anderson, y había estado al cargo de la señora Westerman desde su muerte. Fifi se detuvo bajo el marco de la puerta, ladró al verlos, al ver a Fiona entre los brazos de John. Resulta imposible saber si creyó que Fiona estaba atacándole, pero sin dar tiempo siquiera a planteárselo, salió disparada como una flecha y aterrizó en los pies de Fiona. Antes de que ninguno de los dos supiese lo que estaba sucediendo, clavó los dientes con todas sus fuerzas en el tobillo de Fiona. A ella, más que otra cosa, le sorprendió, pues además la perra se negaba a soltarla, a pesar de que Fiona se agarró a John y este vertió una jarra de agua sobre el animal. Tuvo por lo tanto que tirar de ella para apartarla de Fiona y la lanzó hacia la cocina. La perra, empapada, se marchó aullando mientras la señora Westerman gritaba que John había intentado matar a la perra. Tras eso se metió en la cocina a toda prisa sin dejar de chillar con la perrita en brazos. No le pidió disculpas a Fiona, que sangraba profusamente de una herida de aspecto nada agradable.

John le colocó una servilleta húmeda en el tobillo e hizo que Fiona se sentase apoyando la espalda. Estaba temblando, y se sentía completamente ridícula debido al jaleo que se había montado. Pero el tobillo no dejaba de sangrar, a pesar de la presión ejercida por John en la herida. La miró apenado y la ayudó a llegar, cojeando, a la cocina, pero antes de entrar le gritó a la señora Westerman que atase a la perra. Pero ella ya se había retirado a su habitación con Fifi; podían oír los furiosos ladridos al otro lado de la puerta. Lo único que deseaba John en esos momentos era enviarlo todo al infierno e irse a casa con Fiona, pero sabía que tenía que quedarse con las chicas al menos hasta que regresasen a la universidad. Nunca había tenido que enfrentarse a una situación semejante. Sentó a Fiona en la encimera de la cocina, le metió el pie en el fregadero y estudió la herida. Después la miró a la cara con auténtica vergüenza y dolor.

– Odio tener que decirlo, Fiona, pero creo que habrá que poner puntos.

– No te preocupes por eso -dijo con calma, intentando hacer que el horror en que se había convertido esa noche fuese más liviano para él-. Estas cosas pasan.

– Solo en las películas de terror -dijo con una sonrisa boba. Le rodeó el tobillo con un trapo de cocina, la ayudó a bajar de la encimera y recorrieron el apartamento, observando con preocupación cómo la mancha de sangre iba creciendo rápidamente en el trapo. Para cuando subieron al taxi, la había empapado por completo, y goteaba cuando John la tomó en brazos para entrar en el hospital y la dejó en la sala de urgencias con una mirada de incredulidad.

Cuando el doctor de guardia finalmente la examinó dijo que se trataba de una herida profunda y que necesitaba puntos. Le administró un anestésico local y la cosió, le puso la inyección del tétanos, dado que no la habían vacunado desde hacía muchos años, y le dio antibióticos y analgésicos para que se los llevase a casa. A esas horas, Fiona no tenía ya muy buena cara. No había comido nada desde el desayuno, y habían sido una tarde y una noche bastante duras. Se mareó un poco al salir y tuvo que sentarse un par de minutos.

– Siento ser tan endeble -se lamentó-. No es nada. -Intentó que John no se preocupase, pero se sentía fatal. Los efectos del anestésico estaban pasando y el tobillo le dolía horrores. Aquella pequeña bestia había mordido con todas sus fuerzas, casi con tanta fuerza como las hijas de John. La perra era como su alter ego; igual que la señora Westerman.

– ¿Nada? Mis hijas se han comportado de un modo horrible, el ama de llaves se ha transformado en un monstruo y mi perra te ha atacado, han tenido que darte punto y que ponerte la inyección del tétanos. ¿Qué demonios quieres decir con «no es nada»? -Estaba furioso y no sabía cómo librarse de esa sensación-. Voy a llevarte a casa -dijo apenado, y añadió que se quedase donde estaba hasta que encontrase un taxi. Volvió cinco minutos después, la tomó en brazos, y cuando llegaron a casa, la desvistió, la metió en la cama, le dio las medicinas y le acomodó las almohadas. Bajó la escalera para llevarle algo de comer y un poco de té. Cuando subió acarreando una bandeja, Fiona tenía mejor aspecto y él había tomado una decisión. Se lo comentó a Fiona y ella sintió auténtico terror ante lo que esperaba escuchar. Después de la noche que habían pasado, él solo podía haber llegado a una conclusión: que incluir a Fiona en su vida era algo demasiado difícil de sobrellevar. Así pues, Fiona se sentó estoicamente mientras él ordenaba sus pensamientos y miraba a los ojos a la mujer de la que se había enamorado en París, o incluso antes. Para él, había sido amor a primera vista.