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Con movimientos lentos, Helena buscó a su presa. Su penetrante mirada gris barrió a los asistentes. Algunos tenientes y capitanes estaban de pie cerca del bufé, con copas de champán en la mano. Ella se detuvo ante ellos, bajo las luces de un candelabro. ¿Cómo podía abordar a alguno sin hacer el ridículo? No conocía a ninguno de ellos… Notaba que algunas miradas se paseaban por su figura, y que, incluso, se detenían de manera más insistente. Pero el interés de aquellos hombres no iba más allá de la curiosidad, como si hubieran visto un fantasma, desconcertados por esa extraña belleza que les provocaba un escalofrío en la espalda.

Ella se dio por vencida y siguió deambulando por entre los grupos, echándole el ojo a algún dragón o lancero y dándose a la fuga justo después.

De repente, apareció una silueta negra y grande. La gente se apartaba a su paso. Helena se estremeció. Tenía delante al consejero de Estado, al general Nicéphore Blavatski en persona. Sonia lo apodaba «el Viejo Cuervo sin Plumas». Se parecía más a un buitre, con su nariz ganchuda, su cráneo calvo y su mirada azul claro, vivo y frío a la vez. En el pómulo izquierdo, una antigua herida relucía como una delgada línea de hielo. «¿Qué edad tendrá?», se preguntó Helena mientras lo observaba. «Unos sesenta y seis», consideró, enrojeciendo de repente ante la idea de que la invitara a bailar.

El general estaba furioso. Acababa de perder tres mil rublos en las cartas. ¿Qué hacía la pequeña Von Hahn mirándolo tan fijamente? Pensándolo bien, podía serle de gran ayuda. Se decía que era una vidente. Tal vez habría alguna manera de sacarle información sobre el futuro.

– ¿No estás algo sola? -le preguntó él en un tono paternal.

– Bueno, ¡ahora ya no! -respondió ella con aplomo.

No lo desconcertó. Tenía una opinión formada sobre las jovencitas y las mujeres en generaclass="underline" seres incontrolables, imprevisibles y testarudos, con cierta predisposición a desentrañar misterios y a ser traicioneros. ¿No tenía ante él el retrato edulcorado de la descarada Helena Petrovna von Hahn? Se merecía una buena zurra. Durante su larga vida, había metido en cintura a algunas mujerzuelas utilizando su cinturón. Sin embargo, tenía en gran estima al general Von Hahn y a su hijo, así que…

– ¿Quieres un refresco?

– ¡Preferiría champán!

– Es que…

– ¿No es usted el señor de este palacio y el jefe de los cosacos?

– ¡Por supuesto!

Sus escrúpulos se desmoronaron. Le ofreció su brazo y la condujo hacia el bufé. Achispar un poco a aquella pequeña ingenua le permitiría sonsacarle alguna información sobre sus posibilidades en el juego.

Al tiempo que chocaban los talones, los oficiales les cedieron su lugar.

– ¡Champán!

Un criado les ofreció una copa. El general la cogió y se la dio a Helena.

– ¡Para la princesa de Georgia! -dijo él.

Un poco nerviosa, Helena agarró la copa. El líquido burbujeaba. Pensó en la señora Peigneur, que alababa las virtudes de aquella bebida de reyes. Nicéphore levantó su copa:

– ¡Por la juventud y la belleza!

– ¡Por la sabiduría y la experiencia! -respondió Helena.

El nerviosismo había desaparecido. Se sentía confiada. Los oficiales seguían con mirada intrigada y divertida a aquella pareja que tan mal combinaba. Un viejo carcamal libidinoso y una virgen bella pero loca; entre ellos, una diferencia de edad de cincuenta y cuatro años.

El sabor del champán la sorprendió y le gustó. Animándose, le ofreció al consejero un panecillo blanco en el que había extendido un trozo de foie-gras con trufas. Nicéphore sonrió por primera vez. Aquella joven le resultaba sorprendente.

– Me gustaría conocerte mejor -dijo él en voz baja.

– Invíteme primero a bailar.

– Ésa es una petición audaz.

– Lo exijo.

¿Cómo podía resistirse a esos grandes ojos grises que le escrutaban el alma, a esa boca deliciosa dibujada para el amor? Nicéphore se encontraba turbado. Sin embargo, aceptó el desafío y la llevó a la pista.

Quinientos pares de ojos convergieron en la insólita pareja, que se puso a la cabeza de los bailarines repartidos en dos filas. Nina y otras arpías se quedaron de piedra. Empezaron a competir unas con otras en maldad al otorgarle calificativos que se inventaban: «viejo espantajo», «ave zancuda arrugada», «viejo fósil»…

– Por fin ha encontrado a su aparecido -concluyó Nina.

Todas se echaron a reír, pero su alegría parecía un poco forzada. Inconscientemente, los celos las traicionaban. Desde luego, el consejero de Estado era una antigualla, pero su riqueza y poder sobrepasaban los de sus invitados. Además, el zar le había honrado con su amistad.

Al margen de las maledicencias, Helena y Nicéphore ajustaron sus pasos al ritmo de la música. Siempre que se daban la cara, se lanzaban una mirada penetrante, intentando averiguar las intenciones del otro.

– Tu abuelo me ha arruinado la noche -dijo Nicéphore.

– Consuélese con su nieta.

No se esperaba una respuesta semejante ni una sonrisa tan maliciosa. Aquella jovencita le hacía hervir la sangre. Entornando los ojos, empezó a considerarla de otro modo. Ya no le interesaba conocer su destino, sino desvelar su grácil cuerpo. Su deseo se hizo más fuerte y empezó a pensar en ello con ardor. Sólo tenía ojos para ella, mientras flotaba en un palacio vacío, giraba lentamente, se inclinaba sobre él y daba vueltas sobre sí misma. La contempló desde todos los ángulos. Era espléndida y carecía de afectación.

Sabía que era rebelde, inteligente y ávida de libertad, pero le daba igual. Siempre se había sentido inclinado a elegir a mujeres temerarias. Imaginó a aquella delicada flor en el lecho de una alcoba, lasciva, rodeada de puntillas. Podía oler su perfume embriagador. En sus sueños, apareció voluptuosa y complaciente…

– Para cumplir sus sueños, sólo tiene que desposarme -le lanzó ella cuando se separó bruscamente de él al final de la danza.

Helena rompió las filas de los invitados, que la colmaron de reproches. «¿Qué me pasa? ¿Me he vuelto loca? ¿Qué pasará si ese detestable viejo decide perseguirme para conseguir sus deseos?»

El detestable viejo no le quitaba la mirada de encima. Ella le había clavado un dardo envenenado en el corazón. Estaba decidido. Fueran cuales fuesen las consecuencias, le pediría la mano de Helena al general Von Hahn.

15

Helena no durmió esa noche. Había intentado en vano averiguar su destino. Al alba, empezó a ir de un lado a otro, sin hablar con nadie. Desairó a Vera, su hermana, que quería saber todos los detalles del baile. Se refugió junto a la señora Peigneur, pero no se atrevió a pedirle consejo. Sólo le quedaba un aliado: su abuela. Al salir del palacio del consejero de Estado, la señora Von Hahn no le había hecho ningún reproche, ni siquiera había mencionado lo sucedido.

La señora Von Hahn desayunaba siempre en el salón amarillo. Helena la halló sentada en un sillón de orejas, con una taza de té en una mano y un pedazo de tarta de queso blanco en la otra.

Llevaba todavía su ropa interior de seda y estaba sin maquillar y sin peinar, de manera que parecía mayor y cansada. La adolescente besó a su abuela y le arregló el cabello.

– Estoy muy mayor para los bailes -dijo la anciana.

– A mí no me gustan.

– ¿Té, querida?

– No, gracias, hoy no puedo tomar nada.

– ¿Se debe tal vez al champán, que no te ha sentado bien?

Helena adoptó una expresión de pena.

– Has provocado una conmoción en nuestra pequeña comunidad -continuó la mujer del general en tono burlón-. No pensé que el consejero de Estado fuera tan buen bailarín, y me pregunto qué ha podido empujarlo a ser tan bondadoso con una chica de dieciséis años. Se dice que está bastante lozano para su edad, pero ¡aun así! ¿Tal vez podrías aclarármelo?