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– ¡Los demonios están aquí! -gritó alguien.

Todo el mundo enloqueció y empezó a abrirse paso a puñetazos y arañazos. Sonia notó que la agarraban por la cintura y la levantaban. El consejero Bardéiev se la llevaba entre la multitud. Vio a la pequeña Sedmitchka entre los brazos de la niñera, que se abría camino hacia una puerta lateral a través de la humareda. Y oyó a una mujer que entre sollozos mascullaba:

– ¡Protégenos, Señor! ¡Protégenos de la niña maldita!

4

Habían pasado meses desde el 5 de julio de 1831, pero en Yekaterinoslav se seguían acordando del fuego enviado por Satán durante el bautizo.

– ¿Es la Sedmitchka? -preguntó con voz asustada la anciana lavandera contratada en casa de los Dolgoruki von Hahn desde que acabó la epidemia.

– Sí -respondió con voz sorda Galina, la niñera, que mostró el bulto que sujetaba contra su pecho.

La Sedmitchka, la niña en la que habitaban los Siete Espíritus de la Revuelta y los Grandes Ancianos, Helena Petrovna von Hahn, le daba miedo.

¿Había visto alguna vez a un bebé con unos ojos tan redondos y grises? Tenía una mirada extraña y profunda como el mar, capaz de helar a Galina.

Tras haber echado una ojeada a la carita rosa y sonriente, rodeada de puntillas, la lavandera entrelazó sus manos apergaminadas y se puso a orar al santo de su ciudad.

– No es un buen momento -susurró Galina-. ¿Tienes el agua bendita?

La anciana asintió y señaló el recipiente colgado de su cinturón de cáñamo decorado con un crucifijo. En alguna parte del piso superior del gran edificio, un péndulo desgranó sus diez golpes, turbando el silencio. Las dos mujeres se estremecieron y se sobrecogieron. Permanecieron inmóviles un minuto o dos, atentas al menor ruido, intentando descifrar los misterios de aquella noche sin luna que precedía al 30 de marzo, uno de los días maléficos del año.

Unas sombras se deslizaron hacia ellas: siervos, criados, personas humildes vinculadas a la casa de los Dolgoruki von Hahn.

Galina se dirigió a ellos con una emotiva exhortación. Se cruzaron susurros, intercambiaron codazos cómplices y fueron a contemplar a Helena. Calina se impacientó.

– Debemos empezar. Después de medianoche será demasiado tarde.

– Nosotras empezamos -se animó la vieja sirvienta mostrando el recipiente.

Retiró el tapón y echó algunas gotas del líquido en la manita del bebé, después se arrodilló. Guiando los dedos de Helena, Calina bendijo la frente decrépita pronunciando palabras protectoras y nombres de santos. La cara arrugada de la lavandera irradiaba felicidad. Los Siete Espíritus no se habían manifestado, los Grandes Ancianos no aparecieron. Dios, los ángeles y los santos se expresaban a través de la mirada gris de la pequeña. Enseguida los criados y los mujiks, ávidos de milagros, cayeron de rodillas y miraron los dedos minúsculos de la niña.

– Protégenos, Helena.

– Líbranos de la enfermedad.

– Aleja el Domovoi de nuestras isbas, pequeña Sedmitchka.

Supersticiosos, guardaban en la memoria el final atroz del venerable protopope. Satán no estaba lejos. Macha, la hechicera, lo invocaba a veces, y ella había transmitido su saber a Helena antes de quemarse en el incendio de su casa.

Todo se desarrollaba maravillosamente; Calina y los suyos convinieron dirigirse a los establos a la luz de las antorchas. Se organizó la procesión tras el bebé. Los destellos naranja de las llamas despertaron a los animales.

Usando siempre la mano de Helena, Calina repitió la bendición sobre las grupas y los morros de los animales, el forraje y las vigas de madera, las horcas y los comederos. Salían de sus labios frases latinas aprendidas de memoria, cuyo significado no conocía exactamente. Los mujiks, atentos a las señales, vigilaban los movimientos de los caballos y las vacas. Cuando acabaron, se apresuraron a salir de los establos.

– Ahora, las bodegas -dijo Calina guiando al grupo.

Después de las bodegas, fueron a las cocinas, a la armería, a los salones, a los despachos; luego Calina subió sola a los pisos superiores para bendecir las puertas de las habitaciones tras las que dormían los señores.

– Vela por tu mamá, Helena -dijo una última vez la niñera, mientras rociaba el umbral de los apartamentos de la señora Von Hahn-. Vela por ella y sé buena con nosotros.

Esa noche, mucho después de la medianoche, se oyó temblar la tierra bajo los pasos de los Grandes Ancianos y mugir a los dragones de los Siete Espíritus de la Revuelta.

5

En Yekaterinoslav, la leyenda se extendía, hasta alcanzar los suburbios y los campos circundantes: en el palacio de Dolgoruki vivía una chiquilla de siete años que hablaba con seres invisibles y daba órdenes a los fantasmas.

A pesar de su corta edad, Helena no ignoraba ninguno de esos rumores. Los prodigios que le atribuían los adultos le parecían naturales.

En sus peregrinaciones nocturnas, la chiquilla a menudo se encontraba con personas que no pertenecían a este mundo. Ella las consideraba como sus amigos. Ellos le contaban historias extraordinarias sobre el pasado y acerca del más allá, que Helena repetía sonriendo a su niñera y a las atemorizadas criadas.

– El anciano me ha llevado al bosque azul -le dijo a Calina cuando se despertó.

– ¡No quiero saber nada! Nada, ¡escúchame bien, Helena!

Le tapó la cara a la chiquilla, cuyos enigmáticos ojos grises la sondaban hasta lo más profundo. Detestaba a aquel anciano que rondaba los sueños de su pequeña protegida.

Exasperada, la chiquilla se liberó y le reprochó a su niñera:

– ¡No me crees!

– Sí… Sí -respondió la vieja Calina, que temía sus enfados.

– Llevaba un animal de pelo largo, con mirada malvada… Creo que tenía hambre. Sus patas curvadas estaban dobladas y movía la cabeza de un lado a otro buscando una presa…

– ¡Basta!

Helena se enfurruñó un poco. Después se quedó mirando fijamente con ojos maliciosos el jarrón de la cómoda. Galina no tuvo tiempo de interponerse entre la mirada y el recipiente. El jarrón se deslizó y cayó, y al llegar al suelo se rompió.

– ¡Te voy a castigar! ¡Te había dicho que no volvieras a jugar a ser bruja! -gritó Galina-. Era un jarrón muy caro, traído de China…

Galina se levantó del borde de la cama donde estaba sentada y se dirigió con paso renqueante hacia la puerta. Decididamente, la pequeña Helena no dejaba de sorprenderla. Le habría gustado caminar más rápido, pero su peso le hacía difícil moverse. Entonces, ocurrió lo que temía: Helena saltó de la cama y se interpuso entre ella y la puerta.

– ¡Voy a acabar mi historia! -Abrió la boca y mostró sus dientes puntiagudos.

– ¡Por Dios! ¡Cállate! -gritó ella, consternada.

– ¿Quieres que me calle cuando no hace mucho me paseabas en compañía de los mujiks para purificar a los animales y a los enfermos?

– ¡No es verdad!

– Tenía cuatro años cuando me llevaste al pueblo de Prosli. Allí había un hombre horroroso y ciego en una cabaña, y me pediste que pusiera las manos sobre sus ojos. ¡No pude curarlo y quiso golpearme! Todos queréis que me parezca a Jesús, pero ¡no soy Jesús! ¡No nací para hacer milagros!

– ¿Qué pasa aquí?

Helena se calló. Su padre la contemplaba con severidad. Estaba impresionante con su uniforme de coronel de los húsares cubierto de polvo tras el galope y los ejercicios que se obligaba a realizar cada amanecer. Aquella expresión marcial y severa de su rostro, enmarcado por una fina barba, era la misma que mostraba ante sus soldados.

– Señorita Von Hahn, ¡estoy esperando una respuesta!

– Es culpa mía, señor -dijo lloriqueando Galina, a la vez que se abrazaba a sus rodillas.

– Levántate. Sé muy bien de quién es la culpa: ella te ha vuelto a asustar con sus historias de fantasmas. Déjanos. Puedes ir a descansar.