– Me adula en lugar de darme un aumento-se burló Adrian dirigiéndose a John. Y, al igual que a Fiona, le gustó lo que vio: le gustó el estilo, la confianza y la callada elegancia de aquel hombre; y comprobó que a Fiona también. Ella se colocó muy cerca de John cuando los demás se arremolinaron a su alrededor y ella lo presentó al grupo.
– Un grupo de personas de lo más peculiar -dijo John sin énfasis en un momento de calma, después de que Adrian se alejase para charlar con uno de los checos.
– Es un poco más raro de lo que suele ser habitual, pero parece que se lo están pasando bien. En invierno, mis cenas son un poco más serias. En verano no está mal dejarse llevar un poco. -John asintió como dando a entender que estaba de acuerdo, aunque nunca antes había asistido a una cena semejante. La casa de Fiona era preciosa, cálida y acogedora, y parecía guardar pequeños tesoros en cada rincón, la mayoría de ellos cosas que había encontrado en viajes y que se había traído a casa. John parecía estar buscando algo, después se volvió hacia ella.
– ¿Dónde está la sierra mecánica?
– ¿Qué sierra mecánica?
– El tipo que roncaba en tu cama anoche.
– ¿Sir Winston? Está arriba. Odia las visitas. Para él, esta es su casa. ¿Te gustaría conocerlo? -Le gustó que le preguntase por el perro. Era un punto positivo a su favor.
– ¿Le sentaría mal a él? -Parecía un tanto preocupado.
– Le encantaría. -Era una buena excusa para enseñarle a John el resto de la casa. El salón, el comedor y la cocina estaba en la planta baja, y había una agradable biblioteca en la planta de arriba, y una habitación para invitados al lado. Los cálidos colores que había escogido para las paredes iban del caramelo al chocolate, con detalles de blanco y algo de rojo. Por lo visto, sentía debilidad por la seda, el terciopelo y las pieles. Tenía unas exquisitas cortinas de seda beige ribeteadas de rojo. Su dormitorio y el tocador estaban en la planta superior, así como un diminuto despacho que utilizaba cuando trabajaba en casa, lo cual no era nada frecuente. Era la casa perfecta para ella. Había un segundo dormitorio en la planta superior, que ella había transformado en vestidor cuando se mudó a la casa.
Cuando John andaba por la mitad de la escalera oyó los sonoros ronquidos. Y cuando entró en el dormitorio, decorado por completo con seda beige, incluso las paredes, vio al perro encima de la cama. Sir Winston estaba dormido y ni se inmutó. Fiona le dio una suave palmada en el lomo y, finalmente, alzó la cabeza con un esfuerzo considerable, gruñó y se los quedó mirando. Segundos después, volvió a reposar la cabeza en la cama con un suspiro y cerró los ojos. No quiso presentarse a John. Parecía haberle resultado por completo indiferente. John sonrió.
– Tiene el aspecto de todo un caballero de los de antes. No le ha preocupado lo más mínimo la presencia de un extraño en tu habitación -comentó John sorprendido. Era un viejo perro de lo más gracioso, que empezó a roncar de nuevo con ellos como testigos. Tenía la cabeza apoyada en la almohada y su juguete preferido al lado.
– Sabe que es el amo de la casa. No tiene nada de que preocuparse, y lo sabe. Este es su reino, y yo soy su esclava.
– Un tipo con suerte. -John sonrió mientras le echaba un vistazo a la habitación. Había unas cuantas fotografías en marcos de plata en las que se veía a Fiona con un surtido de famosos y destacados políticos, varios actores conocidos, dos presidentes y otra instantánea que ella le señaló como su favorita, en la que aparecía junto a Jackie Kennedy cuando empezó a trabajar en Chic. A pesar de la sencilla decoración, aquella habitación transmitía elegancia y feminidad. Había un toque de estilo sutil pero perceptible que dejaba bien claro que allí no vivía hombre alguno. Ella nunca había compartido aquella casa con nadie excepto Sir Winston-. Me gusta tu casa, Fiona. Es acogedora y confortable y elegante, informal pero con estilo, igual que tú. Puedo apreciar tu mano en todos los detalles.
– Me encanta -dijo al tiempo que salían del dormitorio y bajaban para reunirse con los invitados. Su diminuto despacho tenía las paredes lacadas en rojo y varias sillas Luis XV tapizadas con auténticas pieles de cebra. También había una estupenda alfombra de cebra en el suelo. Y un pequeño retrato de Fiona, firmado por un famoso artista, colgado en la pared. No había un solo detalle masculino en toda la casa. Adrian les observó bajar las escaleras y sonrió. Llevaba una camiseta blanca y vaqueros blancos, acompañado de unas sandalias rojas de piel de serpiente que Manolo Blahnik le había hecho a medida, un 48.
– ¿Te ha enseñado la casa? -le preguntó Adrian con interés.
– Le he presentado a Sir Winston -le explicó Fiona justo antes de que Jamal anunciase que la cena estaba lista haciendo sonar un pequeño gong tibetano que producía un hermoso sonido. Todo lo que rodeaba a Fiona era exótico, desde su ayudante paquistaní medio desnudo hasta sus amigos, y en cierto sentido incluso su casa y su perro, ligeramente más tradicionales, aunque no mucho. Lo cierto era que la palabra tradicional no encajaba demasiado con ella, no resultaba predecible, y a ella le gustaba que fuese así. Y lo bueno es que a John también. En cuestión de días había descubierto que era la mujer más apasionante que jamás había conocido. Hasta conocerla dudaba que una sola persona pudiese atesorar tanto estilo. Y Adrian habría estado de acuerdo con él; la mayoría de gente lo habría estado.
– ¿Qué le pareció? -preguntó Adrian con gesto serio. John les escuchaba alucinado. También le gustaba el amigo editor de Fiona. Parecía una persona excéntrica y creativa, pero podría haber dicho por su manera de hablar que Adrian era un hombre excepcionalmente inteligente e interesante, a pesar de su extravagante gusto respecto al calzado.