Galina desapareció resoplando. Von Hahn empujó la puerta con el pie. En ese momento, una expresión de dulzura atemperó sus rasgos crispados.
Nunca se mostraba así ante los criados. Un hombre diferente cogió a la chiquilla entre sus brazos y la levantó.
– Nadie quiere escuchar mis historias, padre -dijo ella apoyando la mejilla en su hombro.
– Tienen miedo, mi amor. Es culpa mía, debería haberme ocupado más de ti, pequeña Sedmitchka. Si no hubiera estado haciendo la guerra en Polonia el día que naciste, todo esto no habría pasado.
Le acarició los cabellos y lamentó, como siempre, que fuera demasiado tarde para cambiar el destino de su hija. Sabía que poseía dones sobrenaturales, pero se negaba a aceptar la creencia popular: su adorada hija no estaba poseída por los Siete Espíritus de la Revuelta y los Grandes Ancianos. Sin embargo, su papel de padre lo sobrepasaba; antes que cualquier otra cosa, era soldado. Había pasado varios años en la guerra, en medio del olor a pólvora y a sangre. Primero fue el sitio de Varsovia; luego, la campaña en Lituania, y después, las incursiones en la costa asiática del Bósforo. Batallas y más batallas. Miles de muertos por enterrar. ¿Qué palabras tiernas sabía pronunciar? A veces, envidiaba el talento de Pushkin; habría escrito maravillosos cuentos para su hija.
– Deberías ir a besar a tu madre -dijo él mientras volvía a dejarla en el suelo.
– Padre…
– ¿Sí?
Ella lo miró con sus grandes ojos grises y lo comprendió. Acababa de darle lo mejor de sí mismo. No iría más allá. Bajó la cabeza para no mostrar su decepción.
– Voy a ver a mamá.
Ella se apartó de él y echó a correr. Por un segundo él quiso atraparla y agarrarla muy fuerte, decirle que la quería, pero no consiguió romper el rigor germánico heredado de sus ancestros. El eco de las pisadas de los pies desnudos sobre el mármol fue disminuyendo. Suspiró y después se recolocó el tahalí y el sable con la marca de las armas de los Von Hahn. A una versta [2] del palacio, sus oficiales lo esperaban para pasar revista al regimiento.
Tras empujar delicadamente el batiente de la puerta, la niña de bucles rubios se deslizó en silencio dentro del salón-biblioteca de su madre. En medio de aquel universo de tafetán y puntillas, de tallas de líneas suaves y de acuarelas, de libros y de manuscritos, la descendiente de los Dolgoruki, de los Du Plessy y de los Fadéiev, la hija del consejero personal de Nicolás I, Hélène, su madre, buscaba la inspiración.
No había oído entrar a su hija. Su bello rostro pálido estaba inclinado sobre el escritorio de caoba. Su portaplumas de marfil con incrustaciones de plata de motivos florales corría sobre el pergamino. Muy cerca tenía sus cuatro libros preferidos: La dama de picas y Boris Godunov, de Alexander Pushkin, La molinera hechicera, de Alexander Ablesimov, y El diario de un loco, de Gógol. Todos ellos descansaban permanentemente sobre una mesa cerca de los retratos del zar y la zarina.
Las hojas descartadas, arrugadas y esparcidas por las alfombras persas, atrajeron irresistiblemente la mirada de Helena. A veces recogía alguna y se la llevaba escondida en el corsé. Alisaba los pergaminos antes de leerlos en alguna sala de palacio, intentando entrar en el mundo romántico de su madre.
La señora Von Hahn sintió la presencia de su hija. Dejó su pluma y le abrió los brazos:
– Amor mío, alma mía -dijo apasionadamente, con una voz todavía presa de las emociones que le procuraba la escritura de su novela.
Gentilmente, la niña se acurrucó contra ella y murmuró unas cuantas veces: «Te quiero, mami». Hélène suspiró de felicidad. Había otras maneras de amar más intensas que las vividas por los personajes de sus novelas.
De repente, el ruido de un galope hizo que se estremeciera. Vio por los cristales de la ventana al coronel Von Hahn, su rudo esposo, azuzar a su montura y hundirse en una brecha abierta en el parque.
– Ya se ha vuelto a ir -murmuró ella, mientras abrazaba con fuerza a su hija.
El matrimonio era una prueba. Aumentó la presión de sus brazos y deseó con todo su corazón que el destino de su querida Helena fuera diferente del suyo. Después, las ganas de volver a escribir se hicieron ineludibles. La besó suavemente en el lóbulo de la oreja y en la frente.
– Ahora vete.
Helena se separó a regañadientes. Cuando llegó al umbral del salón, se volvió y miró de lejos a su madre. Distinguió el aura de oro cobrizo y notó la armonía que se desprendía de ella. Estaba segura de que su mamá iría al Paraíso.
Salió de las habitaciones de su madre, serena y satisfecha. El sol de marzo anunciaba la primavera. En el parque, los petirrojos y las palomas habían reemplazado a las cornejas.
La chiquilla volvió a su habitación y se cambió sin la ayuda de Galina. Abandonó sus muñecas y sus libros de cuentos, y partió en busca de nuevas aventuras. Helena no soportaba estar sola.
La habían mimado tanto, confinada en aquel palacio, que la habían convertido en una niña caprichosa Sus padres temían los cotilleos y las críticas. Su querida hijita corría el riesgo de molestar a los espíritus por sus dones y madurez. Ese angelito, tan diferente de los niños de su edad, no era bienvenido en las demás casas de la nobleza.
La pequeña princesa sabía dónde encontrar compañeros de juegos: aquellos glotones se pasaban el tiempo en las cocinas cerca de las cacerolas y ollas cotilleando sobre los señores.
– ¡Galina! ¡Dimitri! ¡Marina! ¡Basile! -los llamó, dichosa, cuando apareció en el largo pasillo que llevaba a las cocinas.
– ¡Estamos aquí! -gritó una voz de muchacho.
Sin aliento, entró en la gran sala donde había tres fuegos encendidos y los calderos humeaban.
– ¡Quiero ir a la orilla del Dniéper!
– ¡Todavía es pronto! -replicó la niñera mientras amasaba con rabia el pan-. Y tu padre me ha dado permiso para descansar.
– ¿Descansar? Estás haciendo pan en lugar de estar en la cama. Quiero ir al río.
Los otros criados se habían puesto a trabajar con fervor. Ninguno deseaba ofender a la Sedmitchka. Helena avanzó picoteando por aquí y por allá trocitos de queso y de pastel.
Puso cara de interesarse por el gigantesco Dimitri, que estaba sacándole brillo a un caldero; después por Marina, que pelaba unas manzanas tan arrugadas como ella misma.
Siguió un rato husmeando por la cocina, con aspecto desolado y haciéndose la víctima, y mirando las caras tensas de esos mujiks de rasgos groseros. Después, con la voz firme de una chiquilla contrariada, les espetó:
– ¿No queréis obedecerme?
Ninguno levantó la cabeza.
– ¿No soy vuestra señora? Galina, ¿no te contrató mi madre para que te ocuparas de mí?
– ¡No soy tu compañera de juegos!
– Podrías volver a tu antiguo trabajo. Me han dicho que en otra época criabas pollos.
El gesto de Galina se endureció, herida en su orgullo. Helena se acercó a la gruesa mujer y le tiró de la ropa.
– ¡Déjame, Helena!
– ¿Quieres que te retire las protecciones…? Sabes que puedo hablar con los santos.
– ¡Dios mío!
Ésa era la peor amenaza de todas. Galina les lanzó una mirada asustada a sus compañeros. La superstición los torturaba a todos.
La Sedmitchka tenía el poder de privarlos de la protección de sus santos favoritos; tenía incluso el poder de invocar a los espíritus malvados.
Se puso a golpear con el pie.
– ¡Estoy esperando!
– Enseguida salimos de paseo -balbució Galina con los ojos llenos de lágrimas.
La cólera de Helena desapareció de golpe. Conmovida por la tristeza de su niñera, la chiquilla se lanzó a su cuello y la besó con ternura en las mejillas.