– Señor Jijibhoy Tata, señora Helena Petrovna Blavatski.
Pero Tata, el rey del comercio, el condenado amo de los ingleses, apenas se fijó en ella. Toda su atención la acaparaban esos «comedores de perros» que con su sola presencia incomodaban a las personas de las castas altas.
– Malditos sean los chandalas -dijo Indranath-. Esos gusanos no deberían estar en la ciudad. No tienen ningún derecho aquí, ni siquiera pueden beber el agua de los pozos.
– Los compadezco -dijo Helena, que avanzó hacia el asustadizo grupo de hombres, mujeres y niños.
– ¿Qué hace? -dijo inquieto Tata, el parsi.
– Me temo lo peor -dijo William con un suspiro.
– ¡Deténganla! -gritó Tata-. Son intocables.
– Detener a Helena Blavatski, ¿está usted de broma? Ni diez thugs lo conseguirían.
El rico y gordo mercader mostró su desprecio retorciéndose las manos. Debían invitar a esa mujer a su casa. Debían purificarla, aislarla. Hizo el esfuerzo de preguntar si traían noticias del Imperio, para no mirar lo que estaba haciendo con esos excrementos de la humanidad.
Helena había sacado una moneda de plata de su bolsa y se la dio a una madre desnuda que llevaba colgado un antiguo amuleto de cobre grabado con símbolos brahmis: un círculo era el sonido tha; un anzuelo, el pa, y tres puntos en un triángulo significaban i. Esa mujer, venida de otra época, estaba cegada por unas cataratas, pero con la precisión de sus movimientos dejaba a las claras la conciencia que tenía del mundo que la rodeaba. Todo su cuerpo se estremeció al contacto con la plata.
Una fortuna.
Más de lo que había acumulado durante los diez años anteriores. No era una rupia, sino que, al menos, valía veinte annas… Todos los chandalas se pusieron a comentar el acontecimiento. Bendijeron a la extranjera y después se sintieron obligados a retirarse.
Helena percibió su miedo. Se volvió y se dio de bruces contra un oficial inglés, rodeado por cuatro cipayos armados con bastones.
– La señora Helena Petrovna Blavatski, supongo.
– Exacto, capitán.
El joven desvergonzado, convencido de su poder, parecía un soldadito de plomo. Su casco de tela, muy echado hacia delante, endurecía sus rasgos y ocultaba su frente y sus pensamientos. A Helena no le impresionaba ni el rojo del uniforme ni el sable adornado con los escudos de armas de una vieja familia, ni siquiera la cruz de plata que había ganado contra los sijs; tampoco las botas lustradas ni la varilla que sujetaba en su mano enguantada de blanco.
– Los servicios de Su Majestad nos habían avisado de su llegada. ¿Quiere usted provocar un alboroto?
– Tan sólo auxilio a los desfavorecidos.
– Si corre el rumor de que derrocha usted el dinero, serán miles los que vengan a abordarla, y habrá numerosos muertos. ¿Adónde piensa ir?
– ¿Y eso qué le puede importar?
– Soy yo quien hace las preguntas, señora. Soy el responsable de la seguridad del territorio de Bombay, y hasta nueva orden, es mi deber velar para que los agitadores, los espías y los aventureros no vengan a perturbar la paz pública.
– ¿Y en qué categoría me han clasificado los servicios secretos de Su Graciosa Majestad? -replicó ella.
– Usted es ciudadana rusa. Nuestros dos países codician ciertas regiones en el noroeste de la India. Eso basta para convertirla en sospechosa.
– ¿Debo recordarle mis títulos para obligarle a comportarse con más tacto conmigo?
El representante del señor de las Indias, lord Dalhousie, se sonrojó. Dos parpadeos delataron su confusión. Volvió a verse leyendo el informe del Ministerio de la Guerra a la luz de la vela. En la página tres, en el párrafo de las observaciones particulares, el título de «princesa», asociado a la poderosa familia de los Dolgoruki, tomó de repente proporciones gigantescas y desbordó el formato de octavilla del papel amarillento reglamentario.
– Capitán Percy Burke…
Helena no le permitió continuar, decidida a mantener su ventaja.
– ¿Es usted pariente del escritor Edmund Burke, que nos regaló el excelente ensayo sobre la Revolución francesa?
– Somos del mismo linaje.
– Leo mucho, ¿sabe usted? Mi madre escribía novelas. Yo misma tengo intención de escribir. Por esa razón hago este viaje. Mi libro tratará de los usos y costumbres de los pueblos del norte de la India. Y si mis fuerzas me permiten avanzar más en este largo periplo, iré hasta Sikkim y Bután.
Helena empezaba a engatusar al capitán Burke. No obstante, éste se tiró del bajo de su chaqueta y recuperó su aire marcial. Le preocupaba sobre todo la consideración de sus cipayos y su reputación: debía actuar con seguridad.
– ¡Echad a estos intocables! -ordenó cortando el aire con su varilla.
– ¡No! -gritó Helena.
Su grito se perdió en el bullicio. Los bastones se abatieron sobre las espaldas y las cabezas. Los soldados lanzaron juramentos en hindi, para expresar su disgusto hacia esos desechos de castas. La población, cuyos atavíos señalaban sus derechos y orígenes, los animaba. Parsis, mongoles, hindúes, santales del Rajmahal vestidos con pieles de pantera, cachemiros con turbantes de Zankar, urdus ligados espiritualmente por la zaban-e-urdu-e, la lengua de la Corte Sublime, negros asameses vestidos con preciosas sedas tornasoladas de Eri y de Mugak, bhils, concaneses y sinds estaban unidos por el odio, con los puños en alto y escupiendo sobre los desgraciados maltratados.
Helena se sentía horrorizada. Toda la India expresaba su intolerancia y revelaba su violencia. Un anciano recibió un golpe en el cráneo y cayó.
Ella quiso acudir en su auxilio, pero William la agarró por la muñeca.
– Va a conseguir que la masacren.
– ¡Déjeme!
– ¡En nombre de Dios! Debe tomar conciencia de cómo es este continente.
Helena titubeó. Él la miró directamente a los ojos.
– Aquí no somos nada. Apenas valemos más que los intocables. Si no respeta el sistema de castas concebido por el dios Brahma, y codificado por las leyes de Manu, su futuro en esta tierra está más que comprometido.
– ¡Quiere que abandone a esta gente!
– Créame. Mi deseo es que permanezcamos con vida y en la India. Esperemos que las autoridades indias no dirijan una súplica a la administración inglesa para que la expulsen.
Helena cerró los ojos. No podía hacer nada por esa pobre gente.
El Tíbet, el fin último. «Allí te enfrentarás a tu destino», le susurró de repente una voz. Hacía ese viaje para descubrir los secretos del Himalaya. Debía continuar su camino.
56
William condujo a Helena hasta una calesa. La India no era exactamente como había leído en los libros. El sufrimiento se disimulaba tras las sonrisas. Lo sentía. Intentó comprender a esa muchedumbre mientras cruzaba la ciudad tentacular repleta de vehículos de todo tipo, de miles de mendigos, de ascetas y de devotos, de vacas sagradas y de montones de inmundicias.
Los fuertes olores de orines y de sudores se mezclaban con el de un perfume de alcanfor al que los indígenas llamaban «cerebro de Naga», el olor del incienso tagara acompañaba al tufo de los cadáveres transportados hacia las torres del silencio por los parias y, por encima, se olía la carne quemada por las hogueras. Helena sintió vértigo.
La calesa subía las pendientes del monte Malabar, y pasaron de un mundo caótico a una especie de paraíso al acercarse al sol. Casas decoradas con lujo bordeaban el camino sinuoso. Europeos elegantes se paseaban por los jardines florecidos. No parecían percibir el bullicio de los barrios bajos ni la presencia de miles de cuervos graznando a su alrededor.
– Los cuervos limpian nuestras calles y nuestros jardines, y los buitres limpian las torres del silencio -dijo Indranath señalando el cielo.