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Fiona le acompañó hasta el ascensor, algo que no acostumbraba hacer. Por lo general, estaba deseando volver al trabajo, pero dedicó aún unos minutos más a hablar con él, y se sentía a gusto cuando regresó a su despacho. Era un buen hombre, inteligente, rápido, divertido y no tan estirado como podían dar a entender su traje gris, su camisa blanca y su corbata azul marino. Parecía más un banquero que el director de una agencia de publicidad, pero le gustó comprobar que llevaba unos zapatos elegantes y caros; supuso que los habría comprado en Londres y también se dijo que el traje a medida le sentaba como un guante. John Anderson tenía una imagen muy definida, que contrastaba llamativamente con la suya. En todos los sentidos, y sin duda en lo relativo al gusto y al estilo, Fiona era más atrevida. Podía ponerse prácticamente cualquier cosa, pero siempre estaba estupenda.

Salió a última hora del despacho esa tarde y, como siempre, con prisas. Detuvo un taxi frente al edificio de la redacción en Park Avenue y se dirigió hacia su casa de ladrillo rojo. Llegó a casa pasadas las seis de la tarde, totalmente abrumada a causa del calor pasado en el taxi. En cuanto entró en casa escuchó el barullo en la cocina. Esperaba invitados a las siete y media. Mantenía el interior a una temperatura muy baja, tanto para su comodidad como para la de su viejo bulldog inglés. Tenía catorce años, una longevidad milagrosa para los perros de su raza, y todos los que le conocían le tenían en gran estima. Se llamaba Sir Winston, en honor a Churchill. Le dio la bienvenida con entusiasmo cuando la vio entrar en casa y dirigirse a toda prisa hacia la cocina para ver cómo iban las cosas. Fiona se alegró al comprobar que los del servicio de catering trabajaban a buen ritmo en la preparación de la cena hindú que había ordenado.

Su mayordomo a tiempo parcial llevaba una ancha camisa de seda amarilla y unos pantalones bombachos rojos de tela de sari. Le encantaban las ropas exóticas y, siempre que le resultaba posible, Fiona le traía hermosas telas de los lugares a los que viajaba. A ella le fascinaba la capacidad que tenía para transformar aquellas telas. Su nombre era Jamal, era paquistaní, y aunque tenía algunas costumbres ciertamente pintorescas, la mayor parte del tiempo era muy eficiente. Sus carencias en el dominio de las artes domésticas las suplía a base de creatividad y flexibilidad, lo cual encajaba a la perfección con Fiona. Ella podía sacarse perfectamente una docena de invitados para cenar de la chistera y él se las ingeniaba para crear estupendos arreglos florales y tener preparada comida para todos; aunque esa noche el servicio de catering se estaba encargando de la cena. Media docena de personas estaba trabajando en la cocina de Fiona, y Jamal había cubierto el centro de la mesa del comedor con musgo, delicadas flores y velas. Había transformado la estancia en un jardín hindú, colocando también salvamanteles de seda fucsia y servilletas color turquesa. La mesa tenía un aspecto suntuoso. El aspecto ideal para una de las fiestas de Fiona, que eran ya legendarias en la ciudad.

– ¡Perfecto! -dijo con una amplia sonrisa, y después subió la escalera para darse una ducha y vestirse, seguida con gran esfuerzo por Sir Winston. Cuando el perro llegó a lo alto de la escalera, Fiona ya se había quitado la ropa y entrado en la ducha.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, estaba de nuevo abajo, ataviada con un exquisito sari de color verde lima. Y una hora después de eso, había dos docenas de personas en su salón conversando ruidosamente. Se trataba de uno de los frecuentes grupitos de invitados de Fiona: varios fotógrafos jóvenes, varios escritores de su edad, un famoso artista y su esposa, un antiguo editor de la revista Vogue que había sido el mentor de Fiona, un senador, unos cuantos banqueros y hombres de negocios, y varias modelos de renombre; lo habitual para una noche en su casa. Todo el mundo estaba pasándoselo bien, así que para cuando llegaron a la mesa del comedor las conversaciones se habían entrelazado, los invitados se sentían como viejos conocidos y las bandejas de Jamal con entremeses y copas de champán habían volado. La velada estaba siendo un éxito antes siquiera de haber dado comienzo. A Fiona le encantaban esa clase de reuniones, y a menudo se divertía. Sus cenas solían tener un aire informal, pero en realidad siempre estaban mucho más perfectamente orquestadas de lo que ella se habría atrevido a admitir, a pesar de las improvisaciones y los arreglos de última hora. Era una perfeccionista, a pesar de pasarlo bien con gente de lo más ecléctica y de coleccionar un buen número de conocidos de los más variados registros artísticos. Y debido a las coincidencias más que a un cuidado diseño, las personas que se reunían en torno a su mesa solían ser gente atractiva a la vista. Si bien la estrella que siempre sobresalía entre todas las demás, la más misteriosa, distinguida e impresionante era Fiona. Su estilo, su gracia y su capacidad para emocionar eran un don. De ahí que atrajese a personas interesantes como si se tratase de un imán.

Cuando se fue el último de los invitados, a eso de las dos de la madrugada, subió a su habitación después de darle las gracias a Jamal por sus esfuerzos. Estaba segura de que dejaría la casa impecable, los del servicio de catering habían dejado la cocina inmaculada, y Sir Winston hacía rato que roncaba en su dormitorio. Hacía un ruido como de cortacésped, pero a ella no le molestaba; al contrario, le encantaba. Dejó el sari sobre una silla, se puso el camisón que Jamal le había dejado preparado, se metió en la cama y cayó dormida tan solo cinco minutos después. Se puso en marcha de nuevo a las siete, en cuanto sonó el despertador. Tenía una larga jornada por delante, estaban cerrando el número de agosto y tenía una reunión relativa a la agenda prevista para el número de septiembre.

Estaba oyendo las propuestas de los editores cuando su secretaria le avisó por el interfono de que John Anderson le llamaba por teléfono. Estuvo a punto de decirle que estaba demasiado ocupada en ese momento y no podía atenderle, pero se lo pensó mejor. Tal vez fuese algo importante. Le había planteado toda una serie de cuestiones cuando se vieron que implicaban respuestas, sobre todo en lo relacionado con el presupuesto.

– Buenos días -dijo John amablemente-. ¿Llamo en mal momento? -preguntó con un deje de inocencia que a ella le hizo reír. En su día a día, rara vez había un momento que pudiese denominarse bueno. Siempre estaba ocupada, y por lo general sumida en situaciones caóticas.

– No, está bien. La locura habitual de la revista. Estamos cerrando el número de agosto y preparando el de septiembre.

– Lo siento, no quería interrumpir. Solo quería decirte que lo pasé muy bien ayer.

Su voz le resultó más profunda de lo que recordaba, y le sorprendió que le pareciera tan sexy. No habría utilizado esa palabra para describirlo, pero su voz por el teléfono tenía un timbre poderoso y masculino. También respondió a varias de las preguntas que le había planteado, y eso le gustó. Le gustaba trabajar con personas que supiesen llevar a cabo con presteza lo que tenían que hacer. Obviamente, John se había esforzado. Fiona tomó nota de lo que le dijo y él le pidió que después le enviase por fax más información. Ella le dio las gracias y estaba a punto de colgar el teléfono y volver a sumirse en el caos que la rodeaba cuando John dio un giro completamente inesperado y casi pudo oírle reír. Su voz pasó de ser la de un eficiente hombre de negocios a la de algo parecido a un adolescente.