– ¡Vamos! ¡Arre! -gritó el cochero, sabiéndose cerca de la meta.
Llegaron a la explanada del palacio en el que los húsares del padre de Sonia garantizaban el orden y donde las oraciones de los monjes levantaban una barrera mística. Todo aquel dispositivo tenía como objetivo proteger a Helena Petrovna von Hahn, la Sedmitchka, nacida una noche maléfica en medio de una epidemia.
3
Póngase recta, señorita Sonia, la están observando… Ahí están sus padres -dijo la institutriz sacando pecho y juntando los pies a la manera militar.
Amigos íntimos de los Von Hahn, el príncipe y la princesa esperaban a su hija en lo alto de la escalera de mármol, custodiada por leones de piedra.
Todo el palacio estaba iluminado, como para mantener alejado al fantasma de la enfermedad que vagaba en la noche. Las arañas de cristal brillaban con mil luces; los criados vestidos de azul y plata llevaban pesados candelabros con ocho velas. Más de un centenar de ellos formaba una doble fila para honrar a los invitados que avanzaban con gravedad.
Sonia y sus padres se unieron a los numerosos nobles que se concentraban en la gran sala de audiencias transformada para la ocasión en capilla. La joven princesa podía poner nombres y títulos a todos los tristes supervivientes presentes. Soltó un suspiro de decepción cuando reconoció la oscura silueta de Bardéiev, el ministro del Interior, un hombre al que odiaban su padre y todos los que temían a la policía secreta del zar Nicolás I. Por turnos, las frentes ceñidas por diademas y las cabezas desguarnecidas se inclinaban ante la señora del lugar: Hélène Fadéiev von Hahn, la madre de «la hija del infortunio», la primera mujer escritora de Rusia, que acababa de publicar su segunda novela.
Tan joven, tan frágil, tan bella… Había cumplido dieciséis años hacía poco.
Al ver a Sonia, su pálido rostro se iluminó con una sonrisa. Acarició a la muchachita y le dijo:
– Aquí está la más joven de las tías de mi hija. Gracias por aceptar que fuera la madrina -añadió dirigiéndose a sus padres.
– ¿De verdad que soy la madrina? -preguntó Sonia.
– Sí -respondió Hélène-. Es un gran honor que compartirás con las condesas Vorotinski y Menchikov, el ministro consejero Bardéiev, el conde Kuzmitch y el ayuda de campo de mi esposo, el capitán Aksakov.
Al oír el nombre de Bardéiev, Sonia se había estremecido, pero la mano firme de su padre que descansaba en su hombro le había impedido decir alguna tontería.
Observaba al consejero de aspecto pretencioso, con sus grandes patillas y sus ojos minúsculos, y al que le pareció apropiado preguntar:
– ¿Hay noticias del coronel Von Hahn?
– Está bajo los muros de Varsovia, ustedes lo saben mejor que yo.
¡Cuántas implicaciones había en esa simple frase! Todos los que se encontraban allí esa noche tenían algún pariente en la guerra. Una desgracia caía sobre otra. En aquellos tiempos de pena y horror, los polacos, guiados por el gran duque Constantin, virrey de Polonia nombrado por el zar, se habían rebelado. El 5 de diciembre, Varsovia se había despertado al grito de: «¡Viva la libertad!». Y ese grito horrible, tan temido por Nicolás I, lo habían retomado los intelectuales de Moscú. ¿Iba el Imperio a ser presa de la insurrección cuando su glorioso jefe acababa de ganar la guerra a los turcos?
Nicolás había jurado ante Dios reprimir las revueltas. La destitución del rey de Francia, Carlos X, había supuesto un duro golpe al principio de legitimidad y a las ideas contrarrevolucionarias de Metteraich y de Nesselrode. Se estaba fraguando una nueva Europa, pero Polonia no formaría parte de ella. Nicolás había lanzado la maquinaria de guerra rusa a través de los terrenos turbios y aquellos bosques tan queridos para los polanos [1].
En ese momento, los cañones retumbaban sobre los regimientos rusos de Paskévitch. Cien mil hombres maldecían el nombre del dictador polaco Krukowiecki cuando cargaban, blandiendo el sable y la bayoneta. Columnas enteras de soldados acribillados por la metralla caían; las balas agujereaban las corazas de los dragones; caballos y caballeros se hundían bajo las bocanadas de humo y de polvo. Y tal vez entre ellos estaba el coronel Von Hahn.
Hélène cerró los ojos e intentó reprimir su angustia. La llegada del venerable protopope y de sus coadjutores acabó con sus visiones de pesadilla. Se abrió un vacío en torno al sacerdote, cuya larga barba le caía sobre el pecho. Sonia descubrió en ese momento al bebé que llevaba la niñera, un pequeño ser vestido de blanco cuyo rostro minúsculo y arrugado emergía de una guirnalda de cintas malvas.
Al ver a la pequeña Helena Petrovna, todos se santiguaron y le pidieron a Dios que la amara.
Sonia se puso de puntillas y se preguntó si el bebé respiraba. No le dio tiempo a ver estremecerse a su ahijada. Un sacerdote vestido con una túnica dorada y con una larga cabellera rubia, semejante a un ángel, le puso un gran cirio en las manos y la condujo cerca del protopope mientras oraban.
Los ojos azules de mirada clara del protopope se posaban a veces en Sonia. Él era el intermediario entre el mundo de los mortales y el del más allá. Su voz actuaba como un bálsamo, la arrullaba, la transportó a una nube. Ya no distinguía con claridad las grandes cruces que colgaban del cuello de los coadjutores, ni las medallas de los padrinos ni las joyas de las madrinas, sino que empezó a soñar con Jesús en el Paraíso, mientras oía fragmentos de oraciones y percibía luces fugitivas.
– Sonia…
Alguien la sacudió: era el consejero Bardéiev. Se había atrevido a ponerle la mano encima. Ella se enderezó orgullosa, sintiéndose de repente el centro de todas las miradas. Vio el rostro de los oficiantes levantado hacia los cristos crucificados y glorificados, hacia los santos de ojos ardientes, hacia las paredes donde los criados de manos piadosas habían colgado una miríada de iconos pertenecientes a las iglesias de la ciudad.
Habían desvestido a la recién nacida. El venerable protopope procedió a la inmersión del bebé, que chillaba, tan blanco y endeble. «No está muerta», pensó tranquilizándose la chiquilla que, a partir de ahora, debía desempeñar el papel de madrina.
Como el consejero Bardéiev, ella también renunció a Satán, a sus pompas y a sus obras, escupiendo tres veces a la cara del Príncipe de las Tinieblas antes de volver a su lugar, frente al protopope.
El rito siguió, interminable. Se acercaba la medianoche. El efecto insidioso del calor y de las oraciones condujo a Sonia de nuevo al mundo de los sueños. Sentía el cansancio en las piernas y le pesaban los párpados. Nadie le prestaba atención. Se le doblaban las piernas. Notaba el cirio pesado, liso y blando entre sus manos húmedas. Empezó a tambalearse mientras cerraba los ojos.
– ¡Señor! ¡Protégenos!
– ¡Fuego!
Sonia volvió a abrir los ojos de golpe. Un grito se ahogó en su garganta. Ante ella se alzaba una cortina de llamas. Al caerse, su cirio había prendido fuego a la ropa del sacerdote.
– ¡Agua! -gritó Bardéiev.
– ¡A mí!
El venerable gritaba. El círculo de fieles se hizo más grande. Los amigos de la familia Von Hahn miraban, fascinados y aterrorizados a la par, a aquel viejo muñeco engalanado que ardía, se retorcía y tendía los brazos hacia el crucifijo. Sus gritos aumentaban y se volvían cada vez más agudos, acompañando al dolor. Sus piernas crepitaban. En unos segundos, las llamas prendieron su casulla, recorrieron el terciopelo, se comieron la seda, saltaron los ribetes de hilos de oro y partieron al asalto del rostro apoderándose de la barba.
– ¡Sálvenlo! -gritó la condesa Menchikov.
El círculo se rompió. Los diáconos acudieron a ayudar a su padre, intentaron apagar las llamas con las manos y se convirtieron, a su vez, en antorchas vivientes.