El capitán entendió qué estaba mirando y dijo con ironía:
– ¡Pobre monje! Te las tienes que ver con el fuego de la bella y terrible Kali. Ni siquiera puedes imaginarte lo que significa para los indígenas de Bengala. Tu Virgen María debería seguir su ejemplo…
El capitán descorchó una botella de ron con los dientes e ingirió una buena dosis de alcohol. Tras chasquear la lengua, continuó:
– La negra Kali, una terrorífica imagen de Parvati, el poder destructor del tiempo, séptima lengua de Agni, el primero de los diez objetos del conocimiento… ¿Qué son esos santos tuyos al lado de esta diosa, eh, frailucho? ¡Odio la religión cristiana! ¡Nos ha convertido en esclavos! ¿Eres ortodoxo? ¡Esos son los peores! ¿Eres mudo o qué? ¿Dónde está tu amado Jesús? Llámalo y veamos si tiene el valor suficiente para venir en tu ayuda… Vamos, reza, diviérteme.
– ¡Ni lo sueñes!
– ¡Por mi diosa Kali! Una mujer…
El tipo soltó un silbido y se tomó otro trago de ron. Se secó la boca con la manga de su mugrienta chaqueta de oficial y le tendió la botella a Helena.
– Toma un trago.
Helena aceptó. Al tragar el alcohol sintió un escalofrío.
– Muy bien…
El capitán se encontraba de buen humor e intentaba adivinar su edad.
– ¿Cuántos años tienes?
– Diecisiete.
– ¡Eres muy joven para estar ya en el oficio!
– ¿Qué oficio?
– Supongo que habrás subido a bordo para provocar a mis hombres.
– ¡No soy una puta!
Le dio una bofetada tan fuerte que el hombre se tambaleó.
– ¡En nombre de Dios! -gritó el capitán, echándole mano de nuevo a la botella-. ¿Quién eres?
– Lubiana Petrovna Blitov du Plessy…
Esa respuesta le devolvió la sobriedad de golpe. Examinó de cerca ese ejemplar de la nobleza que había ido a caer en su barco.
– Con semejante nombre, sólo puedes traernos grandes problemas. Si te vuelves a tierra, hijita, olvidaré tu visita.
– ¡Intento reunirme con mi madre en Francia!
– Pues yo me dirijo al mar de Azov.
La agarró por el brazo e intentaba echarla cuando ella empezó a rebuscar algo bajo su hábito. Por fin, Helena sacó una bolsa y vertió el contenido sobre la cabeza de Kali. La lluvia de oro tintineó. Cincuenta monedas de aquel metal rodaron y se esparcieron por la cabina ante la mirada de asombro del capitán. Atónito, cogió un puñado, Helena notó que se ablandaba… y se volvía hipócrita. Su rostro, enrojecido por el alcohol y las salpicaduras de las olas, expresaba apatía.
– Esto es mucho dinero… Mucho más de lo que ganaré con este viaje… ¿Es usted una criminal buscada?
La había tratado de usted; Helena empezó a ganar confianza.
– No, sólo soy una mujer que está harta de doblegarse a la voluntad de su tío abuelo. Mi padre murió en Polonia, durante la toma de Varsovia, y mi madre cayó enferma…
– No necesito saber más… Veamos -dijo él-, puede usted quedarse con mi camarote. Yo dormiré en el del segundo. ¿No tiene nada más que ponerse?
– Llevo algo de ropa en mi bolsa.
– No tengo intención de ocultar su presencia a mis hombres. Mañana podrá usted pasearse libremente por el puente.
– ¿Me llevan con ustedes?
– Sí, antes le mentí: aunque paso por el mar de Azov, mi destino final es Marsella.
– Gracias, capitán.
– Me llamo John Hasquith -le dijo él con una inclinación de cabeza.
A la mañana siguiente, al pasar revista, después de haber levado anclas, el capitán Hasquith anunció a sus oficiales que había una pasajera a bordo a la que se debía tratar con el mayor de los respetos: quien no cumpliera tal orden acabaría en el calabozo. La noticia se extendió como un reguero de pólvora.
– ¡Una mujer a bordo del Commodore!
– ¡Una chica, muchachos!
– Cuidado, por lo que parece es la querida de Hasquith.
Cuando Helena hizo su aparición, se quedaron desconcertados: una señorita tapada hasta el cuello, que no se parecía en absoluto a las gordas concubinas que estaban acostumbrados a ver en los brazos del capitán. Hasquith tenía una particular afición por las turcas y las egipcias.
A medida que el Commodore, con las velas hinchadas, se alejaba de la costa, el viento de alta mar fue tonificando a Helena. Tanto en la proa como en la popa, ya estuvieran en equilibrio sobre los aparejos, o bien dando lustre al puente, los marineros la observaban a hurtadillas. Ella los incomodaba. Había algo extraño e inquietante en su mirada gris.
Las fuerzas del mar, las olas espumosas y las salpicaduras saladas habían poseído a Helena, que se sentía feliz. Braza a braza, el Commodore la alejaba de Nicéphore.
– Soy libre -gritó con los brazos abiertos.
26
Hicieron escala en Kertch. La policía del puerto no apareció. El Commodore mantenía su ventaja respecto a los mensajeros de Blavatski. Ahora, navegaban por el mar de Azov. La costa volvió a aparecer hacia mediodía; los pájaros empezaron a seguir la estela del velero, al que un viento del sur empujaba con rapidez hacia el golfo de Taganrog.
Helena, acodada en la borda de la popa, los observaba al acecho de señales propicias. Graznaron y desaparecieron de repente. No le gustó ese gesto. La preocupación llenó de arrugas su frente.
– Dentro de menos de dos horas, echaremos el ancla en el puerto de Taganrog.
La voz amiga del cocinero, un indio punjab, la sacó de una sombría reflexión. Se llamaba Mavakur y sonreía constantemente.
Al cabo de los días, había acabado por tenerlo en verdadera estima. Tenía unos ojos muy dulces y hablaba a menudo de la India. Le recitaba en hindi los poemas del Décimo Gurú, escritos para alabar a los dioses, y, a pesar de no comprender esa lengua, Helena viajaba al país de los tigres y de las ciudades fabulosas.
– Estoy impaciente por salir de aguas rusas -dijo ella-. Tengo un mal presentimiento. Los pájaros han dejado de seguirnos.
Mavakur miró al cielo despejado.
– Rezaré a Dhatri, el hijo de Brahma, para que te proteja.
– ¿Qué ves? ¿Estoy en peligro?
– No veo más allá que tú. Todos estamos en peligro. Desconfía del capitán Hasquith, no tiene palabra. Creo que está poseído por un bhuta, un devorador de carne. Entre nosotros, los bhutas son los espíritus demoniacos de aquellos que murieron de manera violenta. Se introducen en los cuerpos de los vivos para saciar sus vicios.
– Pues al bhuta de Hasquith le gustan mucho el ron y el whisky. Conozco a esos espíritus -dijo riendo Helena-: hay muchos en Rusia.
– Me temo que nuestro capitán está poseído por un bhuta muy peligroso.
El casco del Commodore crujía mientras se recogía la cadena del ancla. Acababan de plegar las velas, y los marinos se deslizaban por las cuerdas y saltaban al puente. Estaban emocionados por poder bajar a tierra. Helena, desde el interior de su cabina, los oía gritar de alegría.
– ¡Calma! -gritó el capitán-. A estas horas, los burdeles de la ciudad todavía están cerrados. ¡Merson! ¡Sleigh! ¡David! ¡Marvin! ¡Van Hook! Ocúpense del cargamento. Señor Chaterbool, usted deberá velar por que Tim y Napler arreglen ese puñetero timón.
Hasquith estaba al tanto de todo. La mayoría de sus hombres eran pillos de los bajos fondos de Cardiff, el puerto donde fondeaba el Commodore, y siempre estaban dispuestos a sacar el cuchillo y luchar. De vez en cuando, le daba a alguno un latigazo para mantener la disciplina. Al propio capitán también le excitaba la idea de desembarcar y perderse por las callejuelas remotas de la ciudad. Tras rellenar su pipa, miró el puerto; entonces, unos hombres de uniforme aparecieron en el dique y subieron a bordo de una barca en la que esperaban seis remeros.