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– Está muy fuerte -dijo recuperando el aliento.

– ¿Qué impresión te ha dado?

– Noto que se extiende un fuego dentro de mí… Empiezo a no tener miedo… Tenéis razón: es una bebida de soldado.

Poniéndose de acuerdo con la mirada, Helena y Natacha le administraron otro trago de agua de vida.

Sorbo a sorbo, Tania se tragó el alcohol, y pasó de un estado de felicidad a otro de embriaguez, hasta caer en un sueño profundo. A duras penas pudieron llevarla hasta el parque y esconderla detrás de un matorral.

Tania estaba todavía completamente borracha cuando su institutriz alemana dio con ella.

13

Con aspecto de estar enfurecida, la señora Peigneur ordenó a Helena que saliera de la cama.

– Pero todavía no es de día -dijo ella entre dos bostezos.

– ¡De pie, mala hija!

– ¿Por qué?

– Tu abuelo te espera.

¿A ver a su abuelo? ¿En camisón y descalza? ¿A qué catástrofe se debía semejante precipitación? ¿Quién gritaba así en el despacho de su abuelo?

La puerta se abrió y apareció una mujer enorme que gesticulaba y vociferaba bajo el retrato del zar.

Para Helena fue todo un impacto ver a aquel mastodonte embutido en su vestido malva con adornos de terciopelo gris y muaré de plata. Era la condesa Vsevolodovitch, la madre de Tania.

Con el ruido de la puerta al cerrarse, la condesa se volvió bruscamente. La cólera hizo temblar la grasa de su rostro. Sus ojillos malignos se incrustaron en los de Helena, que seguía adormilada. La condesa la señaló con el índice y empezó a escupir bilis.

– ¡Aquí estás, pequeña desvergonzada!

– Condesa, mida sus palabras -le advirtió el general.

– ¡Quiere que me controle cuando esa pequeña diablesa ha emborrachado a mi hija!

– ¿Eso es verdad, Helena? -preguntó el general.

– Tania no se encontraba bien y le dimos un poco de coñac.

– Ya lo ha oído: ha confesado su crimen. ¡Mi pobre Tania! Cuando pienso en todo lo que te ha hecho pasar esta criatura…

La condesa gimió, pasó de la protesta violenta a la agitación histérica y mística, tornando como testigos a los santos y a sus ilustres ancestros, y recordó al gobernador Von Hahn que ella descendía de los Vsevolod y de los príncipes que lucharon heroicamente contra los mongoles de la horda de oro.

Iba de un lado al otro del despacho, haciendo temblar el suelo, y cargaba de vez en cuando contra una Helena que le plantaba cara. La niña sólo sentía desprecio por aquella viuda cargada de títulos y joyas. Se aguantó las ganas de llorar. Al abuelo no le gustaría que llorara. La condesa entró, por fin, a matar:

– ¿Sabe usted, señor gobernador, que su querida nieta conversa con los animales disecados de su museo?

– ¿Cómo?

– Según ella, son reencarnaciones de seres malvados. Aterroriza a nuestras hijas con sus increíbles historias de aparecidos y de monstruos. Tania lleva sin dormir desde que le habló de un tártaro caníbal.

– ¿Cómo?

– Y también está un tal Tavline, un asesino que embruja los sótanos de su castillo.

Una nueva interrogación apostilló esta última revelación. La condesa, presa de su ira, no percibió la ironía. Von Hahn estaba totalmente al corriente de eso. Tenía sus propios informadores. Habría podido decirle a la condesa lo que creían los mujiks: los poderes de Helena provenían de Baranig Buirak, un hechicero centenario que vivía en un bosque de piedras. Ella se pasaba horas en la cabaña del anciano, custodiada por millones de abejas que nunca los picaban. Él mismo había visitado a ese hombre para que le curara su gota. Baranig se había limitado a imponerle las manos sobre el pie y el dolor había desaparecido enseguida.

Aquel día le había pedido al hechicero que no recibiera más a su nieta, y aquél, enojado, le había respondido: «Nadie jamás ha podido impedir que saliera el sol o que el viento corriera por la llanura. Lo mismo pasa con tu nieta. No conseguirás doblegarla a la ley de los hombres, y me temo que tampoco se doblegue a la de Dios. La esperan grandes acontecimientos. No viviré lo suficiente para admirar sus hazañas y lo lamento».

El general Von Hahn se dijo en voz baja que el anciano divagaba, pero éste le había leído sus pensamientos. «No estoy senil, gobernador. He visto una parte del futuro de Helena. Es a la vez temible y magnífico.» La condesa se ahogaba. Cuando agotó todas sus municiones, se secó la frente y soltó:

– ¡Me pregunto quién la querrá! Nunca conseguirá casarla. Respecto a mí, puedo asegurarle que no volverá a ver a mi dulce Tania.

14

La luna salió y bañó la ciudad con una luz suave que hizo brillar las cúpulas y las cruces de las iglesias. La niebla en el sinuoso Kura se llenó de fosforescencias.

A Helena le gustaba ese paisaje, ese río, las casas abigarradas, los habitantes marchitos por los hielos del invierno. La nieve, las lluvias violentas, los veranos ardientes, las hambrunas y las invasiones los habían vuelto severos.

Helena, con dieciséis años cumplidos, había crecido y madurado. Tres años antes, en 1844, había acompañado a su padre a Londres. En Inglaterra, había buscado en vano fuertes impresiones. Recordaba una ciudad industrial, gris y poblada por gente sin alma. No se podía comparar en absoluto con Tiflis, adonde había ido con sus abuelos después del traslado del general Von Hahn a Georgia.

– ¿En qué piensas?

La voz trémula de su abuela la sacó de sus reflexiones.

– En el baile -respondió ella tomando con ternura la mano de la anciana-. Nunca nadie me ha sacado a bailar.

– Eso es lo que les ocurre a las que rechazan las invitaciones de los caballeros. A tu edad, mi carné de baile estaba lleno de nombres ilustres, y el zar Alexander en persona me honró con un baile.

– ¿Habrías podido ser emperatriz?

– Por suerte, no tenía una posición social tan elevada.

– ¿Por suerte?

– Alexander era un mujeriego y amante de varias actrices francesas. La señorita Phillis y la señorita George estuvieron entre sus conquistas.

– Si no se puede confiar en un emperador, ¿en qué hombre se puede? Me temo que, desgraciadamente, no hay ninguno que merezca ser amado.

– Vamos, pajarito, no seas tan pesimista. Esta noche habrá muchos corazones que cautivar y, por qué no, que mantener.

Helena soltó un suspiro y se sumergió en la contemplación del paisaje que se extendía con toda su belleza. La berlina las llevaba al palacio de verano del consejero de Estado y vicegobernador de la provincia de Erevan. Otros carruajes iban tras ella. Tiflis al completo se encontraba de camino hacia la lujosa mansión. Ésta estaba completamente iluminada. Trescientos camareros en fila con antorchas recibían a los invitados, mientras la brisa que soplaba en el Kura agitaba los miles de luces colgadas en los árboles.

Rodeada de la magia de las luces, una muchedumbre ruidosa se apoderó del porche bizantino del palacio.

La berlina dejó a la abuela y a su nieta ante una fuente cantarina junto a la cual se había dispuesto una larga mesa cubierta con un mantel con las armas del consejero de Estado. Allí esperaban a los invitados los criados con pelucas blancas y guantes, ante botellas y bandejas de aperitivos. A lo largo de la avenida, había otras mesas y se oía el descorchar de botellas y las risas de las mujeres.

– Mira -dijo madame Von Hahn-, ahí está el joven conde Stromberg.

La joven princesa siguió al conde con la mirada, después se encogió de hombros. Aquel noble pagado de sí mismo tenía a todas las mujeres a sus pies. Ella se compadeció sinceramente de sus amigas Sonia y Nina por pelearse por aquel vanidoso que jamás se había dignado a dirigirles la palabra.

¿Qué las empujaba a querer que las conquistaran y se casaran con ellas?