Su abuela le apretó el brazo, mientras la conducía apresuradamente entre los grupos, sonriendo, saludando y dando su mano a los oficiales, feliz por oír alabar la gracia y la belleza de su nieta. ¿Graciosa, ella? En todo caso, era tan salvaje que daba miedo.
En el vestíbulo de la entrada, los espejos sostenidos por ninfas de bronce le devolvieron la imagen de una adolescente de cuerpo esbelto, pero incómoda en su vestido malva de falda acampanada. Se pasó un dedo bajo su diadema de oro con perlas engarzadas y se arregló una mecha rebelde.
«Querida, eres la más fea de la reunión», pensó.
Se veía como un duendecillo horroroso disfrazado de princesa. Habría querido reírse de esa imagen, pero notaba un nudo en la garganta. Un sollozo intentó escaparse de sus labios, pero lo reprimió. Le habría gustado recobrar la inocencia de su infancia y creer, como en otra época, lo que le decía su madre: «Eres bella, mi amor. Ven aquí para que te pueda admirar. Hazme una reverencia… ¡Ah, sí! Eres muy bella».
Mamá no mentía. La veía con ojos llenos de amor. Pero, ahora, con las miradas de los hombres, la percepción cambiaba. Helena ya no quería hacer reverencias en público. La apodaban la Princesa de las Hechiceras y también la Reina de los Espantajos. Sin embargo, Helena no tenía nada de hechicera, sino todo lo contrario. Tenía el rostro de una madona rubia y descarriada: una Primavera de Botticelli de mirada ardiente y esencia indomable. El color rubio de sus cabellos era engañoso, y su falta de coquetería hacía su belleza todavía más sensual a los ojos de los hombres a los que ya intimidaba. Ante ellos, se sentía torpe, pero mantenía su frialdad. «¡No vas a llorar, asquerosa bestia del pantano!», se fustigaba mentalmente mientras observaba a su doble buscar un escondite.
– ¿Vienes?
– Sí, abuela.
Ambas se reunieron con la multitud que se adentraba en el salón de baile, donde brillaban las lámparas y giraban las puntillas, las sedas tornasoladas, los terciopelos carmesíes y los uniformes cargados de medallas, cordones y cruces.
– ¡Helena!
Inconfundible, la voz aguda de Sonia le perforó los tímpanos.
– Os dejo, portaos bien -dijo la abuela antes de irse a buscar a su esposo.
– Sígueme -dijo Sonia.
– ¿Adónde me llevas?
– Donde están Nina y las demás.
– No sé si me apetece.
– ¡Helena, es el gran día!
– Más bien, la horrible noche.
– Estoy segura de lo contrario; va a pasar algo extraordinario.
– ¿Ahora eres vidente?
– No, la vidente eres tú. ¡Deberías saber lo que va a pasar esta noche!
– Bueno, pues no he visto nada, excepto estos dos granos en mis mejillas -respondió Helena, que señaló con un dedo los dos puntos rojos.
El bello rostro de la rubia Sonia, con un óvalo perfecto, se iluminó con una sonrisa irresistible. Helena se rindió y se dejó guiar. El ronroneo de las conversaciones se amplificó. Las criadas, con uniforme color azafrán, ofrecían bebidas y caviar en bandejas rojizas, lo que favorecía la codicia y el deseo. En otra sala, los asistentes habían tomado al asalto veinte mesas de gran longitud, y toda la nobleza, falta de conquistas, compartía ocas, patés, cremas, esturiones, corderos, raviolis de Siberia, racimos de uva, melones, macarons, nata y quesos en un desorden indescriptible, y devoraban sin ton ni son esos suculentos manjares.
Sonia y Helena recorrieron el lujoso comedor sin encontrar a las jóvenes de su grupo. Volvieron sobre sus pasos. De repente, al oír la desgarradora llamada de un violín, se formaron parejas. Un dragón de la guardia imperial abrió el baile con una princesa de Perm. Un coronel con una pelliza blanca lo imitó tomando de la cintura a una guapa bielorrusa con fama de ser un poco voluble. Sonaba un vals de Johann Strauss. La pista se llenó de caballeros y damas que giraban en medio del precioso frufrú de los vestidos y los chirridos de las botas. Los bustos se rozaban, los alientos se mezclaban, los deseos se encendían.
– Mi padre me ha prohibido bailar el vals -confesó Sonia con rencor.
– Te conoce muy bien.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Que te emocionas sólo con pensar en tocar el cuerpo de un hombre, que te fallan las piernas cuando ves a los siervos con el torso desnudo segando el trigo, que te deshaces y te desvaneces en cuanto un húsar te mira con cierto detenimiento.
– ¡Eso es mentira!
– ¿Quieres saber la verdad? Dentro de menos de dieciocho meses esperarás un hijo y, para evitar un escándalo, tus padres le pondrán en manos del doctor Vedrin.
– ¡Estás loca!
– Sólo digo lo que veo en tu destino. Perderás tu honra con ese tonto de Stromberg, en Yelalogli.
– Que el Cielo te oiga -dijo Sonia, encantada.
Las predicciones de Helena se cumplían siempre. Sonia se congratuló. Iba a procurar que no se escapara la felicidad que le acababan de anunciar. Y si se quedaba embarazada, tendría al niño. Así Stromberg estaría obligado a casarse con ella. Perdonó a Helena su tono displicente y pensó: «Pobre Helena, nunca encontrarás el amor».
– ¡Sonia! ¡Helena!
Nina las llamaba. Estaba entre las chicas agrupadas en torno a la orquesta. Las adolescentes esperaban impacientes que las sacaran a bailar, pero los pretendientes no se daban demasiada prisa.
– ¿Sabéis lo que acaba de predecirme Helena? -dijo Sonia con un tono jovial.
– Cállate, te lo ruego -susurró en voz baja Helena.
– ¡Quiero saberlo! -exigió Nina.
Nina acababa de cumplir diecisiete años. De carácter fuerte y caprichoso, estaba segura de ser la chica más guapa de Rusia desde que un pintor de la corte, contratado por sus padres, la inmortalizó en el centro de una composición campestre como una diosa griega. Desde entonces, Nina se consideraba Afrodita, una Afrodita de origen armenio, morena y de ojos negros, y cuyos pechos y caderas ya eran perceptibles, al contrario de lo que ocurría con sus amigas.
– Sí, sí, dínoslo -exigieron las otras.
– Que Joseph sucumbirá a mis encantos.
– ¿Joseph?
– Joseph Stromberg -precisó Sonia.
El rostro de Nina se descompuso.
– No tienes derecho, es mío -soltó, celosa.
– No puedo hacer nada, es mi destino. ¿No es así, Lena?
– Es verdad, Nina. Pero no la envidies, sufrirá mucho.
– ¡Os odio! -dijo Nina, y a continuación se alejó.
El vals se acabó, y empezaron a sonar los primeros compases de una polca. Las jovencitas volvieron a sentarse y se arreglaron el tocado. La ingeniosa melodía parecía hecha para ellas. Sonia no podía esperar más y se fue a buscar a Stromberg, abandonando a Helena a su suerte.
– No te pongas a mi lado -dijo en tono de queja una chica delgada al ver a Helena acercarse a ella-. Espantas a los chicos.
Helena se apartó del grupo, impaciente. Vio pasar a algunos jóvenes oficiales, algunas sonrisas tímidas, y a sus compañeras que partían triunfales del brazo de su pretendiente.
Nina se acercó a ella y le susurró al oído:
– ¿Qué, bruja, sin pareja, como de costumbre?
La chica de lengua viperina no esperó respuesta, sino que se fue, orgullosa de ser la elegida de un capitán de artillería.
Helena bajó la cabeza. Ahora estaba sola en un rincón, muy cerca de un criado inmóvil que llevaba un enorme candelabro. Ni siquiera ese patán la querría. Su corazón se llenó de vergüenza y cólera. ¿Por qué había ido allí esperando divertirse? ¡Qué demonios! ¿Tan diferente era de las demás? ¿No era capaz de mostrarse seductora? «¿Voy a ser otra vez el hazmerreír de Tiflis?» Se imaginó a aquellas presumidas llorando de risa al pensar en sus valses con tristes fantasmas y en sus polcas con esqueletos tintineantes.
Herida en su amor propio, levantó la cabeza. «Vas a bailar, Sedmitchka… ¡Ah, sí, vas a bailar! Si es necesario, bailarás con el protopope o con el embajador de los persas.»