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Helena levantó la cabeza. Los buitres daban vueltas lentamente alrededor de una dakhma con aspecto de torreón. Uno de ellos cayó en picado de repente hacia el suelo; enseguida lo imitaron docenas de ellos y empezaron a despedazar a un muerto. A pesar de la distancia, los viajeros oyeron la terrible batalla de las aves en el interior de la torre, que contenía trescientas sesenta y cinco cavidades y otros tantos cadáveres parsis listos para devorar.

Helena reprimió un escalofrío. Almas atormentadas se escapaban de las torres del silencio.

– Ya hemos llegado -dijo William.

La morada del señor Tata, un vasto edificio achatado de techumbre rosa, dominaba la bahía de Bombay. Más allá de los setos floridos de la avenida que conducía a la escalera de entrada, se extendía un bosque de mangos y de higueras sagradas. Bajo estos últimos árboles, Helena vio unas efigies esculpidas. Buda Gautama alcanzó el despertar bajo una higuera sagrada. El árbol era también el receptáculo de las almas de los difuntos, eso no se le escapaba. No tuvo tiempo de sondear el más allá. Unos servidores de la casta de los shudras esperaban a los visitantes y les hicieron de escolta.

En el umbral, el señor Tata, su esposa y el joven Tata, Jamshedji Nasarwanji, un adolescente de trece años, les dieron la bienvenida. El señor ya no estaba inquieto. Su rostro redondo con doble mentón expresaba una alegría sincera. Se había adelantado a ellos y se había dedicado a realizar abluciones rituales de purificación. Ahora recibía a Helena con los brazos abiertos, siguiendo al pie de la letra el principio de las tres virtudes cardinales zoroástricas: pensamiento puro, buenas palabras, buenas acciones.

– Usted iluminará mi morada -le dijo él.

57

En la casa, llena de olores fabulosos, Helena vagabundeaba por todas partes, como un elfo en un reino encantado. Pero, durante toda la noche, el guardián de los espíritus invitado a la mesa del señor Tata no había dejado de estudiarla. Estaba segura de que la occidental era malvada.

En plena noche, Helena se asfixiaba. Las sábanas de la cama estaban impregnadas de una humedad que venía del mar y de los estanques de alrededor. Había acabado durmiéndose a pesar del ardor de estómago producido por las especias y de la sed que la torturaba. Cayó en un sueño extraño cuyo decorado era un templo inmenso con pisos habitados por grandes simios. Ignoraba dónde se encontraba. El templo aparentemente abandonado estaba construido en el seno de una selva exuberante. Una puerta monumental, custodiada por gigantes de piedra con los ojos fuera de sus órbitas, se abría al final de un tramo de cien escalones. Ella no dominaba ese sueño. En contra de su voluntad, empezó a subir la gran escalera. En contra de su voluntad, se adentró en las entrañas oscuras del edificio donde chillaban los simios. Allí los vio.

Los monstruos la esperaban. Rodeaban a una diosa cadavérica. Helena quiso romper los lazos que trababan su voluntad. Gritó. Vio a los demonios de piel verde y roja, cubiertos de ampollas, abalanzarse sobre ella. Ellos la agarraron y la llevaron hasta la diosa.

– Soy Kanya, el poder de los poderes demoniacos, y vas a morir.

– ¡No! -gritó Helena.

La diosa hundió la mano en su pecho y buscó el corazón. El dolor era atroz. Helena volvió a gritar, tan fuerte que su alarido llegó hasta los señores que regían su vida. Alguien la sacó fuera del templo y la proyectó fuera de su sueño. Se levantó de la cama. El corazón le dolía. Se tocó el pecho y vio que tenía sangre.

No había sido una simple pesadilla. Así pues, decidió abandonar Bombay al día siguiente.

58

Acompañada de Narayan, el guía que había contratado siguiendo los consejos del responsable de los talleres del señor Tata, Helena se adentró en el país. Se conmovía ante las estatuas que exaltaban la belleza y la armonía, y al mismo tiempo se encontraba al borde de la desesperanza, la muerte, el mal bajo todas sus formas. Los dioses destructores le pisaban los talones, marcando su camino con sus plagas.

A ella le costaba aceptar la realidad. Eran cientos, miles, los hambrientos y enfermos que veía pasar desde su carro de dos ruedas tirado por un buey. Helena sufría con ellos. Era el receptáculo de todas sus debilidades. No podía permanecer indiferente a tanta miseria. De camino a Rewa Allahabad, filas ininterrumpidas de mendigos caminaban penosamente en medio del polvo ocre que levantaban sus pies. Parecían avanzar sin objetivo.

– Deja de mirarlos, son unos malvados -le dijo Narayan.

Helena miró con severidad al shudra. ¿Cómo podía hablar así de sus hermanos? ¿Qué era lo que lo diferenciaba tanto de ellos? Él mismo era un niravasita. Pertenecía a la categoría de «exteriores» de su casta y, por ello, era casi un intocable. Niravasita significaba «impuro» y se oponía a aniravasita: «puro».

– Te corromperán -continuó él.

¿De qué le serviría replicar? ¿Qué fuerza tenían las palabras, el sentido común o el humanismo contra las viejas creencias de miles de años de antigüedad, profundamente arraigadas en la propia carne de los adorados dioses? Narayan, su guía, al que pagaba seis annas al día, «vivía dentro de su verdad». Era perfectamente consciente del lugar de cada uno en este mundo, el lugar que Brahma les había otorgado al inicio de los tiempos y para siempre. Miró a los moribundos atascados en los arcenes. Ninguno de ellos reivindicaría un lugar en ese carro. Con total tranquilidad, y mirando el espinazo de la tranquila bestia, continuó recitando el jap pasando una a una las ciento ocho cuentas de su rosario.

El desfile de hombres descarnados continuó; sin embargo, se rompió de repente, cuando apareció un imponente cortejo de caballeros y elefantes en el camino de Chitrakut Dham. Una formación de soldados lo precedía, abriéndose camino a golpes de asta y de porra. Hombres, mujeres y niños, agredidos salvajemente, intentaban protegerse.

Huían campo a través y trepaban a los árboles. Un caballero llegó velozmente e hizo que su caballo se encabritara delante del carro.

– ¡Hazte a un lado! -dijo en punjabi.

– ¿Con qué derecho me hablas así? -replicó Helena en inglés, y se puso de pie.

El caballero observó que llevaba un puñal colgando en la cintura. Frunció el ceño. Narayan estaba aterrorizado.

– Callad -le susurró en voz baja-. Es un Rajput, del clan de los Rathor. Pertenece a la subcasta de los Kshatriyas.

El caballero del turbante amarillo hizo girar a su caballo. Con una mano sobre el sable, se midió con la extranjera que se atrevía a desafiarlo. Otros caballeros se unieron a él y la tomaron con los pobres diablos refugiados en los campos de mijo, asustándolos con sus caballos. Una mujer se cayó. Los cascos la pisotearon. Helena saltó del carro y corrió hacia la desgraciada. Era demasiado tarde.

– ¡Vuelve, no puedes salvarla! -gritó Narayan, sin pensar en la suerte de la mendiga.

Helena se quedó un momento agachada cerca del cadáver desnudo, que tenía la piel cubierta de úlceras llenas de moscas. La India se mostraba una vez más con todo su horror y su barbarie.

Helena se levantó con el puño en alto.

– ¡Asesinos! -le espetó al Rajput.

Los guerreros permanecieron impasibles en sus sillas. Se volvieron hacia los que llegaban a lomos de un elefante sobre palanquines cubiertos de seda y bordados.

Un susurro de adoración se elevó de la masa de mendigos. Ninguno de ellos prestó atención a la muerta pisoteada por los caballos. Avanzaron humildemente hasta la fila de caballeros. Helena se sentía disgustada. Se subió en su carro y contempló la majestad que suscitaba tanta admiración.

Un rajá sobre su asiento de oro con palio de seda avanzaba acompañado por sus ministros y sus dignatarios, con plumas y flores sobre sus paquidermos cubiertos de guirnaldas. A continuación, llegaban las trompetas y los tambores de un destacamento de músicos a caballo. Más lejos, caminaban unos bardos con pagri blanco. Apareció, después, el elefante real. Conducido por un cornac tocado con un monumental turbante, balanceaba a Su Majestad Rajput cubierto por sardónices, topacios, diamantes, jaspes, zafiros y esmeraldas. En los rasgos del rajá estaba grabada una paz enternecedora. No parecía ver a los necesitados en los campos, que lo bendecían y lo elevaban hasta las nubes asociándolo con los dioses.