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Helena sintió que se ruborizaba.

– Me ocultas algo -dijo la abuela, que dejó bruscamente la taza en la mesa-. ¿Helena?… Me debes una explicación. ¿Qué has hecho?

Helena hizo un gesto vago y una mueca de decepción. La voz de la abuela se dulcificó:

– Puedes confiar en mí.

Helena suspiró, dudó y, por fin, ante la tierna mirada de su abuela, consintió desvelar su secreto:

– Estaba sola… ¡Ah! Si tú supieras, abuela… Perdóname… Júrame que no me castigarás.

– ¿Te he castigado alguna vez, tonta?

– No, pero ésta podría ser la ocasión.

– Entonces, ha sido una tontería grande.

Helena asintió con la cabeza y bajó la voz.

– Todo empezó cuando Nina me dijo que ningún hombre me sacaría a bailar. Entonces…

Helena confesó toda la historia: la proposición de matrimonio dejó consternada a la anciana. No sabía qué decir. Le faltaba el aire. Se acercó a la ventana y la abrió de par en par.

– Señor… Señor -balbució-, ayúdanos.

No hubo respuesta del cielo. De repente, se volvió con el rostro desencajado hacia Helena.

– Abuela, ¿qué te pasa?

– Bueno… Vamos a tener que preparar tu baúl.

La adolescente vio a su vez al fogoso general Nicéphore Blavatski montado sobre un caballo blanco. Huyó, se encerró en su habitación y se aventuró a mirar por los cristales. Blavatski había bajado del caballo. El gobernador Von Hahn apareció. Ambos generales se saludaron, después desaparecieron en el castillo.

Un cuarto de hora más tarde, la voz atronadora de su abuelo resonó en el edificio:

– ¡Helena! ¡Baja inmediatamente!

Supo que su destino estaba sellado.

Ambos hombres lo habían decidido todo. Amigos y cómplices desde el lejano tiempo de las guerras napoleónicas, habían conocido los mismos miedos, idénticas borracheras. Su abuelo debía de alegrarse por dar a su nieta en matrimonio a un compañero de armas que había blandido el estandarte del águila bicéfala en la batalla de Borodino. Y tenía otro argumento de peso: no se podía rechazar un partido como Blavatski. El gobernador poseía millones de acres de tierra, millones de rublos. Era una prolongación del zar.

A Helena le entró un repentino dolor de vientre. Para su desgracia, había nacido y vivía en Rusia, lejos de la Europa ilustrada. En el país de los cosacos, los caballos tenían más valor que las mujeres. El punto de vista de una joven casadera, de una Helena a la que ningún muchacho quería, no importaba en absoluto. Ya estaba oyendo a su abuelo: «Es una suerte para ti. Dale gracias al Señor, hija mía; Blavatski es el hombre más influyente del Imperio».

Detestó esas palabras.

Fuera de sí, tomó el camino opuesto al despacho de su abuelo. Salió por una puerta de servicio y llegó a las cuadras. Apartando a los asombrados criados, se subió a su montura a pelo y se lanzó en dirección a la montaña de David. La vergüenza y el odio la atenazaban. Obligó a su caballo a efectuar saltos prodigiosos por encima de barrancos y canteras, jurándose que jamás pertenecería al consejero de Estado.

Los húsares dieron con ella en mitad de la noche, agotada, tendida en el bosque cerca de su caballo. La levantaron, la cogieron en brazos y se la llevaron al castillo. Su abuelo seguía esperándola. Ni siquiera se molestó en soltarle una reprimenda. El general Von Hahn estaba demasiado feliz al día siguiente, cuando le anunció la noticia:

– Le he concedido tu mano a nuestro amigo Nicéphore Blavatski. Un mensajero acaba de irse a Carelia para avisar a tu padre, que aprobará mi decisión. No podíamos soñar con un partido mejor para ti.

16

La carta había llegado ocho días antes. Su padre había dado su consentimiento al matrimonio. La princesa Helena se sentía atrapada en el fondo de un pozo negro. Aquel 7 de julio de 1848, se hundió todavía más.

La joven lo había intentado todo para retrasar la fatídica fecha de su unión con Nicéphore. Había dejado de comer, había fingido tener fiebre, había preparado y tomado temibles brebajes que le habían vaciado el estómago y las tripas. Tentada a perder de forma brutal su virginidad, incluso se había frotado el rostro con hojas de ortigas cuando su prometido la visitaba.

Se había marchitado en vano ante la indiferencia general. Hasta el último minuto, había planteado una resistencia pasiva, poniendo trabas a la tarea de las criadas y ayudas de cámara. Ante sus miradas asustadas, había pisoteado la corona de flores que le intentaban poner en la cabeza. Y, sin la intervención enérgica de su abuela, jamás se habría puesto la primera de sus tres enaguas.

Ya vestida con su atuendo inmaculado, la habían empujado fuera de la habitación, de la sala de recepción, del castillo y la habían hecho subir a la calesa con las armas de los Dolgoruki von Hahn.

Un oficial de la guardia imperial la ayudó a bajarse del vehículo. Su abuelo la recibió y le ofreció el brazo, y la condujo entre las filas de las damas de honor. Se iniciaba la gran parodia de la felicidad.

La princesa Helena sentía vergüenza, ¡mucha vergüenza! Era el hazmerreír de la ciudad, a la que ya no reconocía. Una luz amarillenta inundaba las calles de Tiflis. El viento del sur traía un aire ardiente e irrespirable. En su cabeza todo daba vueltas. Vio en un destello los rostros radiantes de Sonia y de Nina. Las dos la animaron con un gesto de la mano. Se formó el cortejo. Se detuvo en un lugar lleno de una animada multitud. Aquella gente gritaba y decía:

– ¡Viva la novia!

– Parece muy joven.

– ¡Dios bendiga a la novia!

– La compadezco.

– ¡Vivan los Von Hahn!

Helena descubrió a su futuro esposo, el general Nicéphore Blavatski, consejero de Estado, defensor de Armenia y de Georgia, señor de Erevan y comandante jefe de los cosacos, con uniforme de gala, el torso cargado de medallas, de lazos, pasadores de oro, cruces de plata y otras baratijas honoríficas.

– ¡Ya llega el novio!

– ¡Por Dios, qué feo es!

– ¡El viejo lagarto se ha agenciado una virgen! ¡Y guapa además, aunque loca!

– ¡Viva el general Blavatski!

– ¡Larga vida a Su Excelencia!

Brillaba en toda su gloria en el altar, rodeado de su Estado Mayor y de los guardias imperiales. Su cara de buitre se inclinó sobre ella. Durante algunos segundos, Helena sólo vio el cráneo lustrado y reluciente, las cejas espesas y frondosas y la nariz ganchuda.

Retiró bruscamente la mano que rozaron aquellos labios calientes y húmedos. El asco se apoderó de ella. Aquel ser de pesadilla estaría con todo su peso muy pronto sobre su vientre, la penetraría y la dejaría embarazada. La señora Peigneur le había desvelado ese aspecto del amor entre un hombre y una mujer.

«Acabarás sintiendo placer», concluyó la institutriz después de describirle brevemente el acto sexual. ¿Sentir placer con ese viejo vicioso? Jamás…

– Estás muy guapa -dijo él levantándose.

– Ya estamos todos -anunció la señora Von Hahn después de contar a los invitados ilustres llegados para asistir a la ceremonia. Le resultaba imposible contar a los demás, que eran seiscientos sesenta y uno.

– Vamos -dijo el consejero de Estado.

Como en un horno, aquella gente sudorosa estaba al borde de la exasperación. Las voces se fundían, encaramadas en lo alto, quejándose bajo las sombrillas y detrás de los abanicos. Los pañuelos blasonados servían para enjugar frentes y mejillas cuando, de repente, empezaron a agitarse.

– ¡El archimandrita!

El venerabilísimo jefe de la Iglesia de Tiflis apareció en medio de un gran clamor. Se empujaron para admirar al hombre santo, vestido con sus relucientes ropas sacerdotales, que invitaba a los fieles a entrar en la iglesia. Su mirada tranquila se posó sobre la pareja. Helena hizo ademán de retroceder. No quería entrar en la guarida del archimandrita. Nicéphore intentó hacerla avanzar apretándole con rudeza el brazo. Ella se reafirmó en su rechazo. Su abuelo le puso la mano sobre los riñones y la empujó. Toda la muchedumbre la empujó. Todos deseaban su desgracia. La princesa rebelde entró en la casa de Dios, llena de rabia.