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Helena estaba agotada. Impávida, con el cuello tenso, sólo podía pensar en sus abuelos y sus amigas. Después de haber vuelto a ser la princesa Von Hahn, se veía paseando altanera por las calles de la ciudad y por los campos cada vez más numerosos al lado del Kura, mientras se embebía de sol.

Los georgianos se apartaban ante esa pareja inquietante, que salía directamente de las colinas sobre las que planeaban las rapaces. El persa, por sí solo, con sus armas cinceladas con caligrafía, provocaba que la gente se santiguara discretamente. Con la mujer era diferente, no bastaba con santiguarse para estar protegido. La cruz no era suficiente. Rezar parecía inútil. Con su manta de otra época, hecha de pieles de lobo groseramente cosidas, con el rostro manchado de fango y una mirada imposible de aguantar, se podría creer que era una enviada del propio Satán.

A Helena no le preocupaba la opinión de la gente, sino cómo iba a conseguir convencer a sus abuelos de su buena fe.

Llegaron a los suburbios de la gran ciudad, donde estaba estacionado un regimiento de granaderos. Circulaban rumores de guerra con el Imperio otomano, y algunos individuos descontrolados lanzaron injurias contra el compañero de Helena.

– Voy a tener que dejarte -dijo él.

– ¡Quédate conmigo! Iremos a los confines del mundo, allá donde los hombres no conocen ni a Dios ni al diablo.

– No, no tengo tu coraje y amo a Alá. Si hago un viaje será para ir a La Meca. ¡Que Alá te proteja! -dijo, y dio media vuelta.

Helena sentía un peso en el corazón: después de todo, el persa le había salvado la vida. Retomó el camino que conducía al castillo familiar.

Todavía no era mediodía cuando Helena, tras dejar atrás la ciudad, tuvo el castillo al alcance de la vista. El aire olía a humo caliente y a madera quemada; además, se mezclaba otro olor, más suticlass="underline" el del kéfir, la leche fermentada a la manera tártara. Unos mirlos grandes se escaparon de los tejados mientras unos siervos con cuerdas remendadas la señalaban con el dedo… Se inició un zafarrancho de combate. Después el general Von Hahn y su mujer aparecieron sobre el torreón con media docena de criados armados con sólidos bastones.

– ¡Di quién eres! -clamó Von Hahn con voz potente-. ¡Renegada o bruja, sigue tu camino o te hago moler a palos!

– ¡Soy yo!

Esa voz… Era imposible… Sobrecogida, la señora Von Hahn se llevó una mano al corazón.

– Soy yo, Helena -repitió la aparición vestida de pieles de bestias.

– ¡Por Dios santo! -exclamó la anciana dama corriendo hacia su nieta, que había bajado del caballo.

– ¡Oh! ¡Abuela!

– Mi pequeña Helena, mi amor, ¿qué te ha pasado?

Ambas se besaron, se abrazaron y se acariciaron la cara. El amor de su abuela la serenó y la devolvió a su más tierna infancia. Le habría gustado poder quedarse hecha un ovillo sobre su pecho opulento con olor a violetas.

Notó que alguien le posaba una mano en el hombro. Giró la cabeza y su abuelo le besó la frente. No dijo nada. Había demasiadas preguntas que se atropellaban tras su cara de preocupación. Se dejó llevar por la emoción del reencuentro y estrechó a su querida niña contra él. Después se alejó con aspecto dubitativo.

– Creo que nos debes una explicación.

– ¡Déjala tranquila! -intervino la señora Von Hahn-. ¿No ves que está agotada? Necesita un buen baño, comer y dormir un poco… Venga, deja de jugar al inquisidor y da órdenes a las criadas. Quiero que el castillo esté de fiesta.

La fiesta duró poco. Había tenido que explicarse. Los Von Hahn se habían quedado sobrecogidos por los horrores que acababan de oír. Helena no les había ahorrado detalles, utilizando en ocasiones expresiones groseras.

Destrozada y llena de cólera, su abuela dio su opinión:

– ¡Ese monstruo merece ser perseguido por la Justicia! Debemos escribir al zar. ¡Hay que romper los lazos de ese matrimonio contra natura!

– ¡No piensas con claridad! -afirmó el general-. Blavatski es la Justicia. ¡El zar es amigo suyo! Y ningún archimandrita del mundo aceptaría romper los lazos que unen a nuestras poderosas familias… Yo mismo estoy en contra: está en juego nuestro nombre y nuestro crédito ante el zar.

– ¡Valoras en muy poco nuestro honor! Sí, en muy poco. Lo sitúas a la altura de la semilla de ese viejo depravado. ¿Has tenido que soportar alguna vez el látigo? ¿Te han tratado como a un siervo? ¿Puedes imaginarte qué es una violación para una mujer?

El general se quedó lívido. El honor era la más alta de todas las ideas, el honor era el código por el que se regían los hombres de bien y la caballería. Y el honor exigía, en primer lugar, respetar las leyes de la Santa Iglesia. El matrimonio era sagrado. Con voz seca, le respondió a su mujer:

– Debe volver con su marido.

– ¡Antes tendrás que matarme! -dijo Helena.

– ¡A mí también! -exclamó la abuela.

La resistencia y la violencia de las dos mujeres sorprendieron al general. Prefirió descargar su cólera sobre su esposa, a la que siempre había respetado y honrado… hasta ese día.

– ¡Cállate, mujer! Una palabra más y te encierro en el convento de Tsaritsina.

La vieja princesa se encogió de hombros y le dio la espalda. Se refugió en una insolencia silenciosa. Dijera lo que dijese, tendría la última palabra. Tenía dinero suficiente para comprar a todos los religiosos de la santa Rusia. Ese maldito Blavatski no le volvería a tocar ni un cabello a su nieta.

Helena también guardaba silencio. Su abuelo era más manejable de lo que aparentaba. A menudo cambiaba de humor y de opinión. Era sólo una cuestión de tiempo. Debía aceptar su discurso, sus digresiones sobre la santa Rusia, sobre sus ancestros caballeros, sobre el orgullo de la nobleza. No continuó con los sarcasmos dirigidos a su esposa y retomó su lección de moral; habló de nuevo sobre el respeto a los compromisos, del poder del zar y del desorden en general, fuente de todos los pecados.

– Y tú eres uno de los elementos de desorden que agitan Europa. ¡No lo comprendo! Que yo sepa, nunca has tenido ideas revolucionarias francesas, no deseas la caída de tu zar. ¡Demonios! No te llamas ni Robespierre ni Danton. Esos hombres malditos han sembrado el odio después de cortarle la cabeza al buen rey Luis XVI. Tampoco eres ni Lamartine ni Arago, que derribaron al rey Luis Felipe…

Conocía a todos esos causantes de problemas, arribistas y locos. Citó a decenas de ellos. Helena aguantó con paciencia su discurso y le dejó acabar mientras miraba fijamente la hebilla de oro de su cinturón. ¿Qué relación podía haber entre una joven de diecisiete años que se negaba a ser la esclava de un déspota sanguinario y unos acontecimientos de alcance histórico? El general continuó con su verborrea y Helena se limitó a escuchar sin pestañear para complacer a su abuelo.

Al final de su tedioso discurso, el viejo general pareció satisfecho. Contempló el retrato del zar Nicolás que había colgado en el salón amarillo. Le gustaba decirse que el emperador pintado con uniforme de gala lo escuchaba.

– Vela por nosotros -afirmó-; que Dios lo tenga en su santa gloria.

Helena soltó un largo suspiro. Su abuelo, ahora tranquilo, tenía un aire soñador. Estaba harta de oír los temas desgastados que la vieja nobleza atemorizada repetía una y otra vez. Le hizo una mueca al retrato del emperador. No pertenecería jamás a una clase que sacrificaba a sus hijos para no perder sus privilegios. Por todas esas razones, debía abandonar el país para unirse a un mundo en constante movimiento.

23

Los dos días siguientes estuvieron llenos de gestiones penosas e interminables conciliábulos. Más explosiva que nunca, la señora Von Hahn volvía a la carga durante las comidas. Había puesto sobre aviso a tíos y sobrinos, parientes y amigos. Todo el mundo compartía su opinión. El general estaba aislado y se veía obligado a comprometerse.