– Ven junto a mí; toma mi pelliza, debes de tener frío. Te prometo que ese hombre malvado no te hará daño… Ven, te lo ruego.
Basile dudaba. Ella avanzó hacia él y le tendió la mano. Él dejó de resistirse. Sus manos se entrelazaron y se sonrieron, ofreciendo un espectáculo que horrorizó a los criados.
Galina pensó en las consecuencias catastróficas de aquel acercamiento contra natura. ¡Su protegida, la amiga de un siervo! La castigarían si alguien informaba de ese episodio al señor Von Hahn. La echarían del palacio y volvería junto a los miserables que vivían en las casas en ruinas de la periferia de la ciudad. ¡La crucificarían! «Que Dios venga en mi ayuda», se dijo. Miró al intendente. Por suerte, seguía sin recobrar el conocimiento.
– ¿Qué le has hecho al intendente? -le preguntó a la niña.
– Yo, nada; el espíritu de la Russalka lo ha golpeado.
Galina retrocedió.
– ¡Tú la has hecho venir!… ¡Has sido tú!
– Tal vez, mi pobre Galina. Le ha estado bien empleado. Mazarov habría matado a Basile. Ahora volvamos a casa.
El muchachillo ya no parecía un piojoso. Basile tenía ahora más confianza, aunque temía la llegada del señor Von Hahn. Helena le había llevado tres botes de mermelada y una gran hogaza de pan. Frente al fuego, se chupaban los dedos que metían en la mermelada.
– ¿De verdad esa bruma verde era la Russalka? -preguntó él con prudencia.
– Sí, es una de las formas que adopta la ondina. ¿Sabes?, nadie puede verla, a menos que tenga ciertos dones.
– ¿Como los que tú tienes?
– Sí.
– ¿Y qué ves de mí?
Ella lo miró asombrada.
– ¿Qué quieres saber de tu futuro?
– ¿Me liberarán alguna vez?
Helena buscó en su interior, estableció una conexión con su nuevo amigo y fue a reconocer la trama del tiempo. Ya lo había hecho en otras ocasiones con los mujiks y los guardias de palacio. Podía incluso ver el porvenir de algunos, fragmentos de su destino.
No le costó mucho descubrir el de Basile y se asustó.
– ¿Qué has visto? -preguntó inquieto mientras la veía morderse los labios.
– Nada… Nada, todo está negro.
– ¡Sí! Has visto algo.
– ¡Te digo que no!
Dejó de insistir. Al cabo de un momento, le habló de nuevo:
– Me gustaría volver a las orillas del Dniéper contigo.
– Mejor no, es peligroso.
– Pero no corro ningún riesgo a tu lado.
– Volveremos juntos, te lo prometo.
– ¿Me dejarás ver a la Russalka?
– Primero tengo que hablar con ella.
– ¿No tienes miedo?
– No me dan miedo los espíritus -afirmó la niña con mirada misteriosa-. Me dan miedo los hombres.
Una semana más tarde, Helena, Basile, Galina y Dimitri volvieron a la orilla del río, exactamente al lugar donde se había producido el ataque de Mazarov. Como ella había predicho, el intendente ya no molestaba al joven siervo. Acostado, paralizado del lado derecho, probablemente no recobraría ni su autonomía ni sus facultades intelectuales. La noticia había alegrado a los siervos de la hacienda.
Basile estaba sentado en la arena cerca de Helena.
– Aquí está la fuente -le dijo enigmática la chiquilla, penetrada por la fuerza del gran río.
Cerrando los ojos, transportada por el ruido de las olas, Helena alcanzó un pasado lejano poblado de salvajes vestidos con pieles de bestias, una época en la que el lenguaje pertenecía a ángeles y demonios; después, llegó más lejos todavía, a los tiempos de los saurios, de las larvas y los dragones. Para llegar al principio, había que ir más allá del nacimiento de los helechos y los volcanes. Al final de su viaje, había un jardín maravilloso. Helena iba allí a veces… De repente, percibió un peligro y abrió los ojos de par en par.
La superficie del agua se erizó, aunque no soplaba nada de aire. Cogiendo a Basile de la mano, contuvo la respiración. Una cabellera verde emergió. Un cuerpo terso y blanco se deslizaba bajo el agua.
– La Russalka… -murmuró ella.
– ¿Está aquí?
– Justo delante de nosotros.
– No la veo.
Ella se volvió hacia él. Basile intentaba desesperadamente ver a la ondina. A tres pasos de ellos, Dimitri y Galina discutían con calma, sin darse cuenta de nada. Helena era la única que veía a la dama del Dniéper.
La criatura salió del agua. Su pecho y su vientre estaban manchados de fango; tenía la apariencia de una mujer joven fría, hecha de mármol. El agua goteaba de sus largos dedos de uñas puntiagudas. La pequeña no sentía ningún miedo.
– ¿Qué quieres de mí? -preguntó ella, audaz.
La Russalka emitió un silbido, que llegó a los oídos de Basile y de los criados.
– ¿Ahogaste tú a Igor y a Kirka el mes pasado?
Un silbido más agudo salió de la boca verdusca de la terrible aparición. Basile se asustó; soltó la mano de su amiga y fue a refugiarse junto a la niñera y el gigante. Ellos tampoco las tenían todas consigo. Su pequeña señora hablaba con un ser invisible. Galina pensó en la Russalka, aunque no osó pronunciar el nombre del demonio. Dimitri había sacado el puñal que llevaba en el cinto.
– Que venga y le corto la cabeza -dijo, dispuesto a largarse si finalmente se mostraba.
Todo era culpa de aquella pequeña desquiciada, a la que habría sido mejor exorcizar o encerrar en un convento. Seguía hablando. Sintió deseos de cortarle la lengua.
– ¿Cuándo me enseñarás los secretos del río? -preguntó Helena-. ¿Dónde escondes tus tesoros? Se dice que posees las más bellas esmeraldas de Rusia. ¿Qué has hecho con tus serpientes?
Mientras hacía todas esas preguntas, dio un paso adelante y después otro. Pretendía tocar a la guardiana del Dniéper, pero aquélla reculó y se hundió.
– ¡No te vayas! -gritó Helena-. Se va a la cala. ¡Sigámosla!
– ¡No! -gritó Galina-. A la cala no; allí encontraron los cuerpos de Igor y de Kirka.
– Va a suceder alguna desgracia -se lamentó Dimitri-. Que los santos nos ayuden. La Russalka va a volver. Alguien va a morir.
El amplio pecho de Dimitri subía y bajaba rápidamente. Se encontraba bajo los efectos de la emoción y del miedo; habría tirado al agua al pequeño siervo para apaciguar a la criatura. No apartaba la mirada de la cala situada a trescientos pasos de ellos. Aunque hubiera sido un papa armado con los Evangelios y una espada forjada por los ángeles, no se habría acercado allí.
– Deberíamos irnos -dijo Basile en voz baja.
– ¡Tú también me abandonas! -exclamó Helena-. ¡Creí que confiabas en mí!
– Perdóneme, señora. He aprendido a acomodarme al estiércol, al frío, al hambre y a los golpes; pero jamás podría enfrentarme a los demonios que infestan la santa Rusia.
– Pero si querías ver a la Russalka… ¡Me lo pediste tú!
– No soy un caballero.
– ¡Es verdad, eres un siervo! -gritó, colérica, Helena-. Sólo sirves para tirar de carretas. No quiero volver a verte nunca. ¡Vete!
Basile agachó la cabeza y le dio la espalda; no quería que viera sus lágrimas. No se fue en dirección a la ciudad, sino que se adentró en el corazón del bosque. Cuando desapareció detrás de los troncos de los árboles, Helena comprendió cuánto daño le había hecho y se echó a llorar.
7
Los guardias forestales identificaron su cuerpo dos semanas más tarde. Encontraron a Basile en las redes de un pescador. Colocaron su cadáver en un ataúd que llevaron a la capilla de Saint-Jean. Los Von Hahn habían hecho las cosas a lo grande. No sabían cómo calmar a su pequeña princesa, que se culpaba del drama; se consideraba maldita y se deshacía en lágrimas en cuanto veía a algún siervo joven. Su llegada había sido precedida por los preparativos de una misa solemne. Habían pagado doscientos rublos al capellán y le habían ordenado al protopope que honrara a Basile con toda la pompa ortodoxa.