Adrian entró como un huracán en su despacho en cuanto se enteró.
– ¡No me lo habías dicho! -le dijo con cara de haber sufrido una terrible decepción- Fiona, ¿qué has hecho?
– Tenía que hacerlo -respondió con calma-. Ya no puedo seguir haciendo mi trabajo. Creo que he perdido el ritmo. Si es que eso significa algo. Me importa bien poco la gente, las fiestas, la imagen o la ropa. No me preocupa lo más mínimo volver a ver un desfile de alta costura en la vida, de hecho espero no volver a ninguno.
– Al menos podrías habérmelo contado antes de hacerlo. Podríamos haber hablado del tema. ¿Por qué no te tomas seis meses de descanso? -Pero ambos sabían que ella no habría hecho algo así con su trabajo. No podía dejar la revista sin colocar a alguien al timón, de hecho cuando se iba una semana todo se volvía un desastre, todo quedaba fuera de control. Dos días después, Adrian supo que lo había recomendado para el puesto. Era la decisión correcta, una sabia recomendación, y dos semanas después de presentar su renuncia, Adrian fue nombrado editor en jefe de la revista Chic. Le dijeron que una semana después, cuando las cosas se aposentaran un poco, era libre de irse. Las cosas se movieron muy deprisa.
Salió de su despacho muy tranquila, sin echar la vista atrás. Lloraba cuando se fue, acarreando una caja de libros y una planta que su mentor le había entregado años antes. Adrian lloraba sin ocultarlo cuando tomó la caja de sus manos. Ambos sabían que las aguas se cerraban muy rápido tras la marcha de un editor, que pronto sería olvidada, pero era innegable que Fiona Monaghan había dejado huella, y había sabido aleccionar a Adrian. Querían montar una fiesta de despedida para ella, pero Fiona se negó. No estaba de humor. Cinco minutos después de salir de su despacho, Adrian la metió en un taxi y le entregó de nuevo la caja.
– Te quiero -susurró Fiona con una triste sonrisa. Se miraron fijamente.
– Eres la mejor amiga que he tenido nunca. -Había lágrimas en sus ojos.
– Tú también. Mañana nos vemos. -Iba a ir a su casa a la mañana siguiente para ayudarla a empaquetar. Ya había alquilado la casa y tenía pensado enviar todas sus pertenencias a un guardamuebles. Apenas iba a llevarse nada a París. Había reservado una pequeña habitación en el Ritz, una especie de oferta que le hicieron, hasta encontrar un apartamento. Gracias a las acertadas inversiones que había realizado a lo largo de los años, se encontraba en una buena situación financiera, y no se vería obligada a trabajar durante mucho tiempo. Encontraría un apartamento y, si las cosas se encaraban del modo adecuado, escribiría un libro. Tal vez en primavera. Antes de eso, daría largos paseos, dormiría de lo lindo e intentaría curarse. La buena noticia era que no tendría por qué volver a ver nunca más a John Anderson. Echaría de menos la revista, de eso estaba convencida, pero no tanto como iba a echarlo de menos a él. Pero tenía que olvidarlos a ambos. Formaban parte del pasado. El futuro era desconocido y no parecía demasiado esperanzador para ella. Y el presente le resultaba extremadamente doloroso.
Adrian pasó por su casa, tal como había prometido, a la mañana siguiente. Les llevó todo el día vaciar los armarios y guardar las cosas en cajas. Fiona se asombró de lo que fue encontrando, de la montaña de tesoros, en un tiempo significativos y ahora pasados de moda.
– Podrías poner en marcha un museo de la moda con todas estas cosas -dijo Adrian mientras dejaba otra pila de ropa que tenía pensado entregar a la beneficencia.
– Si hubiese hecho esto cuando John estaba aquí, podría haberse quedado con más de la mitad de los armarios -declaró con pesar. Apenas quedaba nada ya en unos armarios que, hasta ese momento, habían estado abarrotados.
– Olvídalo -le aconsejó Adrian-. No era cuestión de los armarios. Fue por un montón de cosas. Vuestros estilos de vida eran demasiado diferentes. El había estado casado toda su vida, y tú nunca. Tenía hijas, tú no. Sus hijas te odiaban, su ama de llaves te odiaba, su perra intentó matarte. Dos veces. Y la gente con la que tú te relacionabas le sacaba de sus casillas. -Ambos sabían, y finalmente también había llegado a saberlo el propio John, que a pesar de amarla y pensar que era una mujer fabulosa y apasionante, era poco menos que una guindilla picante, un bocado de wasabi capaz de humedecerle los ojos de terror en la mayoría de ocasiones. Adrian creía firmemente que John la había amado. Lo que sucedió era que había tenido que apechugar con más de lo que era capaz de aguantar. Él necesitaba a alguien más blando de lo que Fiona Monaghan sería jamás. Pero eso no impedía que Adrian se hubiese sentido descorazonado ante la repentina marcha de John. Le parecía algo terriblemente injusto. Fiona no se lo merecía, por muy caótica que fuese su vida.
– ¿Le has contado lo de Sir Winston? -le preguntó Adrian al tiempo que tiraba cincuenta pares de Manolos en una de las cajas de beneficencia. Los tacones eran demasiado altos incluso para Jamal. Los planos se los había dado ya. No quería animarle a que se pusiese tacones altos.
– No creí que fuese asunto suyo -dijo respondiendo a la pregunta de Adrian sobre el perro-. No quería parecer patética. «Gracias por divorciarte de mí, ah y por cierto, mi perro también ha muerto.» -Había pagado quinientos dólares para enterrarlo en un cementerio de animales y por una lápida de granito negro con forma de corazón, que ella nunca había visto. No podía soportar la idea de visitarle en el cementerio.
Adrian regresó el domingo para seguir ayudándola. Ella pasó el resto de la siguiente semana preparando sus cosas. A modo de homenaje a su particular sentido del humor, salió para París el día de Halloween.
– Sé buena contigo misma. Deja de castigarte. Las cosas siempre suceden por una razón. -Sí. Su padre se fue. Su madre murió. John se divorció de ella. Sir Winston murió. Dejó un trabajo que, durante un tiempo, lo fue todo para ella. Ahora nada de eso tenía significado-. Y llámame. Me preocupo por ti.
– Haz un buen trabajo -le dijo Fiona con lágrimas en los ojos. Sabía que lo haría. Él era, punto por punto, tan buen editor como lo había sido ella, y atesoraba, en ese momento, mucha más vida que ella en su interior-. Haz que me sienta orgullosa. -De hecho, ya lo estaba.
– Te quiero -dijo con las mejillas cubiertas de lágrimas. Sus caras estaban húmedas cuando se besaron-. Dales lo que se merecen a esos parisinos. Te veré en enero, o antes si puedo escaparme. -Enero les pareció a los dos una eternidad. Faltaban casi tres meses para los desfiles de alta costura. Y el mayor problema para ella era que Nueva York le había dado a ella lo que se merecía, con total efectividad. Sentía que tal vez habrían tenido que montarla en aquel avión metida en una bolsa para cadáveres, no en un asiento. Nunca antes en su vida se había sentido tan mal.
– Cuídate -susurró bajando la cabeza y echando a andar cegada por las lágrimas. Él se quedó allí hasta que dejó de verla, sin dejar de llorar.
13
La habitación que tenía Fiona en el Ritz era pequeña, casi diminuta para lo que ella estaba acostumbrada, y las vistas daban al cielo invernal. A veces se sentaba a contemplarlo, echando de menos todo y a todo el mundo, a John, a Adrian, su trabajo, su casa, Nueva York, Sir Winston e incluso a Jamal. En cuestión de meses, lo había perdido prácticamente todo, y ahora estaba allí, sin estar segura de qué iba a hacer a partir de ese momento. El invierno en París fue lluvioso y gris, pero casaba a la perfección con su estado anímico, por lo que le parecía correcto estar allí. No necesitaba hablar con nadie, ni ver a nadie. De hecho, no quería hacerlo. Se había instalado en su propio dolor y soledad.