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En un principio, se sintió sola en el apartamento. No tenía nadie con quien hablar. No podía pedir nada de comer a la hora que fuese, pero de algún modo era bueno para ella. Tenía que vestirse y salir a la calle, aunque solo fuese ponerse unos vaqueros y un viejo suéter. Había un bistrot al volver la esquina donde comía de vez en cuando, o tomaba un café, y una tienda de alimentación a pocas manzanas de distancia. A veces se quedaba en el apartamento hasta que se le acababan la comida y los cigarrillos. Había empezado a fumar otra vez, lo que no le ayudaba con la cuestión del peso. Estaba más delgada y la ropa le iba ancha, pero tampoco importaba mucho porque solo se ponía sudaderas, viejos suéteres y vaqueros. Se sentía muy francesa cuando fumaba, sentada en la terraza de un café, mientras leía las últimas páginas de su manuscrito. Y durante la mayor parte del tiempo, le agradaba.

Llovió mucho en París ese invierno, y siguió haciéndolo cuando el invierno dio paso a la primavera. En abril, cuando apareció definitivamente el sol, empezó a dar largos paseos por los quais. Un día, mientras observaba el fluir del Sena, se acordó de la noche en que cenó con John en el Bateau Mouche. Hacía de eso casi dos años, pero a ella le daba la impresión de que había transcurrido una eternidad. La vida que llevaba entonces se había esfumado como por ensalmo. La gente, su trabajo en Chic, incluso Sir Winston. Y John, obviamente. Él, en especial, parecía encontrarse a años luz de distancia.

En mayo se encontraba mejor, y el libro iba por buen camino. Sonreía de vez en cuando al releer las páginas e incluso reía abiertamente sentada en el estudio. Llevaba una existencia de lo más solitaria en París desde hacía más de seis meses, pero ahora entendía que había sido lo mejor que podía haber hecho. Se sentía mejor en su propia piel cuando Adrian apareció por allí en el mes de junio, por lo que él se sintió aliviado al verla. Había ganado algo de peso, fumaba como un carretero, pero tenía buen color. Se había cortado un poco el pelo, sus verdes ojos brillaban y transmitían viveza. Tenía buen aspecto, incluso Adrian podía apreciarlo. Siempre había sido muy crítico con ella, y Fiona seguía siendo una de sus amigas más queridas, a pesar de vivir tan alejados. Le gustó lo que le contó del libro.

Fiona quiso ir a Le Voltaire con él en esta ocasión, y no le importó que les acompañase la editora de otra revista. Ahora no tenía nada que ocultar. Ya no parecía hundida y las cosas estaban empezando a ir bien. Y cuando le preguntaron qué estaba haciendo en esos momentos, ella respondió con una sonrisa que estaba escribiendo un libro.

– Oh, Dios, espero que no sea uno de esos roman à clef-dijo la editora con cara de pánico, y Fiona se echó a reír.

– No podría hacerle eso a mis amigos. Estoy escribiendo una novela, pero no tiene nada que ver con la industria de la moda o de las revistas. Vuestros secretos están a salvo conmigo. -La editora hizo rodar los ojos con gesto de alivio. Cuando la mujer se marchó, Fiona se volvió hacia Adrian con una sonrisa-. Escribir un libro sobre el mundo de la moda me aburriría hasta la extenuación. -Ambos rieron y se lanzaron sobre la gigantesca bandeja de profiteroles que habían pedido como postre. Adrian se tranquilizó al verla comer con apetito, aunque no había dejado de fumar durante toda la comida.

– ¿Qué te parecería tener otro perro? -Adrian quería proponérselo desde hacía mucho tiempo, pero había estado esperando a que se cerrase la herida de Sir Winston. Había pasado el tiempo necesario para arriesgarse a comentárselo, pero ella encendió otro cigarrillo y negó con la cabeza.

– ¿Te acuerdas de cómo era yo? He vuelto a ser la que era en el pasado. Nada de responsabilidades, nada de lazos ni de dar importancia a nadie. No quiero poseer nada, ni amar a nadie ni vincularme demasiado a los demás, o a cosa o lugar alguno. Es una regla que creo que para mí funciona bien. -Eso le dio a entender a Adrian que Fiona seguía sintiéndose herida, y que quizá lo estaría por siempre. Al menos la herida que había dejado John seguía abierta, porque a pesar de haber compartido poco tiempo con ella, era la más profunda de todas. Pero también tuvo la sensación de que, como mínimo, Fiona había empezado a perdonarse a sí misma, por los errores que había cometido y por haber sido incapaz de darle a John todo lo que necesitaba. Durante sus meses de soledad, había tenido la valentía de enfrentarse a sus demonios. Por primera vez desde que dejó la revista y se fue a París, Adrian tuvo el convencimiento de que su amiga había hecho lo correcto. Ahora era una mujer más profunda y sabia, mucho más de lo que lo había sido nunca. Su vida era menos frívola, ya no había tipos raros a su alrededor correteando en taparrabos. Lucía menos elegante, no parecía mostrar un gran interés por la moda o por la ropa que llevaba puesta. Parecía menos perfeccionista y no tan dura para consigo misma. Daba la impresión de sentirse más relajada y de ser, en muchos sentidos, más filosófica, y le dijo que disfrutaba limpiando el apartamento. Pero lo que a Adrian le preocupaba más era que llevase una vida tan solitaria, que se hubiese aislado de ese modo. Tenía cuarenta y cuatro años, era demasiado joven para apartarse del mundo. Le dijo que no estaba interesada en tener citas, que no quería desarrollar una vida social. Lo único que deseaba era acabar su libro. Se había propuesto acabarlo para finales del verano, después iría a Nueva York para buscar un agente que lo vendiese por ella. Iba a quedarse en París todo el verano para poder trabajar. No mostraba el menor interés en ir al sur de Francia, y casi dio un brinco cuando Adrian le preguntó si iba a ir a St. Tropez. Obviamente, Adrian había apretado el botón equivocado. Dijo que no se le había pasado por la cabeza. Pero ambos sabían que, a decir verdad, solo pensar en ello ya le resultaba doloroso.

Adrian se quedó unos cuantos días en la ciudad después de los desfiles de alta costura para estar con ella, y cuando se marchó de París a principios de julio, ella retomó el trabajo. Ver a Adrian fue un agradable interludio para ella. Hablaban por teléfono con frecuencia, pero era mucho mejor tenerlo cara a cara, y comieron en Le Voltaire casi cada día. En una ocasión, Fiona preparó la cena para los dos en el apartamento, y se sentaron en la terraza para comer queso y beber vino. Adrian tenía que admitir que ella no había elegido una mala vida, y en cierto modo la envidiaba. Eso no significaba que no le apasionase su trabajo, y había llevado a cabo toda una serie de significativos cambios desde que Fiona se había ido.

– Es posible que me venga a París y escriba un libro cuando sea mayor -dijo cruzando las piernas. Llevaba unos estupendos Manolos nuevos de piel de serpiente.

– Tendrías que escribir el libro que yo no voy a escribir -dijo Fiona con una sonrisa-. Uno sobre el mundo de la moda. Tú conoces más secretos que yo. -Todo el mundo confiaba en Adrian, y podía ser más silencioso que una tumba. Ella siempre había sabido que sus secretos estaban a salvo con Adrian.

– Todo el mundo querría que firmase contratos. Aunque si no lo han hecho ya, tal vez no lo hagan nunca. -Le gustaba la idea, pero en su mente faltaban muchos años todavía para desarrollarla. Él se encontraba en el mismo punto que ella cuando tenía su edad.

Cuando Adrian se fue, aceleró el ritmo de escritura y apenas descansaba. Se levantaba con el alba, hacía café, encendía un cigarrillo y se sentaba a trabajar. La mayor parte del tiempo, no apartaba la vista del ordenador hasta mediodía. Comía algo de fruta, estiraba las piernas, y volvía al trabajo. Estuvo allí sentada, día y noche, durante dos meses. París estaba desierto en verano, incluso los turistas parecían haberse largado a otra parte, a Gran Bretaña o al sur, a Italia o España. Y ella no salía nunca de su apartamento, excepto para comprar algo de comida.