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La luz del día empezaba a asomar cuando el abuelo entró sigiloso en la habitación de su nieta. Prácticamente nunca antes había ido allí.

El general paseó su mirada intentando grabar en su memoria cada cuadro, cada libro, todos los objetos queridos al corazón de Helena. Después se sentó en el borde de la cama y la despertó acariciándole la mejilla.

– Helena, hija mía…

– ¿Abuelo? -dijo ella cogiéndole la mano con firmeza.

– He reflexionado mucho. Nuestros parientes y nuestros amigos se han puesto de tu lado. Esa coalición demuestra que me he equivocado… En fin… ¿Cómo explicarme? He sido demasiado vehemente en mis afirmaciones. Ya no estamos en la Edad Media. He escrito una larga carta a tu padre y he enviado una misiva oficial a nuestro zar. Es bastante probable que Nicéphore me retire su amistad… He decidido no volver a enviarte a Kirovakan.

– ¿Y el matrimonio?

– No se romperá. He consultado a los popes. Lo que se ha hecho en nombre de Dios no puede deshacerse. Te vas a reunir con tu padre en Odessa. Después de todo, tiene más derecho sobre ti que yo. Le corresponde a él decidir sobre tu futuro. Tu abuela y yo ponemos nuestras arcas personales a tu disposición.

– No quiero vuestro dinero… Oh, abuelo, te quiero…

Besó al anciano, que tenía lágrimas en los ojos. Después se levantó de un salto.

– ¡Voy a mandar que preparen mis maletas! -exclamó con vehemencia.

24

En la punta del desfiladero brillaba el mar Negro. El carruaje de Helena chirriaba sobre sus ejes. La escoltaban cuatro caballeros. El viaje había sido extenuante.

Al lado de Helena, una pareja de criados escogidos por el general lanzaba miradas furtivas al paisaje inmenso y misterioso. La luna llena iluminaba las paredes de granito y rodeaba de una vida secreta los bloques erráticos. Los dos criados creían ver animales fantásticos y quimeras.

Tenían miedo, miedo a viajar tan lejos de su hogar, a las leyendas que corrían sobre el mar Negro.

Helena no se dejaba engañar por las trampas de la noche: había recorrido las montañas durante su juventud, de manera que no temía falsas apariciones. Las piedras, los árboles y los matorrales animados por la luna nunca le habían saltado encima.

No sentía ningún miedo. Después de haber escapado de los cosacos del señor de Erevan, la inundaban el orgullo y el optimismo. Se alegraba por reencontrarse con su padre en Odessa y por retomar su vida en el regimiento. Tal vez, incluso, podría asistir a alguna batalla. Sentía un deseo loco de cortarse los cabellos y enfundarse un uniforme de húsar.

– Vamos, dejad de temblar. Dentro de menos de dos horas, estaremos en Poti y no lamentaréis haber salido de Tiflis. La vida en las orillas del mar Negro es dulce -les dijo a sus criados, cogiendo la mano de la mujer para tranquilizarla.

– Perdónenos, señorita, pero no estamos acostumbrados a viajar -dijo la mujer.

– Lo más lejos que hemos viajado ha sido a Yelalogli -añadió su marido, que se santiguó.

La mujer se santiguó también y siguió hablando.

– Dios, en su bondad, nos ha salvado de que nos enviaran a Erevan, donde viven los salvajes armenios. Nuestro hijo, enrolado en el ejército, no ha tenido esa suerte.

– ¿Pertenece a uno de los regimientos del Cáucaso? -preguntó Helena, sintiendo un pinchazo de angustia al pensar en el general Blavatski-. Si ése es el caso, no sintáis ningún temor. Nuestras relaciones con los persas son buenas. El peligro está más bien en el oeste, muy lejos de Erevan, en el bando turco.

El rostro inquieto de la mujer no se relajó.

– Nuestro Guenady no está en uno de los regimientos del Cáucaso. Sirve en el cuerpo de los exploradores de Tiflis.

– ¡Guenady! ¿El domador de caballos?

– Sí, nuestro querido hijo -dijo el hombre-. La víspera de nuestra partida, su abuelo lo puso al mando de un escuadrón que envió al general Blavatski para informarlo de las disposiciones tomadas sobre usted.

La noticia dejó a Helena helada. Vio a su marido, colérico, desplegando un mapa de Georgia y cogiendo un portaplumas para subrayar con un trazo violento el puerto de Poti, el único sitio en el que era posible embarcarse para llegar a Odessa.

Nicéphore no era un hombre que se diera por vencido. Sus sicarios emprenderían enseguida el camino. Sus mensajeros y sus espías establecerían contacto con la policía de los puertos del mar Negro. En pocos segundos, se imaginó el plan de su esposo.

Trescientas verstas separaban Tiflis de Erevan, y otras trescientas Tiflis de Poti. Era difícil desplazarse por el Cáucaso nevado. Calculó que llevaba ocho días de adelanto. Si iba a Odessa, no tendría escapatoria y su padre no podría hacer nada por ella. Evaluó todas las soluciones y trazó su propio plan.

Asomándose por la portezuela, llamó al jefe de la escolta.

– Nos detendremos en el próximo pueblo para descansar.

– Te recuerdo que tu barco sale al alba y que debemos estar en Poti antes de medianoche.

– No tengo prisa.

– Tengo órdenes, Alteza.

El teniente se estaba sobrepasando. Le otorgaba un título al que no tenía derecho y a la vez la tuteaba. No era princesa de sangre y no se ablandaba con zalamerías.

– Considera tus órdenes anuladas.

– Muy bien, pero date por avisada: vas a perder el barco.

Eso era exactamente lo que ella deseaba. Estaban a una media hora de Poti cuando llegaron a un pueblo. Una vez más, el teniente le aconsejó continuar, pero ella no cambió su decisión: iba a dormir allí.

Poti. La luz rojiza del sol se deslizaba sobre las barracas, los almacenes y las casernas. Entre los brazos de tierra, había una decena de navíos mercantes y cinco bajeles de guerra fondeados en la bahía. A lo lejos, una humareda gris se escapaba de la chimenea de un vapor y se diluía en el cielo anaranjado.

Su vapor.

Helena se alegró de no estar a bordo. Se echó el aliento en las manos y aceleró el paso. Había conseguido granjearse la confianza del teniente y de los criados, hospedados en casa de un noble escribano de la ciudad.

Debía afanarse por borrar las huellas de su paso por ese puerto bullicioso.

Llegó a los barrios bajos y se mezcló con la multitud, que ya estaba atareada. Sólo eran las diez cuando tomó la calle principal, donde deambulaban soldados, marinos, putas, mendigos turcos, aventureros bálticos, mercaderes manchúes, caravaneros tungusos y mercenarios daguestanos. Al ver a los prisioneros altaicos, con gruesas cadenas en torno a los tobillos, y a los cosacos mirándola, no pudo evitar pensar en su propia suerte si acababa presa. La marea humana se perdía en los muelles y en los astilleros. En ese espacio de media versta de largo y cien pasos de ancho, los chirridos, golpes, balidos y relinchos no conseguían acallar las llamadas de los mercaderes y los juramentos de los traficantes, los cantos de los obreros y los silbidos de los contramaestres. Helena se dirigió al mercado de animales.

Un vendedor griego de mandíbula prominente, encaramado a un tonel, mantenía en vilo a una multitud de nómadas, una hermandad de monjes y un puñado de campesinos.

Helena se mezcló con los monjes. Los religiosos admiraban los animales allí expuestos, sobre todo el magnífico animal de pelaje marrón con motas negras que el vendedor estaba presentando.

– Sería ideal para nuestro peregrinaje a Jerusalén. Nuestro superior se montaría en él y nosotros lo seguiríamos en las mulas.

– Sí, entraríamos en la Ciudad Santa con gran pompa, junto a los hermanos de Tashkent y los penitentes de Kiev.

– ¡Lo necesitamos!

El vendedor animó a los monjes.

– ¡Fijaos! Qué bestia, qué bella bestia -decía señalando al caballo, al que un empleado hacía girar-. El propio Dios lo querría en el Paraíso, ¿no les parece, hermanos?