La voz de Boadicea le llegó desde lejos. ¿Con quién hablaba? Helena quiso girar la cabeza, pero su nuca era de hierro. Tuvo la impresión de que el techo descendía y la aplastaba.
– ¿No es peligrosa la droga?
– No, mi señor, sólo hunde al que lo toma en un estado de tranquilidad y lo deja indefenso. Compruébalo por ti mismo.
Helena se horrorizó con toda su alma. Nicéphore se inclinó sobre ella, le tocó el rostro, entreteniéndose particularmente en los labios, que abrió y cerró varias veces.
– Los bellos labios… de terciopelo.
Helena hizo un esfuerzo desesperado por golpearlo, pero tenía el brazo pegado al suelo.
– Esta droga es una maravilla. Entonces, señora Blavatski, ¿sigo pareciéndote tan asqueroso? -dijo cubriéndola con grandes besos húmedos.
Le habría gustado gritar, pero sus gritos nacían y morían en su cerebro.
– ¡Ayúdame a llevarla a la cama! -le dijo a la criada.
La levantaron y la tumbaron en la cama. Su cuerpo parecía muerto, pero los ojos, el oído y la nariz le funcionaban. Conocía las drogas secretas que preparaban los chamanes mongoles, kirguizos y uzbecos. De nada servía resistirse. Nicéphore había ganado; estaba a su merced.
El monstruo vacilaba, mirándola indeciso.
– ¡Vete! -le ordenó a la criada.
– ¿No debo desvestirla?
– ¡Desvestirla es uno de mis privilegios! ¡Lárgate antes de que te mande azotar!
Helena oyó cerrarse la puerta. Nicéphore la agarró por los cabellos y saboreó el miedo y el odio que le inspiraba a su víctima.
– He esperado mucho este momento -soltó él-. Hace mucho que no desvirgo a una doncella.
Tras estas palabras, sacó el puñal que llevaba en el cinto y, con la punta, empezó a romper el corsé. Se tomó su tiempo para separar con delicadeza cada pedazo de tejido. El cuerpo juvenil quedó a la vista; soltó el puñal y recorrió con sus manos la piel blanca como la leche.
Helena notaba sus caricias. Otro grito silencioso le atravesó el alma cuando le empujó el dedo corazón por entre sus muslos después de haberle separado bien las piernas.
– ¡Ah! Mi bella virgen -exclamó él mientras se postraba para besar la dulce concha, oscurecida por un ligero vello.
Triunfante, se levantó y se desnudó de golpe. El hombre de cuerpo amarillento y seco, de ave zancuda, se tumbó con todo su peso sobre su presa. Antes de ese asalto, Helena había visto su sexo, duro gracias a una maravillosa poción. Él se lo agarraba con los dedos y lo utilizó como si fuera un punzón.
Nicéphore empezó a empujar entre las piernas abiertas. Ella notó que se abrían los labios. El asco y el pánico se apoderaron de Helena. Se sentía desesperada por encontrarse en semejante estado, como un trozo de carne muerta, un estanque en el que intentaba entrar su verdugo.
«No soy nada… No soy nada… No siento nada…»
La fuerza de su pensamiento funcionaba. Ya no sentía el miembro azotándola con brutalidad. Veía, como en una pesadilla, la cara sudorosa de Nicéphore alejándose y acercándose.
¡Lo había conseguido! Había necesitado tiempo, pero la puerta del templo había cedido. Nicéphore perseguía ahora culminar su placer, pero no conseguía hacerlo. Tenía la sensación de tomar a una muerta. Estaba machacando unas carnes frías, secas y duras.
– ¡Furcia! ¡Furcia! -jadeó él a la vez que la abofeteaba.
Un hilo de baba le caía por el mentón. La frente le chorreaba de un sudor que goteaba sobre la cara insensible de su esposa. Él se estremeció y gimió como un viejo caballo de batalla que oye tocar retirada. Pero no quería darse por vencido.
– ¡Vas a abrirte al placer, sucia zorra! ¿Sí o no? -gritó él retomando su vaivén en el vientre de Helena, siguiendo el alocado ritmo de los latidos de su corazón.
La sensación pasó de desagradable a dolorosa. Con cada penetración, su verga le hacía sufrir horriblemente. Cuando no pudo soportar por más tiempo esa tortura, se retiró y gritó con despecho:
– ¡Maldita bruja! ¿Así es como honras a tu marido? Te voy a entregar a mis cosacos; ellos te enseñarán a hacer feliz a un hombre.
Helena lloraba. A través de las lágrimas y del velo de la droga, lo vio agitarse ante la cama, con la verga colgándole entre sus delgadas piernas. La punta de aquel apéndice flácido y canijo con el que la había violado estaba manchada de sangre.
Lo odiaba… Lo odiaba desde lo más profundo de su ser…
Y tal vez él leyó ese odio en su mirada llorosa, porque se santiguó antes de escabullirse por los pasillos de la dacha.
21
Nicéphore no la había entregado a los cosacos: simplemente la había encerrado en una de las torres de su inexpugnable castillo de Erevan.
La tristeza reinaba en Helena de día, y la angustia de noche. Al anochecer, sus criadas cerraban la puerta de su habitación. Oía las llamadas de los centinelas cada cuarto de hora y permanecía en su cama, temblando en la oscuridad, intentando alejar el inmundo recuerdo de Nicéphore desflorándola.
Temía que se repitiera. Estaba desprotegida ante las drogas mezcladas en las comidas que servían las criaturas al servicio de su esposo. Había imaginado que lo mataba: era fácil apoderarse de un cuchillo y hundírselo en el corazón. Todas las noches pensaba en ello, pero desde la violación, Nicéphore no había vuelto a tocarla. Con sus dones, habría podido insuflarle una enfermedad, pero no se decidía a llegar a ese extremo. Lo consideraba indigno de una Von Hahn. Un duelo de sables le parecía perfecto. Sí, perforarlo como él la había perforado.
– ¡Te odio! -gritó ella.
Su odio se perdió bajo las bóvedas de la gran habitación en la que permanecía prisionera. A esa hora avanzada, Nicéphore se encontraba en compañía de otros tipos como él, en casa del conde Kalenski, jugando, bebiendo, manoseando a mujeres facilonas y desnudas de cintura para arriba. Le pareció oírlo riéndose y blasfemando, gruñendo entre los muslos de las zorras de Erevan. La asaltaron imágenes de esas orgías. Apretando las mandíbulas, intentó alejarlas. Cerró los ojos para volver a dormirse. De repente, un rayo iluminó su habitación; le siguió un trueno. Se levantó y se apostó detrás de la ojiva de la ventana. Una tormenta se desencadenó en la ciudad. Decenas de rayos caían del cielo, uno de ellos golpeó una iglesia. Lo consideró una señal.
En la cima de un puerto de montaña se prendió fuego. Parecía un farol. Era su destino.
– ¡Es ahora o nunca! -gritó ella.
Oyó relinchar a los caballos. Tenía que hacerse con uno. No conocía muy bien la distribución del lugar, así que se fió de su intuición. Tuvo listo su plan en unos pocos segundos. Precipitándose sobre la cama, desgarró las sábanas, y después hizo lo mismo con las cortinas. Atando los trozos, improvisó una cuerda, sin perder de vista el avance de la tormenta. La tempestad se recrudeció y alcanzó el castillo. Una tromba de agua anegó las atalayas, los matacanes, los caminos de ronda y los puestos de vigilancia, por lo que los guardias tuvieron que ponerse a cubierto. No había tiempo que perder. Empujó la cama junto a la ventana y ató su cuerda a uno de los baldaquines antes de echarla fuera. La separaban del suelo unos quince metros. Pasó por encima del alféizar de la ventana y se deslizó torre abajo, azotada por la lluvia y balanceada por el viento. Su corazón latía desbocado; cada trueno la paralizaba. El miedo le hizo un nudo en el estómago en el momento en que se dio cuenta de que la cuerda era demasiado corta. No había calculado correctamente la distancia que la separaba del suelo. Ya no podía volver a subir, porque le fallaban las fuerzas.
Saltó.
Cuando se golpeó, creyó romperse en mil pedazos. Después de rodar por el suelo inclinado, acabó cayendo en el foso. Con el rostro hundido en el barro, movió un miembro tras otro. No se había hecho nada, sólo tenía la visión algo borrosa debido al aturdimiento. Tras levantarse, chapoteó en el foso y acabó por orientarse. Los relinchos de los caballos… La cuadra estaba a unos cien pasos. No tomó precaución alguna para esconderse. El patio estaba desierto por el temporal que lo azotaba. Nadie vigilaba ni las poternas ni la pesada puerta. La cuadra parecía abandonada. Los palafreneros y los muchachos se habían encerrado en el dormitorio común. Nadie podía calmar a los caballos, que, asustados, intentaban romper las tablas y las ataduras. Un robusto purasangre de las estepas parecía más calmado. Helena le acarició el costado y le murmuró: