– Maldita sea -recordó de golpe-. No puedo. Lo siento. -Pero al instante decidió incluirlo en sus planes. Destacaría un poco en el grupo, pero a ella le gustaría que estuviese presente, siempre y cuando él accediese-. Tengo invitados a cenar, algo informal. Muy de último momento. Lo organicé la semana pasada. Vendrán unos amigos músicos que han llegado de Praga, un puñado de artistas que hace siglos que no veo. También vendrá uno de los editores de la revista, y no recuerdo quién más. Voy a preparar pasta y ensaladas.
– No me digas que también cocinas. -Parecía genuinamente impresionado, y ella rió.
– No si puedo evitarlo. Tengo alguien que viene a prepararlo. -En esa ocasión sería Jamal, y no los del servicio de catering, quien preparase la cena. Le había dicho a todo el mundo que si el calor no era demasiado insoportable, cenarían en el jardín. En las cálidas noches de verano, resultaba relajante y agradable. Y Jamal preparaba una pasta deliciosa. Le había propuesto a Fiona hacer una paella, pero a ella no le convenció la idea de comer marisco con ese calor, una precaución necesaria, así que le dijo que preparase pasta. Con la necesaria provisión de vino, a nadie parecía importarle demasiado la comida-. ¿Te gustaría venir? Unos téjanos y una camisa valdrían, no tienes por qué llevar corbata. -Sugirió, aunque no podía imaginarlo sin traje.
– Suena bien. ¿Tienes invitados a menudo?
– Cuando tengo algo de tiempo. Y a veces incluso cuando no lo tengo. Me gusta ver a mis amigos, y siempre hay alguien que pasa por la ciudad. ¿Y tú, cenas con gente habitualmente, John? -Hasta ese momento, no sabía nada de su vida privada excepto que le gustaba viajar con sus hijas. No le había contado mucho más al respecto.
– Solo por trabajo, y siempre en restaurantes. Pero lo hago más por obligación que por placer. No he invitado a nadie a cenar a casa desde que mi esposa murió. A ella le gustaba que tuviésemos invitados. -Compartía esa característica con Fiona, aunque sus estilos eran marcadamente diferentes. Ann Anderson había preparado pequeñas cenas para sus amigos en Greenwich. Se mudaron a la ciudad una vez descubierta su enfermedad, porque resultaba más sencillo para ella a la hora de ir al hospital para el tratamiento. Había pasado sus dos últimos años de vida en ese apartamento, lo cual lo convertía en un lugar triste para John, aunque no se lo dijo a Fiona-. No es fácil preparar cenas cuando estás solo -dijo con tono lastimero, pero al instante se sintió absurdo. Ella estaba sola, siempre lo había estado, y eso no parecía haberle impedido hacerlo. Nada impedía a Fiona hacer lo que quería. Eso le gustaba de ella.
– Simplemente tienes que tomártelo de un modo menos formal. La gente no espera gran cosa de alguien soltero, por eso cualquier cosa que preparas les parece maravilloso. A veces, cuanto menos haces, más les gusta. -Fiona hacía mucho más de lo que estaba dispuesta a admitir, pero conseguía que todo pareciese espontáneo y casual, lo cual formaba parte de la magia que creaba cuando tenía invitados en casa-. Entonces, ¿vendrás a cenar mañana? -Ella esperaba que aceptase, a pesar de que el grupo que había invitado era más ecléctico de lo habitual, y se preguntó si él lo encontraría demasiado raro o exótico.
– Me encantaría. ¿A qué hora quieres que esté ahí? -Lo dijo con entusiasmo.
– A las ocho en punto. Estaré reunida hasta las siete. Tendré que correr como una posesa para llegar aquí antes que los invitados. -Eso tampoco era una rareza en su quehacer diario.
– ¿Quieres que lleve algo? -Se ofreció intentando ser útil, si bien sospechaba que ella debía de tenerlo ya todo preparado. Fiona acostumbraba a no dejar ningún cabo suelto, por pequeño que fuese. No había llegado a donde estaba improvisando.
– Contigo es suficiente. Nos vemos a las ocho entonces.
– Buenas noches -dijo amablemente antes de colgar.
Tras la conversación telefónica, Fiona se puso el camisón y se lavó los dientes pensando en John. Le gustaba, y no podía negar que se sentía atraída por él, a pesar de no parecerse absolutamente en nada a otros hombres que le habían gustado. Había salido con algunos chicos pijos y conservadores cuando era joven. Pero en los últimos años, se había inclinado más por artistas y hombres creativos; relaciones que habían acabado irremisiblemente de forma desastrosa. Tal vez era el momento indicado para cambiar. Seguía pensando en él cuando se metió en la cama junto a Sir Winston, que rodó sobre sí mismo con un gruñido y se puso a roncar con más fuerza que nunca. Era un sonido muy familiar para Fiona que, curiosamente, ejercía en ella el efecto de una nana ayudándola a conciliar el sueño. Y como le sucedía siempre, se durmió al instante de un modo profundo hasta que sonó la alarma del despertador a las siete de la mañana.
Sacó a Sir Winston al jardín durante unos pocos minutos, se dio una ducha, leyó el periódico, tomó un café, se vistió y se fue al trabajo. Otra inacabable jornada en Chic. Pasó gran parte del día con Adrian, resolviendo problemas y repasando las fotografías de varias sesiones que había realizado la semana anterior. Estaba deseando ver las que había hecho Henryk Zeff. Estaba segura de que tenían que ser geniales. Adrian acudiría a la cena de esa noche, pero no le había dicho que John Anderson también estaría allí. Sabía que si se lo decía él haría alguna clase de comentario y le preguntaría por qué le había invitado. Y lo cierto era que no sabía por qué lo había hecho. Todavía tenía que descubrirlo. Y no quería que se convirtiese en algo destacable. Tal vez se trataba simplemente de una de esas atracciones mutuas que no llevan a ninguna parte. O incluso era posible que llegasen a ser, pura y llanamente, amigos. Eran tan diferentes, que la probabilidad de llegar a compartir cualquier otra cosa se le antojaba prácticamente nula. Probablemente se volverían locos juntos.
Sin duda les iría mejor siendo amigos. Seguía pensando en esa cuestión cuando llegó a casa por la noche y se topó con Jamal en la cocina, que estaba removiendo una gigantesca ensalada y haciendo pan de ajo. También había preparado canapés. Fiona probó uno. Jamal lucía unos pantalones capri rosa, sandalias hindúes doradas y llevaba el torso al descubierto. La mayoría de sus amigos estaban acostumbrados a los excéntricos atuendos de Jamal, y ella creía que le aportaban a sus cenas un toque festivo, pero le llamó la atención el hecho de que no llevase camisa y se lo mencionó.
– ¿No crees que es demasiado informal? -le preguntó mientras se hacía con otro canapé. Estaban de muerte.
– Hace demasiado calor para llevar nada -dijo metiendo el pan en el horno. Ella se fijó en el reloj de la cocina y vio que disponía de cuarenta minutos para vestirse.
– Bien. Hace juego con los pantalones, Jamal. Tienes buena pinta. -En una ocasión se puso un taparrabos con incrustaciones doradas que incluso a Fiona le pareció excesivo-. Me encantan las sandalias, obviamente. ¿Dónde las has comprado? -Había visto unas como esas una vez, pero no recordaba dónde.
– Son tuyas. Las encontré al fondo del armario. Nunca te las pones. Pensé que podía tomarlas prestadas para esta noche. ¿Te importa? -Pareció de lo más sincero e inocente al preguntarlo, por lo que ella le miró y se echó a reír.
– Ya me parecían a mí familiares… Ahora que recuerdo, creo que me hacían daño. Quédatelas si te gustan. Te quedan mejor que a mí. -Eran unas muestras Blahnik especialmente diseñadas para una sesión fotográfica de hacía unos años.
– Gracias -dijo con dulzura antes de probar una hoja de lechuga de la ensalada y antes de que ella echase a correr hacia la escalera.
Media hora más tarde, estaba de nuevo abajo vistiendo unos pantalones de seda blancos, una camisa dorada de una delicada tela ultrafina y unas sandalias de tacón alto también doradas. Llevaba el pelo recogido en una estrecha trenza a la altura de la nuca y unos grandes aros de diamantes en las orejas. Jamal y ella parecían ir conjuntados. Él había puesto ya los platos, las servilletas y la cubertería en la mesa del jardín, donde también había velas y flores por todas partes. Ella dejó varios cojines grandes y mullidos alrededor por si a alguien le apetecía sentarse en el suelo, y también puso algo de música justo en el momento en que llegaron los primeros invitados. No recordaba con precisión a quién había invitado, y tuvo que ir a revisar la lista al piso de arriba. Se trataba del típico grupo atípico: artistas, escritores, fotógrafos, modelos, abogados, médicos y los músicos que habían llegado de Praga. Había un par de brasileños que había conocido hacía poco, dos italianos y una mujer que iba con uno de ellos y que hablaba francés; debido a una curiosa coincidencia, uno de los músicos descubrió que aquella mujer también hablaba checo. Explicó que su padre era francés y su madre checa. Era la mezcla perfecta, y cuando Fiona echó un vistazo a las dos docenas de invitados que ocupaban el jardín, vio de repente a John vagando por el salón con unos téjanos perfectamente planchados y una camisa blanca almidonada. Llevaba unos zapatos Hermès sin calcetines. Tenía un aspecto tan impecable como cuando iba vestido con traje; no tenía ni un solo cabello fuera de lugar. A pesar de su total falta de imaginación respecto al vestuario, a ella le gustó su aspecto. Era elegante, inmaculado e intachable, y a ella eso le pareció extraordinariamente atractivo. Cuando la besó en la mejilla pudo oler su colonia… y también le gustó. El hizo un comentario sobre el perfume de Fiona. Era la misma esencia que se había puesto a lo largo de los últimos veinte años. Era una composición especial creada para ella en París. Cualquiera que se cruzase con ella reconocía su fragancia, todo el mundo hablaba de ella. Tenía la calidez y la frialdad justas, con un ligero toque especiado. Y a ella le encantaba el hecho de que fuese exclusivamente suya, que no tuviese nombre. Adrian llamaba a aquel perfume Fiona One, y ella también tenía una colonia para él. Adrian estaba allí esa noche, y justo en ese instante la estaba observando cuando John apareció. Los presentó y, acto seguido, Jamal les ofreció una copa de champán. Fiona le dijo que Adrian era el editor más importante de Chic.