Lentamente, el cortejo se alejó y los guerreros dejaron el paso libre. Todo el mundo volvió a ponerse en marcha. Había algo mejor que el rajá al final del camino: el Ganges. En las miradas brillaba la esperanza. Helena recuperó el ánimo. Esos hombres y mujeres despojados de todo estaban alegres. El río curaría las heridas de sus almas.
El telón malva del cielo cayó sobre la ciudad y oscureció las aguas perezosas del Ganges y de la Yamuna. Un vapor subía de las orillas. Helena estaba bajo el encanto de ese paisaje enigmático. Se encontraba a orillas del río sagrado, el Ganges, que borraba todos los pecados, cerca de Allahabad, donde había caído la vasija que contenía el líquido de la inmortalidad, nacido del batido de mar de leche. No muy lejos, estaba Akshya Bata, el tronco mágico del baniano encerrado en la fortaleza de Akbar. Lo que había aprendido en los libros escritos por los eruditos y los viajeros se concretaba ante sus ojos. Pero los libros no describían el asombro de los peregrinos ni la postración ante los sansayis, hombres santos entre los santos, ni a las cohortes de los nagas sadhus completamente desnudos y cubiertos de ceniza o excrementos, ni tampoco a los hindúes que se sumergían en las aguas glaucas.
Un grito se elevó sobre sus cabezas. La muchedumbre se agitó. Sólo fue una sacudida. La tempestad llegaría más tarde.
– Cuando la fiesta sagrada de Khumbamela empiece -dijo Narayan-, mucha gente morirá.
Helena se quedó conmocionada ante la brutal visión de la multitud mística, formada por un millón de personas que se reunía en esas orillas cada doce años, de la desembocadura en los gaths y de los débiles que morían en las escaleras aplastados.
– No vayas a los gaths -dijo el guía adivinando los pensamientos de la fogosa aventurera-. Está prohibido. Te matarán.
Helena asintió a regañadientes. Sería muy difícil entrar en una ciudad llena de fanáticos religiosos y donde reinaba un desorden indescriptible.
– Dormiremos allí.
Narayan le señaló una casa construida a la sombra del recinto del fuerte de Akbar. Era un albergue con las paredes agrietadas cuyo nombre, medio desconchado, estaba escrito pomposamente en un rótulo. «Etapa del Royal Sussex», leyó ella. Como en el resto de la India, era un cuchitril en el que estaba garantizado dormir con truhanes y ratas.
– Ocúpate de todo. Pon las maletas a buen recaudo, voy dar una vuelta por la ciudad.
– Voy contigo. Es demasiado peligroso.
– Tengo con qué defenderme -respondió ella, dándole unas palmaditas al arma que llevaba a la cintura.
– Eso es lo que me da miedo.
– También puedo defenderte a ti.
– No -dijo él mostrando su rosario-, yo prefiero confiar en los dioses.
– Entonces quédate aquí, es una orden.
Cuando Helena se adentró en una callejuela que llevaba al corazón de la vieja ciudad, le lanzó una mirada afligida e inquieta.
59
La visión de esa extranjera que se atrevía a aventurarse sola por la ciudad santa había provocado un maremoto. Un enjambre de mercaderes acosaba a Helena.
– Salaam, miss, panchanga! Comprar…
Un astrólogo, más tenaz que los otros, la persiguió durante más de media hora para venderle un horóscopo inspirado por el zodiaco babilónico. Cansada, acabó adquiriendo por seis annas ese panchanga increíblemente complicado con sus días lunares, sus veintiocho casas, sus setecientos veinte mediodías lunares, sus jornadas divididas en sesenta ghatis de veinticuatro minutos.
De repente, se dio cuenta de que sus pasos la habían conducido a un barrio en ruinas. Había hogueras por aquí y por allá. El suelo estaba cubierto de desechos humanos que gemían y se arrastraban. Eran cuatrocientos o quinientos, desnudos, en los huesos, con los estigmas del hambre en su cara. Pero no había nada que comer en las basuras invadidas por las ratas, siempre más rápidas.
Helena estaba aterrorizada. Dos leprosos acababan de agarrarse a su ropa. Era un hospicio al que iban los supervivientes del cólera y la viruela. Treparon unos sobre los otros para verla mejor y la rodearon. Por todas partes, salían de galerías excavadas bajo la ruinas. Haciendo acopio de valor, Helena se abrió camino ayudándose de los codos y los puños. Su reacción azuzó un odio durante largo tiempo contenido. La agarraron. Enseguida, la hundieron. En un acto reflejo, sacó de su bolsillo unas cuantas moneditas de cobre y las lanzó. Las monedas caídas por el suelo provocaron una tempestad.
Se alzó un griterío. Cayeron piedras a su alrededor, piedras que alcanzaron a los que se habían lanzado al suelo para apoderarse de un anna. Una mujer joven con viruela la señaló con el dedo y dijo en hindi:
– Seguro que lleva más dinero encima.
Empujando a un hombre que caminaba con muletas, Helena echó a correr hacia un estrecho callejón. Los más fuertes la persiguieron. Una verdadera horda furiosa se lanzó por la callejuela que ella había tomado. Los mendigos que estaban allí se unieron a sus hermanos, tendiendo sus muñones hacia ella.
Con la energía del desespero, Helena se dirigió hacia un narthex levantado en honor de Panchanana, el señor Shiva de cinco cabezas; lo franqueó soltando un grito y se encontró en la orilla del Ganges, donde bullían los santos, los ascetas y los fieles. El griterío los distrajo de sus plegarias y mujeres con saris tornasolados se volvieron hacia Helena.
Pudo notar sus miradas cargadas de reproches. Detrás de ella, los gritos cesaron. Los perseguidores no se atrevieron a bajar a los gaths.
Las sagradas orillas del río les estaban prohibidas en período de fiesta. Contemplaron a la mujer blanca, a partir de ahora inaccesible, y después escupieron en su dirección.
No obstante, todavía no se había salvado. Las mujeres de los saris la señalaron con el dedo. Unos sadhus se unieron a ellas, con el tridente trishula de puntas afiladas en la mano. Vestidos con un paño naranja o un vestido rojo, habían abandonado los desiertos del noroeste para saborear el néctar de inmortalidad mezclado en el río.
Helena temió de nuevo por su vida. Sin embargo, aquella gente se concentró en sus invocaciones a Rama y a Krishna. El agua resplandeciente los invitaba a la más mística de las comuniones. Como ningún hombre parecía pensar en alejar a la extranjera, las mujeres acabaron ignorándola.
Los latidos de su corazón bajaron el ritmo. Helena estaba a unos pocos metros del Ganges. Se le hizo un nudo en la garganta. Un cadáver flotaba en la superficie. Descubrió otros dos dando vueltas en la corriente. Hinchada, con las patas levantadas como mástiles sin velas, una vaca se encalló en el último escalón de un gath. Entre dos inmersiones, los peregrinos la devolvieron a su lento viaje bajo el cielo rojo.
Helena comprendió que todavía no estaba lista para fundirse con aquella India. La proximidad del río le pareció ilusoria; la ciudad, quimérica; los creyentes, irreales. Había pensado que podría conocerlo todo en seis meses…
«¿Viviré el tiempo suficiente para realizarme en este mundo?», se preguntó.
Durante veinte años, vagaría por las llanuras con su guía, dando vueltas, atravesando ríos sin puente; allí, escuadras de soldados ingleses pacificaban las provincias anexionadas. Cuanto más se acercaban a Nepal, más se intensificaban los rumores de revuelta.