– ¡Vas a recibir tu castigo!
El Anciano, pegado a su pecho, le torturaba el espíritu y el alma.
– ¡Kut Humi! -volvió a gritar ella.
A lo lejos, alguien respondió, pero no fue Kut Humi.
«Utiliza mis poderes, me has dejado entrar en ti. Soy el tulku [14] por quien se elevó Kut Humi. El fuego de los infiernos puede vencerse. Los demonios también me obedecen. Dirígelos en mi nombre; soy Karma Lumpo. Enfrenta el fuego del sol a los fuegos del Infierno. Encuentra el camino al bien.»
– Karma Lumpo -repitió ella.
Pronunciar ese nombre provocó una vibración. Le pareció que volvía a sentir el dolor.
– ¡Karma Lumpo!
Lo había dicho más alto y había conseguido que los demonios retrocedieran. El Anciano hizo una mueca y aflojó un poco su abrazo mortal. Entonces, en nombre del tulku, ordenó a las fuerzas del mal que se retiraran. Después invocó al bien que había en ella, al amor universal que sentía a través del Maestro, al propio Buda.
Y vio el cielo de nuevo. El sol inmenso bajando hacia ella.
El Anciano de la Montaña lanzó hechizos sin lograr ningún efecto. Gritó cuando un rayo le tocó la frente y lo atravesó de un lado al otro. Pronto no fue más que una brasa de pura luz, y después un montón de cenizas que la brisa esparció.
Helena se levantó. Habían ardido decenas de abetos. El chorten ya no tenía su cúpula. Había estado a punto de gritar al ver al viejo, pero se dio cuenta de que ése no era el Anciano de la Montaña.
– ¿Quién eres?
– Soy el tulku Karma Lumpo. Ahora me ves con mi verdadera apariencia.
– ¿Y el Anciano de la Montaña?
– Está bajo tierra con los demonios, que ya no son sus aliados. Nunca volverá a reencarnarse. Lo has vencido definitivamente. Pero no creo que tus pruebas se hayan acabado. Tu nueva existencia comienza y, con ella, nuevos sufrimientos. Vayámonos. El trayecto es largo, y todavía lo es más el camino interior que debes recorrer.
Se fueron al corazón del Tíbet, a una cueva retirada del mundo, en el seno de un acantilado que dominaba un lago. Allí, en las entrañas de la Tierra, durante tres años, Helena recibió las enseñanzas que le desvelaron los secretos de la doctrina de Buda.
Epílogo
En abril de 1867, Helena Petrovna Blavatski reapareció en Italia. Tenía treinta y seis años. El 25 de septiembre, se enroló en el ejército de Garibaldi, con el que entró en Roma. Después de que la nombraran teniente, luchó ferozmente en Mentana junto al líder de la revolución, al que adoraba. Herida de gravedad, la dieron por muerta en el campo de batalla. Los médicos la recogieron y la evacuaron de Florencia. Consiguieron salvarle la vida.
Volvió al Tíbet, donde terminó su aprendizaje en la lamasería de Rongbuk. En el seno de ese monasterio fortificado vivía el niño en el que se había reencarnado Kut Humi. A los seis años, el Maestro la guió a través de los sabios monjes que lo asistían. Gracias a una poderosa y excepcional concentración, consiguió insuflar vida a los objetos inanimados y materializar formas con la fuerza de su pensamiento. Después, se aventuró hasta el reino de Yama, el dios de la muerte, sometió a los demonios a su voluntad, vivió desnuda sin moverse durante una semana sobre la lengua de un glaciar sin sentir el menor sufrimiento. Había conseguido alcanzar el éxtasis. Entonces, el pequeño Maestro le dijo:
– Vete ahora. Vuelve al mundo. Cumple tu destino y difunde la Iluminación.
En diciembre de 1870, se embarcó en el Eumonia con cuatrocientos pasajeros. El navío, que transportaba pólvora negra y fuegos de artificio, explotó y se hundió. Sacaron del agua a Helena y a quince supervivientes más. Los repatriaron a Alejandría. Volvió a Egipto. Fundó una sociedad de espiritistas antes de irse a Estados Unidos, donde conoció al coronel Olcott. La amistad de este hombre, que la apoyaría durante años y con el que crearía la Sociedad Teosófica, le resultó inestimable. Creyó que había reencontrado el amor y la suerte cuando se casó con el joven Mitra Betanelly, con la esperanza de propagar sus ideas por toda América utilizando los fondos de su nuevo esposo. Enseguida se dio cuenta de que el tal Betanelly no era más que un mitómano sin dinero, y se separó. Su divorcio se hizo oficial el 25 de mayo de 1878. Helena estaba arruinada.
Mientras tanto había redactado y publicado una obra teosófica, La Isis desvelada, que suscitó la cólera entre los cristianos y el desprecio de los intelectuales. En la prensa, la despellejaban. De todos modos, se nacionalizó americana el 8 de julio de 1878. Sin embargo, nada ni nadie la retenía en ese país en el que todo el mundo la había abandonado. Por tanto, retomó sus viajes.
Estuvo cinco años en la India, donde la Sociedad Teosófica prosperaba. Por la pasión con la que se entregaba, le flaqueaban las fuerzas, y decidió irse a Francia. Primero estuvo en Marsella y después en París, en la sede de la Sociedad Teosófica. Allí recibía a adeptos llegados de toda Europa. El destino le sonreía por fin. Podría propagar su doctrina, convertir a millones de personas a una fe nueva.
Por desgracia, no intuyó el complot que habían montado contra ella. En la India, dos de los principales dirigentes, los esposos Coulomb, se consideraron agraviados financieramente por la maga. Proclamaron por todas partes que la Sociedad Teosófica no era más que una gran estafa. Esto desencadenó una investigación; acusaron a Helena de falsificadora. Había escrito unos mensajes de su puño y letra y los había hecho pasar por revelaciones enviadas por misteriosos maestros del Himalaya, los mahatmas.
Destrozada y vencida, dimitió de su puesto de presidenta de la Sociedad Teosófica. Esa noche escribió:
Todo está perdido, incluso el honor… He dimitido, estoy inmersa en el más extraño desastre. Naturalmente, sigo siendo miembro de la Sociedad, pero sólo miembro. Voy a desaparecer un año o dos del campo de batalla… Me gustaría ir a China, pero no tengo dinero. Me iré al fin del mundo, al diablo, si hace falta, donde nadie me encuentre ni me vea ni sepa dónde estoy. Estaré muerta para todos, excepto para dos o tres amigos incondicionales. Entonces, dentro de un par de años, si la muerte me perdona la vida, reapareceré con fuerzas renovadas.
Helena se exilió en Nápoles, después en la ciudad de Würzbourg, en Baviera. Empleó ese tiempo para escribir, incansable, su obra maestra: La doctrina secreta. La acabó de redactar en Inglaterra. Tras reagruparse, los teósofos londinenses fundaron una editorial y entregaron mil quinientas libras esterlinas para publicar la obra. El éxito fue inmediato; en 1888, Helena recibió la medalla Subba Row, como premio al mejor ensayo teosófico del año, El carácter esotérico de los Evangelios, que apareció en la revista Lucifer. Por fin, Helena consiguió el triunfo después de tantos sufrimientos.
El último hombre al que fascinó fue a Gandhi, en 1890. A su lado, Gandhi estudió los Vedas. Ella le hizo entender que el hinduismo tenía una esencia superior. Tras tomar conciencia del poder de la teosofía, se consagró a partir de ese momento a un solo objetivo: liberar a la India del yugo de los ingleses.
El 8 de mayo de 1891, una crisis de uremia acabó con su vida. Tenía sesenta años. Su cuerpo fue quemado sobre una pira. Repartieron sus cenizas en tres partes iguales y las guardaron en tres joyeros de oro; las depositaron en Adyar, en Nueva York y en Londres.
Hay muchas personas que todavía hoy honran su memoria. Si algún día pasa por Adyar, en el sur de la India, visite su templo: verá su estatua siempre engalanada con flores. Y tal vez se abra al conocimiento divino. Tal vez…