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– Estás guapa esta mañana -dijo cogiéndola por el mentón-. Sigues igual de orgullosa, ¿eh? Ah, el orgullo de los Von Hahn, la locura de los Dolgoruki… Ha llegado la hora de suavizar el primero y extirpar el otro.

Él apartó la mirada. Al final del patio, cerca del recinto de los caballos, habían colocado dos postes. El señor de Erevan los miró sin disimular su satisfacción.

– ¡Empezad! -ordenó.

Dos cosacos agarraron a Helena y se la llevaron hacia los postes. Cortaron sus ligaduras y le separaron brazos y piernas. Ella no tenía fuerza para resistirse. Unos grilletes se cerraron en torno a sus muñecas y tobillos.

Vio a Talik armado con un látigo de ocho colas y comprendió que la iban a flagelar.

– ¡No tienes derecho! Soy la princesa Dolgoruki von Hahn.

– ¡Tengo todo el derecho! -respondió Nicéphore, que le desgarró la camisa.

Le desnudó la espalda, los hombros y los pechos. Todas las miradas se concentraron en sus senos menudos. Los brutos se dieron codazos cómplices, las chicas de la guarnición se burlaron de su delgadez y de sus formas menudas, el pueblo guardó silencio. Helena cerró los ojos. La vergüenza la mortificaba. El miedo la invadió. Había asistido a flagelaciones públicas y había oído gemir a los condenados bajo los mordiscos de los látigos. Se preparó para sufrir. Le llegó la voz de Nicéphore desde lejos.

– Por esta vez, seré magnánimo. Después de todo, estamos de viaje de novios… Sólo te propinaremos veinte latigazos. ¡Toda tuya, Talik!

Helena se contrajo, apretó los dientes. Bien plantado sobre sus piernas, el cosaco desenrolló con calma las trenzas de cuero, y tomó como objetivo la carne blanca entre los dos omóplatos. Las colas silbaron y tocaron la piel. El dolor fue fulgurante. Helena tuvo la impresión de que la penetraban unos tizones. Contuvo un grito.

– ¡Uno! -gritó su esposo-. Honrarás a tu marido en cualquier circunstancia.

Talik se esforzó. Las colas mordieron uno de los costados y arrancaron un poco de piel bajo los senos.

– ¡Dos! ¡Le obedecerás sobre todas las cosas!

– No… -gimió ella, que ahogó un sollozo.

Con el quinto, empezó a gritar. Tras el decimoquinto, perdió el conocimiento. Entonces, el general Blavatski detuvo el brazo del verdugo y se inclinó sobre la castigada.

– No es necesario estropearla. Es mi esposa. Es mi deber hacerle conocer también alegrías. ¡Desatadla! E id a buscar al curandero Tupiazan.

19

Helena habría querido poder borrar el lejano Ararat coronado de nieve, los rebaños inmóviles en los montes pelados, los soldados petrificados en sus garitas. En definitiva, dejar de ver Armenia…, no verla nunca más.

Se apartó de la aspillera a través de la cual contemplaba durante horas aquel execrable paisaje.

Sentía el sufrimiento en sus carnes. Tras la tortura, una violenta fiebre la había abatido. El curandero Tupiazan había echado mano de toda su habilidad para volver a ponerla en pie.

Ahora podía caminar, pero ¡a qué precio!

El espejo le devolvió la imagen de una chica joven, despavorida, con los brazos apretados sobre el pecho y el rostro cubierto de moratones, las marcas de afecto del general. La noche anterior, de nuevo, ella lo había rechazado y él había respondido dándole una paliza. Llevaba ochenta y un días resistiendo después de haberse jurado permanecer virgen. Varias veces, había estado a punto de sucumbir a sus asaltos. En el último momento, conseguía librarse con uñas y dientes. No era la única que ostentaba los estigmas del matrimonio. Su querido esposo los enarbolaba también. Unos cuantos arañazos adornaban su cara. En cuanto se volvía, se convertía en el centro de las burlas de la fortaleza y, como se sabía el objetivo de pullas y cotilleos, era presa de ataques de una furia enloquecida.

La mirada de Helena se llenó de odio. Un sable destellaba en el pasillo. Era el otro, el alma condenada por Nicéphore, el odioso Talik, que disfrutaba cuando el señor la sacudía o le escupía. Lo había visto muerto en uno de sus sueños, y estaba impaciente por verlo perecer.

«Tengo que salir de este sitio.»

Repetía esa frase sin cesar. La dacha fortificada de Darechichag era una verdadera prisión. Siempre estaba bajo la vigilancia de criados entregados en cuerpo y alma a su esposo. Y, durante sus paseos a caballo, la rodeaba una compañía de cosacos.

El tintineo del sable se acercó. El corazón de Helena se aceleró. Un gran vacío se hizo en su cabeza en el momento en que Talik golpeó la puerta. Sin que nadie lo invitara, la mano derecha del general entró en la habitación. Tras un breve saludo militar, transmitió su mensaje:

– El general te espera para desayunar.

Talik se adentró en un pasillo que conducía a habitaciones polvorientas. Ella lo siguió. Entraron en el amplio comedor. A pesar de las pesadas cortinas pegadas a las ventanas, las corrientes de aire hacían chirriar las cadenas de las lámparas de aceite. La gigantesca chimenea no se tragaba el humo y la atmósfera estaba llena de un amargo olor a quemado. El suelo estaba cubierto de pieles. Osos y lobos muertos abrían amenazantes sus bocas. El señor de Erevan los había matado y despedazado a casi todos.

Talik abandonó a Helena en el extremo de una larga mesa. Ella adivinó la presencia de su terrible esposo. Nicéphore se ocultaba tras un samovar, sentado en una silla de respaldo alto. La penumbra lo rodeaba y el humo lo camuflaba. Observaba con avidez a su joven mujer y sus hombros blancos desnudos. La fingida tranquilidad, los cabellos despeinados y el vestido que no le iba bien al frágil cuerpo de Helena lo excitaban.

– ¡Toma asiento, mi amor!

Afirmó su orden con un chasquido. Ella siguió de pie.

– ¡Obedece!

Nicéphore pegó un manotazo en la mesa e hizo tintinear el cristal de las copas y los cubiertos de plata blasonados. Una manzana se separó de una pirámide de frutas y rodó entre los panecillos dorados. Nicéphore la clavó al mantel con su cuchillo. Helena se había acostumbrado a ese tipo de gestos. Ella ocupó su lugar sin apresurarse y después de haberse arreglado los pliegues del vestido.

– ¡Come!

Empezó a comer sin perderlo de vista. Los sabores se mezclaron con lo amargo de su boca. Mientras masticaba lentamente, le deseaba en voz baja a semejante ser todos los tormentos del Infierno. Él llevaba semanas envileciéndola y persiguiéndola sin demostrar jamás ni la más mínima compasión. Nadie podía contradecirlo. En el Imperio ruso, era el único representante de unas leyes que hacía y deshacía a voluntad. No había nada que le afectara, aparte de sus propios daños, sus ardores de estómago, sus dolores abdominales, su artritis y su deseo frustrado. De repente, se le aceleró la respiración y se levantó con un muslo de oca en la mano.

– El hombre inventa dogmas, dicta preceptos, determina exclusiones, promulga prohibiciones, pero Dios hace lo que quiere, y ¡Él te ha entregado a mí!

– ¡Qué ínfulas tienes! Siempre tienes que mezclar a Dios con tus bajos instintos.

Detestaba esas réplicas que sonaban tan sensatas. Helena lo medía con la mirada. El aguijón de su menosprecio avivó su rabia. Nicéphore barrió con el brazo vasos y jarras. El ruido del cristal al romperse con estrépito le hizo mucho bien y se calmó un poco. Helena le pareció más bella y deseable que nunca. Mechones de cabellos con reflejos rojizos le caían sobre su frente obstinada. Su pecho lechoso se elevaba. Atraído irresistiblemente, rodeó la mesa. La boca se le deformaba en un rictus, su cara amarillenta podía compararse a la de un aparecido. Pudo leer el miedo en la mirada de su esposa.

Helena se levantó de su asiento y se colocó en la otra punta de la mesa.

– Muy bien, general, te dejo elegir las armas -soltó ella apoderándose de un largo tenedor de plata-. Pero ten cuidado, podría traspasarte la piel tranquilamente.

Lo clavó con una inopinada violencia en el vientre de un salmón. Nicéphore comprendió que no bromeaba, pero restó importancia a su gesto atreviéndose a soltar una risita. Habría podido llamar a sus hombres para descuartizarla sobre la mesa, pero deseaba solucionar ese problema solo.