– Los más malvados pagarán antes de la luna nueva.
– ¡Perfecto, bebamos a la salud de la luna nueva! -bromeó Vaska adueñándose de la petaca de vodka que le ofrecía Ossipov.
Ingirió un buen trago de aguardiente y les pasó el recipiente a sus compañeros. Después de unos cuantos vasos colmados, volvieron a canturrear mientras colocaban los mampuestos de mortero.
– ¡Que se vaya al diablo! -dijo Vaska mientras veía alejarse a la pequeña.
Helena retomó el mando del escuadrón de niñas vestidas con puntillas y las llevó a merendar.
Decididamente, la cosa no iba bien. El general Von Hahn no conseguía dar con la solución. Se había topado con un problema desconocido. El médico era un campesino, más capaz de curar a las vacas que a los hombres. El pope sólo pensaba en la ascesis y la iconostasia, y se preocupaba por salvar su alma antes que las de su rebaño. El enfado y la cólera del general eran considerables. La voz de Ossipov se insinuó en los recodos secretos de su conciencia:
– ¿Qué piensan hacer para evitar que esto se repita?
– Nada.
Ossipov se quedó boquiabierto y sintió un nudo en el estómago. Temía ser la siguiente víctima de Helena. Su primera idea fue enrolarse en el primer barco que descendiera el Volga, pero estaba a merced del poderoso gobernador. ¿Cómo escapar de la pequeña hechicera?
Aquélla les había vaticinado un mañana funesto a Vaska y a sus obreros. Y éstos habían pagado. Una noche, cuando salía de la taberna, Vaska había sido sorprendido y atropellado por un coche cuyos caballos se habían desbocado. Otros dos albañiles habían resultado heridos: el primero se había escaldado en las saunas de Saratov y el segundo se había envenenado con un plato de setas.
– Los hombres tienen miedo -balbució Ossipov.
– Y tú, ¡tiemblas más que los demás! Y, sin embargo, la luna nueva ha llegado y no te ha ocurrido nada extraño.
– Nunca se sabe. Su Excelencia, se lo suplico, vuelva a ponerla en manos de Dios… Y…
– ¿Qué más quieres?
– Desearía un traslado al cuerpo de guardias fronterizos.
– ¿Quieres irte?
– Sí.
– Está bien -dijo el general-, la llevaremos a la capilla para que la bendigan y podrás hacer tus maletas. Dirigirás la guardia de Azov.
– Mil veces gracias, Su Excelencia. ¡Que Dios le proteja!
– Basta, Ossipov, tienes tres días para hacer tus maletas. No quiero volver a verte -respondió el general con voz cansada.
Pensaba en su pobre Lena. Iba a entregarla una vez más al pope para contentar a sus administrados. De repente, se sintió muy viejo. Le dolían los riñones. Salió de su despacho arrastrando los pies. Dios lo liberaría pronto, y lo estaba deseando.
12
Helena había soportado estoicamente la misa de exorcismo por octava vez antes de retomar sus costumbres como si no hubiera pasado nada. Se había enterado con alegría de la partida de Ossipov. A partir de ahora, no tenía verdaderos enemigos en Saratov.
– ¡Vuelva aquí, señorita Von Hahn!
La voz de la señora Peigneur se perdió con el viento del este. Helena corría hasta perder el aliento para llegar junto a sus amigas. El círculo de vestidos con volantes se cerró a su alrededor en el momento en que se precipitaba riendo en los brazos de la morena Natacha.
– ¿Has podido escabullirte fácilmente?
– Con la francesa siempre es fácil. Vosotras no podéis decir lo mismo. Vuestras institutrices están siempre a menos de cincuenta pasos de vosotras -dijo ella lanzando una mirada crítica a las dignas damas sentadas en los bancos del parque favorito de los habitantes de Saratov, que llegaba hasta el castillo de los Von Hahn.
Helena se sentó en la hierba olorosa; las señoritas de la nobleza estaban ansiosas por escuchar sus fantasiosos discursos y las noticias del más allá.
– Tendrás cinco hijos, Natacha.
Natacha enrojeció tras escuchar esta repentina e íntima predicción. Las otras chicas, boquiabiertas, se cruzaron miradas risueñas y se acercaron a Helena para intentar desvelar los secretos ocultos tras el gris azulado de sus ojos.
Helena no podía explicar por qué tenía visiones en un determinado momento. Era un hecho: de repente, entraba en un estado de clarividencia. Descubrió fragmentos de sus vidas futuras. Las imágenes se sucedían entrecortadas, en un desorden indescriptible, y la princesa procuraba quedarse con los episodios remarcables. Las pequeñas bebían sus palabras con un estremecimiento. A una le anunció la muerte de un tío en Moscú; a la otra, un viaje muy largo a través del país de las pieles y su instalación en Iakutsk.
– Tú, Vera -le dijo a su hermana-, vivirás en Pskov y publicarás artículos en un periódico… Qué extraño nombre para un diario: El Jeroglífico…
Todo empezó a dar vueltas. Después volvió al presente en una atracción vertiginosa. Se sintió aspirada a los pasillos del tiempo. Unos rostros excitados se inclinaban hacia ella, le suplicaban «¡otra vez!», pero la conexión se había roto definitivamente. La chiquilla de ojos grises se sintió de repente cansada, como si hubiera recorrido treinta verstas a caballo. La invadió un triste desánimo. ¿Qué podía hacer entonces? Volver junto a la señora Peigneur para evitar un castigo. Pensaba en la interminable lección de francés cuando reparó en los mirlos posados sobre la rama de un árbol. Su inmovilidad le dio una idea.
– ¡Venid! -dijo recobrando su buen humor.
La iniciativa fue recibida entre gritos de alegría. Las señoritas echaron a correr hacia el castillo, a pesar de las llamadas de las institutrices y de las niñeras enredadas en sus vestidos y faldas.
– ¡Más rápido! -gritó Natacha para animarlas-. ¡Más rápido! ¡Debemos dejarlas atrás!
Consiguieron poner unos cuantos árboles y setos entre ellas y sus vigilantes y penetrar sin llamar la atención en las cocinas.
– ¡Silencio! -dijo Helena.
Como había previsto, a aquella hora no había nadie. Se pusieron de puntillas en la sala abovedada que estaba llena del apetitoso olor de la sopa de remolacha.
– No tengáis miedo -murmuró ella-. Con mis artes he encantado el castillo.
Vera le cogió la mano a Natacha y la apretó muy fuerte. Por los suspiros que se escapaban, Helena comprendió que dirigía una tropa de miedosas.
– Me parece que… os voy a esperar en el parque -masculló Tania, una niña gorda, rubia y mofletuda.
– ¡Está bien, quédate donde estás! -dijo Helena retomando su progresión.
Tania vaciló, después siguió a la fila. Estaba al borde de las lágrimas. Por experiencia, sabía que Helena iba a asustarlas. En el primer piso, tras una señal de su guía, las chicas doblaron sus precauciones. Se sonrieron tímidamente y se deslizaron en silencio. Tras una puerta entreabierta, la abuela Von Hahn, en su cama, dormía entre ronquidos, pegada a un gran cojín, con el mentón apoyado sobre el encaje calado de su cuello. Un libro apenas empezado reposaba sobre sus rodillas.
– Podemos pasar -susurró Helena, que comenzó a subir la escalera.
El museo zoológico se había habilitado en el ala izquierda del segundo piso. Un pasillo oscuro llevaba a él. En las paredes estaban colgados los retratos de los ancestros Von Hahn.
– Nos están observando -dijo Helena, en un tono malicioso, a sus amigas.
Las jóvenes exploradoras del castillo encantado tenían realmente la impresión de que aquellas miradas polvorientas las seguían. Esos severos personajes fijados de forma académica al óleo en los lienzos les provocaban miedo.
– Empecemos la visita -dijo Helena empujando los dos batientes de una pesada puerta de roble marcada con el blasón de los Von Hahn.
Las niñas se quedaron boquiabiertas. El esqueleto gigantesco de un animal prehistórico reinaba en medio de un montón de huesos y troncos fosilizados. El monstruo de colmillos tan largos como sables las miraba con sus órbitas vacías.