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– ¿Y qué pasaría si él necesitase estar casado? Tal vez sea alguien más respetable que tú -dijo Adrian con gran tino.

– Cruzaremos ese puente cuando llegue el momento. Pero por el momento, no es una opción -respondió firme.

– ¿Por qué no?

– Tendría que renunciar a demasiados armarios. Además, sus hijas me matarían.

– Es posible, por lo que me has contado. En cualquier caso, si cambias de opinión, avísame. Si alguna vez me dices que vas a casarte, es posible que me desmaye por la conmoción. Quiero estar sentado cuando me lo digas.

– No te preocupes -dijo en confianza-, no voy a hacerlo. Es posible que mi carácter se haya suavizado, pero no me he vuelto loca.

– Entonces, ¿por qué me resulta difícil creerte? -dijo Adrian sacudiendo la cabeza incrédulo acerca de lo que acababa de decirle mientras salía de su oficina.

Tal como había dicho, John se instaló el domingo. Llevó a Courtenay a Princeton el sábado y Hilary se fue en avión a Rhode Island el viernes por la noche. Dos horas después de volver de Nueva Jersey estaba ya en casa de Fiona, acompañado por media docena de maletas y un puñado de trajes colgados del brazo. Y tres cajas archivadoras cargadas de carpetas y papeles. Dijo que podría traer el resto más adelante. En esta ocasión, Fiona había pasado horas creando más espacio para él. Seguía sin ser suficiente, habida cuenta de lo que él se había traído, pero era toda una mejora. La noche del domingo eran una pareja feliz, viviendo juntos oficialmente. Las hijas de John habían vuelto a la universidad. La señora Westerman tenía todo el apartamento para ella, y Fifi se había hecho con el mando. En la casa de Fiona, ella y John se sentían felices. Sir Winston incluso movía su corto rabito cuando veía a John. La transición había resultado sorprendentemente sencilla. Otro capítulo de sus vidas acababa de dar comienzo. Todo parecía estar moviéndose muy rápido.

Y en ese clima suave siguieron desarrollándose las cosas hasta el Día de Acción de Gracias. No había modo de saltarse la cuestión de las vacaciones, y John y sus hijas mantuvieron una enconada batalla acerca de si Fiona tenía que estar con ellos o no. Las dos chicas amenazaron con no aparecer por casa si ella estaba allí. Como deferencia a su familia, Fiona insistió en mantenerse al margen, y después de interminables discusiones sin posible solución con las chicas, John acabó aceptando su propuesta. Ella había planeado pasar el Día de Acción de Gracias en casa de Adrian junto a un extenso número de amigos, y le dijo a John que, a decir verdad, lo prefería así. No se le ocurría nada más deprimente que pasar las fiestas con gente que no deseaba su compañía. Y si bien John sí la deseaba, sus hijas no. Por no hablar de la señora Westerman y de Fifi. Era una situación estúpida, pero era la mejor solución en ese momento. Y John se sintió tremendamente agradecido por su comprensión.

Lo pasó estupendamente bien con Adrian y sus amigos. Y John tuvo un solitario y solemne Día de Acción de Gracias con sus dos hijas, y la enjuta ama de llaves sirvió la comida con cara lúgubre. Aquella comida fue de todo menos alegre y feliz. Y dado que tanto Ann como él habían sido hijos únicos y que ambos habían perdido a sus padres siendo jóvenes, no tenían más familia con la que compartir ese día. Esas vacaciones solo ayudaron a que sus hijas echaran aún más de menos a su madre. Fueron un sombrío encuentro. Y al final de la silenciosa comida, John las encaró y les dijo que estaba cansado de que le castigasen no solo por la muerte de su madre, sino también por mantener una relación con Fiona.

– No voy a permitir que sigáis haciéndolo -dijo con cara de pocos amigos. Las dos chicas se echaron a llorar y le dijeron que no querían que él olvidase a su madre.

– ¿Cómo podéis decir algo así? -preguntó ofendido-. La amaba. Sigo amándola. Siempre la amaré. Jamás podré olvidarla, ni tampoco los felices momentos que compartimos. Pero eso no significa que tenga que estar solo el resto de mi vida… para recordarla mejor. Vosotras dos ya no vivís aquí, estáis en la universidad. Aquí estoy solo. Y quiero estar con Fiona. Es una mujer maravillosa.

– No, no lo es -espetó Hilary-. Nunca ha estado casada ni tiene hijos.

– Eso no la convierte en una mala persona. Tal vez no encontró al hombre adecuado.

– Estaba demasiado ocupada trabajando -añadió Courtenay, a pesar de que no la conocía. De hecho, se habían esforzado al máximo por no conocerla.

– Esa no es razón suficiente para castigarla a ella. O a mí. Y eso es lo que habéis estado haciendo las dos. No es justo para mí.

– ¿Vas a casarte con ella? -preguntó Hilary con gesto de pánico. Habían señalado a Fiona como enemiga, y estaban dispuestas a odiarla, aunque no tuviesen motivo racional para hacerlo. No le habían dado una sola oportunidad, ni siquiera habían fingido dársela. Pero John no tenía intención de permitir que sus hijas dirigiesen su vida.

– No lo sé -les dijo su padre con sinceridad-. No creo que ella quiera casarse conmigo. Le gusta su vida tal como es. Y seguramente tenga razón. Después del modo en que os habéis comportado con ella, ¿qué motivo tendría para querer pertenecer a una familia como la nuestra, o tener hijastras como vosotras? Está mejor soltera. -Las dos chicas no parecían en absoluto avergonzadas. Hilary le había confesado a una de sus compañeras de piso lo mal educada que había sido con Fiona, y de hecho se sentía orgullosa de ello. Y su hermana mostraba la misma disposición.

– No queremos una madrastra -concluyó Hilary.

– Todavía podéis hacerlo peor -dijo John con firmeza-. Mucho peor. Es una buena mujer. Y eso no tiene que ver con vosotras. Tiene que ver conmigo. No sois dos niñas. Tenéis diecinueve y veintiún años. No podéis seguir actuando como si lo fueseis. Si eso es lo que queréis, es cosa vuestra. Pero no voy a permitir que arruinéis mi vida.

– Si te casas con ella, no vendremos en vacaciones -dijo Courtenay petulante, con el tono de voz de una niña de cinco años, no de una estudiante universitaria de segundo año en Princeton.

– Lamento oír eso. Es posible que os encontraseis con una situación un tanto diferente -dijo amenazándolas sutilmente. Ambas captaron el mensaje.

– ¿Nos retirarás la asignación? -Ellas estaban probando hasta dónde podían llegar y hasta qué punto le afectaría a él. Habían llegado lo bastante lejos. De hecho, demasiado lejos.

– Si yo estuviese en vuestra posición, no me propondría comprobarlo. Voy a sentirme muy decepcionado con vosotras si continuáis comportándoos de ese modo si Fiona y yo nos casamos. -Lo que les dijo esa noche les llevó a reunirse en la cocina con la señora Westerman después de cenar. Por lo que había dicho, daba la impresión de que iba a casarse con Fiona.

– La sacaremos de aquí en seis meses si lo hace -le dijo en voz baja a las dos chicas la señora Westerman. A ellas les pareció un buen plan. Les gustó la idea de librarse de ella en un plazo de seis meses. Al menos no tendrían que estar con ella durante el resto de sus vidas, y así volverían a tener a su padre para ellas solas. Era lo único que querían. Su madre había muerto y no querían que nadie ocupase nunca su lugar. Nunca.

– ¿Y qué pasará si te despide? -preguntó Courtenay con voz entrecortada. Aparte de su padre, era la única persona que tenían en el mundo, y ella lo sabía.

– Que lo haga. Volvería a Dakota del Norte y vosotras podríais venir siempre que quisieseis. -Había ahorrado algo de dinero y también había heredado una pequeña casa allí. John no podía hacerle nada. Y, en cualquier caso, ella ya le había perdido el respeto. Creía que lo que estaba haciendo con esa mujer no era propio de cristianos.

– No queremos que te vayas -dijo Hilary con tristeza-. Queremos que te quedes aquí para siempre. -Pero la señora Westerman sabía que un día se jubilaría y se iría a su casa. Llegado el momento, las chicas se harían mayores y se casarían. Ya estaban en la universidad. No le quedaba mucho tiempo. Y si lograba evitar que John se casase con esa mujer, al menos le habría hecho un último servicio a la señora Anderson. Habría cumplido lo que prometió tras su muerte, que evitaría que él mancillase su recuerdo, o que hiciese alguna clase de tontería. Se lo debía. E iba a hacer todo lo que estuviese en su mano para protegerla. Ann Anderson había sido una mujer excelente. Y esa otra mujer, esa que él andaba acechando y con la que se acostaba, con la que se degradaba en definitiva, pues bien, fuera lo que fuese o creyese ser a ojos de John, por lo que a ella respectaba, no era nadie.-Y mientras Rebeca Westerman estuviese viva, Fiona nunca conseguiría a John. Lo había jurado solemnemente y cumpliría con ello costase lo que costase.