Era una soleado y brillante día a finales de agosto, escribió una frase y se quedó con la vista clavada en ella mientras las lágrimas empezaban a correrle por las mejillas. Comprendió lo que acababa de suceder. Había terminado el libro.
– Oh, Dios mío -dijo en voz baja, y después dio un brinco de alegría y se puso a reír y a llorar al mismo tiempo-. Oh, Dios mío… ¡Lo he conseguido! -Se sentó otra vez y leyó la frase una y otra vez. Había acabado. El libro en el que se había volcado en cuerpo y alma estaba finalizado. Le había llevado casi ocho meses.
Telefoneó a Adrian, era por la mañana en Nueva York y él acababa de llegar al trabajo. En cuanto le dijeron que era Fiona agarró el aparato al instante.
– Puedes recuperar tu puesto en cuanto quieras -dijo con un tono de voz exasperado-. Me están volviendo loco. Tres de mis mejores editores se han largado.
– Encontrarás otros. Nadie es irreemplazable, y eso me incluye a mí. ¿Sabes una cosa? -dijo con una sonrisa de medio lado haciéndose la interesante.
– Estás embarazada. La Inmaculada Concepción. O bien has conocido a un tipo estupendo. Vas a volver a Nueva York, gracias a Dios, y quieres trabajar para mí.
– Ni lo sueñes. Nada de eso. ¡He acabado el libro! -Su ilusión resultó contagiosa incluso por teléfono.
– ¡Cielo santo! ¡No me lo creo! ¿Ya? ¡Eres un genio! -Estaba emocionado por ella. Sabía lo mucho que significaba para Fiona. Y, como siempre, se sentía orgulloso de ella. Eran el hermano y la hermana, respectivamente, que nunca habían tenido-. ¿Vas a venir a casa? -preguntó esperanzado.
– Esta es mi casa ahora. Pero iré a Nueva York dentro de unas semanas. Quiero hablar con algunos agentes. Primero tengo que corregir el manuscrito. Quiero hacer algunos cambios. -Pero, finalmente, le llevó más tiempo del que había pensado.
Se le echó encima el mes de octubre antes de poder ir a Nueva York. Tenía que entrevistarse con tres agentes y había pensado alojarse en casa de Adrian. Todavía tenía inquilinos en su casa, y además había decidido venderla. Iba a ponerla a la venta mientras estuviese en la ciudad, pero en primer lugar tenía pensado ofrecérsela a los inquilinos. Si podían llegar a un acuerdo se ahorrarían la comisión de los agentes inmobiliarios, lo cual sería bueno para ambas partes, y la gente que vivía en la casa estaba encantada con ella. Estaba convencida de que no volvería a vivir en Nueva York. Era feliz en París y ya no tenía nada que hacer allí. A excepción de Adrian, nada le ligaba a la ciudad, y a él no le importaba ir a París a verla. En cuanto regresase a Francia, tenía pensado empezar otro libro. Tenía ya un esbozo, y lo había trabajado un poco en el avión.
Fiona quedó con Adrian en la revista, y para ella fue bastante extraño, algo así como visitar el hogar de la infancia, una casa en la que vive ya otra familia. Todavía más raro fue ir a su propia casa. Habían pintado las habitaciones de otro color y decorado la casa con muebles que a ella le parecieron horribles; pero ahora era su casa, no la de Fiona. Y los inquilinos estaban muy ilusionados ante la posibilidad de comprarla. En cuestión de dos días fijaron un precio muy conveniente para ambas partes, y de ese modo evitaron a las inmobiliarias. Así pues, el viaje a la ciudad habría valido la pena aunque solo hubiese sido para eso.
Pasó unas cuantas noches con Adrian en su apartamento y se entrevistó con los agentes literarios que tenía previsto. Dos de ellos no le gustaron nada, pero el tercero le pareció adecuado. Era un hombre inteligente y ambicioso, con una interesante conversación, conocedor de los entresijos de su negocio y más o menos de su edad. Fiona le explicó de qué iba el libro y a él le gustó. Le dejó un manuscrito y sintió como si le estuviese entregando su propio hijo a un extraño. Sufrió un leve ataque de nervios cuando llegó al apartamento de Adrian esa misma noche. Había pasado un buen puñado de horas con los agentes y Adrian le esperaba para cenar. Él sabía a la perfección lo estresante que debía de haber sido para ella ver a esos agentes debido a su libro.
– ¿Qué pasará si le parece odioso? -dijo con auténtica ansiedad. Se había puesto un jersey de cuello de cisne blanco, pantalones grises y zapatos bajos de satén también grises, así como su marca personaclass="underline" el brazalete turquesa en la muñeca. No se había percatado, pero el agente se había fijado mucho en ella. Lo único que le importaba a Fiona era su libro. Ni siquiera se había maquillado, rara vez lo hacía ya, pero su piel era tan exquisita y sus ojos tan grandes, que Adrian creía que estaba más guapa así.
– No le va a parecer odioso. Escribes muy bien, Fiona. Y la historia es sólida. -Le había leído algunos pasajes, le había enviado algunas páginas por fax y también le había hecho resúmenes del mismo, en sus diferentes mutaciones, más o menos un millón de veces.
– No le va a gustar. Lo sé -replicó vaciando una copa de vino. Se emborrachó un poco mientras cenaban, algo muy infrecuente en ella. A la mañana siguiente, estaba totalmente convencida de que el agente rechazaría su novela, y se estaba haciendo a la idea de que tendría que guardar el manuscrito en algún cajón. Se limitó a pensar en el siguiente libro.
El teléfono sonó a última hora de la tarde en casa de Adrian. Fiona acostumbraba a dejar que saltase el contestador, pero por alguna razón contestó, pensando que podía ser Adrian. Tenían la intención de quedar para cenar esa noche, sin embargo él estaba incluso más ocupado de lo que lo había estado ella cuando ocupaba ese puesto. La única diferencia era que él no daba fiestas, y que ni los fotógrafos ni las modelos se alojaban en su casa. Pero el año anterior se había visto obligado a confesarle que había contratado a Jamal. Y Fiona se alegró de verlo cuando llegó. Adrian le había comprado un uniforme, pantalones blancos y camisa blanca, con una chaquetita blanca que, junto con la corbata, se ponía en las raras ocasiones en que Adrian recibía a alguien en su apartamento. También le dijo que Jamal no era tan feliz con él, porque no podía quedarse con sus cosas, ya que sus zapatos, por ejemplo, eran demasiado grandes para él. Pero, a decir verdad, Jamal parecía bastante feliz con su nuevo trabajo.
– ¿Diga? -preguntó Fiona con cautela cuando descolgó el teléfono. La voz al otro lado de la línea no le resultó familiar. No era Adrian, por eso lamentó al instante haber respondido. Pero para su sorpresa, la voz preguntó por ella. Era Andrew Page, el agente literario con el que se había visto el día anterior.
Le dio la noticia a la primera, sin rodeos. Sabía lo ansiosos que podían sentirse los autores y le dijo casi al instante que le había gustado el libro, que era una de las mejores primeras novelas que había leído en años. Creía que había que corregirla un poco, pero no gran cosa, y estaba casi convencido de tener editorial para publicarla. Había pensado quedar a comer con uno de los cargos de dicha editorial en relación a su libro. Si ella estaba dispuesta a firmar con su agencia, por supuesto. Le pidió que fuese a verlo por la mañana para firmar un contrato.
– ¿Hablas en serio? -le preguntó casi gritando-. ¿Estás de broma?
– Por supuesto que no bromeo -dijo entre risas. Para tratarse de una mujer de su fuerza y con sus capacidades, se mostraba tremendamente humilde respecto a lo que escribía, y también respecto a otros muchos temas, y eso al agente le gustó mucho de ella-. Es un libro estupendo.
– ¡Eres un agente fabuloso! -dijo sin poder contener una risotada. Quedaron para el día siguiente, colgó y, dos minutos después, llamó al teléfono móvil de Adrian-. ¿Sabes una cosa?
– No empieces otra vez. -Rió con ganas. Le gustaba comportarse como una niña cuando se trataba de dar buenas noticias. Adrian supo que tenía que tratarse de algo bueno sin lugar a dudas.
– ¡A Andrew Page le ha encantado mi libro! Voy a firmar con él mañana. Y tiene una comida con una editorial para hablar de mi novela. -Hablaba como si acabase de dar a luz a gemelos, y en cierto modo así era. También le había hablado de su nuevo libro, por lo que iba a intentar conseguir un contrato por dos o tres libros. A los editores les gustaba saber que no iba a ser la obra de un autor de un solo libro. Y ese no era, obviamente, su caso.