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– Perdóname, mi querida Lina… No es verdad, al contrario, estoy aquí para protegeros. Mientras esté a vuestro lado, no puede pasaros nada. Nada. ¿Lo entiendes? ¿Qué sería de mí sin vosotros, los humildes? Nadie me quiere. Los nobles me detestan. Dicen que sirvo al diablo y al pueblo. Os quiero, yo…

Galina pasó de llorar a reír. La felicidad volvió. Los criados se vieron embargados de repente por una dicha loca, se cogieron de las manos, bailaron y cantaron.

– Iremos todos a ver el Dniéper -dijo Dimitri con su voz atronadora-. ¡Da igual que el guiso no esté listo! ¡Basile! ¡Basile! ¿Dónde te has metido!

Un joven siervo surgió de repente de la despensa con los labios manchados de mermelada. Cuando se percató de la presencia de Helena, se sonrojó.

– ¿De dónde vienes, cucaracha?… Ah, ¡menudo ladrón de mermelada! Ya hablaremos de eso después. ¡Sabes muy bien que la pequeña señora no debe esperar nunca! ¡Te mereces diez golpes de bastón! ¡Inútil! El príncipe debería haberte vendido con tus padres en el mercado de Smolensk… a los turcos o a los tártaros. Ahora estarías comiendo boñigas.

Aquel malicioso soniquete de barítono se perdió en la cabeza de Basile. Se apretó la asquerosa chaqueta contra su delgado torso. De un violento empujón, Dimitri lo lanzó hacia la pequeña chiquilla, desolada por ver cómo lo trataban. En la jerarquía de los siervos, estaba en el escalón más bajo, puesto que todavía no había asumido ninguna función en el palacio. Vivía como una bestia bajo un altillo. Le caían briznas de paja de sus cabellos rubios despeinados, y a veces una tos inextinguible se apoderaba de él, dañándole los pulmones.

– ¡De rodillas! -continuó Dimitri-. Besa el vestido de tu señora.

– ¡Ya basta! -exclamó Helena-. ¡Nunca un siervo me ha besado el vestido! Dimitri, deberías avergonzarte por tomarla con alguien más débil que tú. Mi pobre Basile, que no se diga que los Von Hahn te maltratan. Toma estas galletas.

Ella le entregó dos pastas de mantequilla y azúcar a su siervo. Basile las aceptó con la cabeza baja. Nunca había tenido el valor para mirarla a la cara ni la osadía de dirigirle la palabra sin autorización. A veces, la observaba a lo lejos, sonriendo y sonrojándose al verla tan guapa con su ropa de princesa.

– ¡Señorita Von Hahn, presta demasiada atención a esos miserables!

Helena volvió su bello rostro con expresión grave. A sus siete años, plantó cara al recién llegado: el intendente Mazarov. Era el más cruel de los hombres. Hacía que la vida de los siervos fuera dura, ya que les exigía que trabajaran en el campo a pleno rendimiento. Sin embargo, nunca había hecho prender a ninguno aunque hubiera cometido una falta, por respeto a la voluntad de los Von Hahn, cuya bondad para con la chusma le parecía excesiva.

– Quiere ir a la orilla del Dniéper y está en su derecho. Pero debo proporcionarle una escolta -añadió Mazarov mirando maliciosamente al joven siervo.

Basile controló sus escalofríos. Ir al río con la Sedmitchka bajo la supervisión de Mazarov sería todo un reto. Ya estaba sufriendo. El intendente lo despreciaría como siempre. Él sabría sufrir por su joven señora. En su vida gris y llena de tormento, la pequeña princesa era un bello rayo de sol.

Acalorado por el esfuerzo, Basile se resentía con cada bache y montículo del camino. Con arnés de cuerdas, se parecía a un pobre jaco. Mazarov lo vigilaba y caminaba junto a él, con la fusta en la mano. Basile arrastraba la carreta en la que iba sentada Helena. Galina, Dimitri y Marina seguían al tiro, atentos al menor crujido que se oyera en el bosque. Allí vivía Russalka, la cruel ondina que torturaba a sus víctimas antes de ahogarlas.

Helena estaba muy triste. Había cambiado de opinión. Había gritado alto y claro que ya no le apetecía ir a la orilla del Dniéper.

El intendente, no obstante, había hecho oídos sordos. Ahora Basile sufría y ella lo lamentaba profundamente. Intentó centrar su atención en el cielo, los árboles, los pájaros…

El Dniéper estaba cerca. Cierto desasosiego empezó a apoderarse de la chiquilla.

La Russalka no andaba lejos.

6

Arrullada por los movimientos de la carreta, la joven princesa escuchaba. Ya no veía sufrir al pobre Basile. Su espíritu se mezclaba con el de los árboles, subía hacia el blanco halo del sol y se elevaba con la bruma ligera. Captaba la vida secreta del bosque, oía croar a las ranas, batir las alas de los pájaros y nadar a las ratas de agua. De repente, las bestias se callaron y la pequeña supo que la Russalka estaba saliendo de los fondos glaucos del Dniéper.

Basile franqueó jadeando los últimos metros que lo separaban de la orilla arenosa. Los tábanos y las moscas se apoderaron de su rostro lleno de sudor mientras Mazarov se reía viendo cómo lo acribillaban a picotazos. El intendente era el único que no tenía los ojos fijos en el agua gris mientras chapoteaba con los pies.

Galina, Dimitri y Marina respiraron tranquilos. No había señal alguna de la Russalka. Las preocupaciones de Mazarov eran muy otras: pensaba en una carpa asada.

El olor y el chisporroteo de la piel grasa y ennegrecida se volvieron tan reales que creyó estar viendo el pescado en un plato de plata colocado a sus pies. Recuperó la compostura y la tomó con su joven siervo:

– ¡Voy a enseñarte cómo quitarte los piojos! ¡Entra en el agua!

– ¡No! -gritó Helena.

– Todos los siervos están bajo mi poder, por voluntad de su padre. Este gusano debe obedecerme, quiera usted o no. ¡Avanza!

Basile entró en el agua fría, humillado. Por primera vez, el chico sintió ganas de matar al intendente. Le zumbaban los oídos mientras apretaba los puños.

– ¡Continúa!

El muchacho continuó. El agua le cubría hasta medio muslo; después, hasta el pecho.

– Vale, detente. Ahora vas a doblar lentamente las rodillas aguantando el aliento hasta que la cabeza esté bajo el agua.

Poco a poco, el joven se sumergió. El agua fue cubriendo su rostro, le alcanzó la pelambrera, y los piojos corrieron hacia la coronilla de la cabeza. Cuando la cabeza desapareció, la corriente se llevó a los parásitos que bullían en la superficie.

– Esto es algo que se aprende en el ejército -concluyó Mazarov-. Su siervo ya no tiene piojos, señorita Von Hahn, pero quedan las liendres. Harán eclosión y los parásitos volverán a devorarle en unos pocos días. Hay que raparlo.

Sin aliento, Basile se levantó de repente.

– ¡Ven enseguida! -imploró la señorita.

– Se va a quedar ahí -intervino Mazarov-; el agua le quitará algo de mugre.

Helena dirigió una mirada terrible al intendente. Mazarov reconoció la frente ligeramente abombada y las mandíbulas prominentes del coronel Von Hahn. Tenía la misma expresión de cólera que su padre. Mucho más terrible, en realidad…

Galina, Dimitri y Marina se temieron lo peor. Conocían bien a la Sedmitchka. Se oyó el crujido de unas ramas y después un aullido, mientras Helena no apartaba la mirada del intendente. Quieta como una estatua, establecía vínculos con las fuerzas invisibles del Dniéper.

– Ella viene hacia aquí, viene hacia aquí -murmuró el gigante Dimitri contemplando el río.

Una nube verdusca flotaba hacia la orilla. Tenía la vaga apariencia de un ser humano. Mazarov fue el único que no la vio, porque estaba de espaldas al río y desafiaba a la señorita. Aquella cosa impalpable lo tocó.

El intendente se estremeció y se llevó la mano al corazón. Se quedó sin aliento. Su pecho se desgarraba. Soltó un estertor y se hundió hacia delante.

Hubo un largo silencio. La sombra verde se había volatilizado. Dimitri fue el primero que se precipitó sobre el cuerpo del intendente.

– Aún respira -dijo él.

– Ponlo en la carreta y llevémoslo al castillo -le dijo Galina a Dimitri.

Con voz suave, la pequeña princesa se dirigió a Basile, que estaba aterrorizado: